22 de abril de 2019

La respuesta

En la tarde, en el jardín, pensé en ti. Me pregunté si pronto tendría noticias tuyas. El viento agitó el instante. Levanté la vista y una flor de la bugambilia cayó en la taza del café.

12 de abril de 2019

Quesadilla

La polémica es tan intensa como recurrente. En cualquier momento, sobre todo a la hora de la cena vuelve la pregunta: ¿la quesadilla debe ser obligadamente de queso? 

En muchas regiones de México, la quesadilla sólo puede ser de queso (lo lleva en el nombre), y lo demás son tacos. En otras partes del país, en particular en la Ciudad de México, la quesadilla también puede ser de carne o vegetales.

El Diccionario del español de México define a la quesadilla (sustantivo femenino) como: «Tortilla de maíz o de harina de trigo doblada por la mitad, rellena de diversos alimentos como queso, papa, hongos, picadillo, chicharrón, flor de calabaza, etc, cocida en comal o frita: “Prepáreme una quesadilla de sesos, dos de flor de calabaza y una de queso”.»

El Diccionario de la lengua española coincide: «tortilla de maíz rellena de queso u otros ingredientes que se come caliente.»

El uso hace la norma. Por lo tanto, las dos opiniones son correctas: la quesadilla puede ser solo de queso o de otros ingredientes, según la región del país. Así, es correctísimo hablar de quesadilla, aunque no tenga queso.

Alberto Peralta de Legarreta, docente e investigador en Turismo y Gastronomía, distingue entre tacos y quesadillas: En los tacos, la tortilla «se rellena de un ingrediente, mientras que en las quesadillas la tortilla, muchas veces cruda, se rellena y se pasa por un nuevo proceso de cocción, ya sea en comal o frita.» La quesadilla frita en aceite (cerrada) se asemeja a una empanada.

Existe consenso, sin embargo, en que puede aderezarse y bañarse en diversas salsas, generalmente muy picosas, al gusto del comensal.
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Referencias:
Diccionario del español de México: http://dem.colmex.mx/
Diccionario de la lengua española: http://dle.rae.es/?id=UoUSna0
José G. Moreno de Alba, Suma de minucias del lenguaje. FCE, México, 2003, pp. 568-569.

4 de abril de 2019

Paradoja del autor olvidado

Un investigador y crítico dijo mientras tomábamos café que el autor al que dedica estudios y ensayos, al que promueve con admirable constancia desde hace años, del que hace prólogos y reúne su obra es un escritor olvidado.

En la mesa estamos de acuerdo en que ese autor es relevante, que es inclasificable, único e irrepetible, y que es una pena que no sea más conocido, que el gran público o ese ente que Virginia Woolf llamó «the common reader», el lector común, no lo lea.

El investigador insiste: «No se le valora como se debería, no se lee como se debería. Está olvidado». Sin embargo, no está olvidado. No lo estará mientras el investigador difunda su obra, circulen sus libros y tenga lectores, por pocos que sean. Basta un lector para que una obra siga siendo fecunda y transforme el mundo.

Borges nos dio una lección de humildad: «la meta es el olvido, yo he llegado antes», y aunque acertó en cuanto al olvido, el poeta menor de su poema se equivocó al suponer que Borges pronto sería olvidado.

Algunos autores parecen de pronto olvidados. Desaparecen de las aulas y los cubículos universitarios, de los estantes de las librerías, de los catálogos de la editoriales, y pareciera que también de las bibliotecas personales y de la memoria de los lectores. «Un escritor sobrevive una o dos generaciones, luego desaparece», me dijo un viejo novelista.

En esto hay algo de misterio, de cambio en el casi indefinible «gusto literario», en el zeitgeist o espíritu de una época. Lo que pareciera un complot perfecto, una conspiración maestra arrasa con una obra y un nombre, y no hablo de censura ni de conflictos políticos. Un autor que ha sido más que conocido y reconocido, de pronto se ha vuelto un fantasma.

Basta revisar la lista de los ganadores del premio Nobel de literatura para darse cuenta que la mitad de ellos han llegado olímpicamente al olvido. La gloria y el peso del premio literario más prestigioso no bastan para garantizarles una permanencia al menos decorosa, una vigencia de cortesía.

Pero también a veces sucede lo contrario. Autores leídos y celebrados que parecían olvidados de pronto vuelven, por un oportuno rescate editorial, por un ensayo de un autor influyente, por algún suceso que los devuelve a la memoria, y regresan del desprecio y el olvido y muestran su vigencia y su valor.

Del pasado reciente, sin levantarme de mi mesa e indagar un poco, recuerdo algunos nombres de esos que han regresado por derecho propio: Joseph Roth, Sándor Márai, Stefan Zweig, Lucia Berlin... Mucho más difícil sería mencionar a los que han entrado al olvido.

Occidente se olvidó de Aristóteles, y con él de la filosofía griega, y su recuperación, su vuelta a Europa gracias a los árabes, siglos después, algo tiene de accidente de la Historia. Sin ese feliz suceso, el  mundo sería otro, uno distinto. Y «De la naturaleza», el gran poema de Lucrecio olvidado por mil años, fue literalmente exhumado por Poggio Braciolini, fue devuelto a la luz en circunstancias que ofrecen elementos para una novela o película de aventuras.

Surge entonces una pregunta: ¿Habrá la humanidad olvidado a alguien? ¿Algún autor con una obra mayor en su calidad estará olvidado? Si un puñado de lectores lo sigue, no está olvidado, como el autor que promueve mi amigo el investigador.

Basta que alguien mencione el nombre de un autor para que éste siga vivo. Si hemos olvidado a alguien, no lo sabemos, porque basta mencionar su nombre, recordar un verso, para redimirlo del olvido, y esto podría ser una paradoja. El olvidado no lo está si lo recordamos. En cambio, pasar de largo sin una obra y su autor,  sin lamentarlo y sin apreciar la pérdida, es la condición del olvido. En eso consiste en el olvido.

1 de abril de 2019

Los amigos lectores

García Márquez decía que escribía para sus amigos, para que lo quisieran más. Tal vez era un alarde de novelista, pero es cierto que cultivaba el arte de ser amigo con celo profesional. Y sus amigos no sólo lo querían y celebraban, sino también leían con entusiasmo sus libros antes de ser publicados, por el privilegio de disfrutar esos cuentos y novelas con el encargo de buscar los posibles errores que se escondieran en la espesura de esa prosa diáfana.

Lectores-amigos en varios países y dos continentes leían en busca de una coma en fuera de lugar, del menor atentado a la sintaxis y de la contradicción u error en la geografía, los tiempos narrativos o las características y atributos de los personajes.

Tal vez el más célebre gazapo de la literatura en lengua española es del misterioso narrador del Quijote, que cuenta que a Sancho Panza le han robado el rucio, y poco después va montado en él como si nunca lo hubiera perdido. Es curioso que este descuido lejos de restar méritos a la gran novela le otorgue un encanto y estimule el humor, los comentarios, artículos y sesudos ensayos académicos.

Esos lectores-amigos, dignos de credibilidad por su opiniones y juicios, acabaron por constituirse en un grupo profesional que auscultó y revisar con lupa El general en su laberinto, la más arriesgada de las novelas de García Márquez porque el gran fabulista y creador de mundos autónomos se había metido en las peligrosas arenas movedizas de la novela histórica, en la que la posibilidad de decir algo que traicionara la verdad histórica sobre la vida y hechos de Simón Bolívar podía hundir la novela, desmoronarla como un castillo de arena en la playa por falsa y mentirosa.

(Despegarse de los hechos históricos hubiera sido un drama y una derrota para García Márquez, no así para Tolstói, que en Guerra y paz «a pesar de conocer a fondo las fuentes originales disponibles, perpetró falsedades con plena conciencia en aras, parece ser, de una finalidad no tanto artística como “ideológica”», escribe Isaiah Berlin.)

En las cuatro páginas de «Gratitudes», la nota final de El general en su laberinto, García Márquez reconoce el valor de las lecturas de sus amigos, sin excluir la ayuda de historiadores, profesores, investigadores y hasta un pariente «oblicuo» de Bolívar. Un modelo de colaboración y trabajo multidisciplinario. Al momento de revisar y corregir su libro García Márquez estaba muy lejos del desamparo y de la ponderada soledad del escritor.

Flaubert, al parecer, sometía a sus amigos a la lectura de sus obras. Los obligaba a escucharlo leer sus obras en sesiones que terminaban en el hastío y de madrugada. La célebre «prueba Flaubert», la lectura en voz alta para probar el ritmo y por tanto la eficacia de la prosa, era un desafío a los límites de la paciencia y la amistad de los elegidos para escucharlo.

Otros autores han leído su obra a amigos y colegas, tal vez no para que los quieran más, sino para ganar reconocimiento y tal vez probar la eficacia o la calidad del texto leído. El entusiasmo y la crítica elogiosa son la primera y deseada recompensa, aunque no debemos descartar la duda genuina de algunos autores sobre los alcances y méritos de sus escritos.

No son pocos los testimonios, las fotografías, cartas y artículos sobre las sesiones de lectura. Los salones y reuniones, las tertulias literarias en cafés han servido para eso, para mostrar a los amigos lo recién escrito, y en la respuesta de los oyentes superar los fallos y errores y gozar los aciertos, en un ejercicio literario no exento de vanidad.

Pero no siempre es así. Mejor aún: muy pocas veces es así. He visto amigos, hermanos de oficio y del alma, que celebraban su amistad como uno de los mayores dones de la vida, romper con palabras rudas, innecesaria violencia verbal hasta llegar a las imprecaciones por una crítica desafortunada o poco amable. Una crítica injusta, pero también una opinión cruda por honesta que sea, puede ser devastadora. Decir que una pieza de escritura debe ser desechada o en el mejor de los casos reescrita es una prueba muy difícil de superar para el ego de muchos autores.

A veces hace falta mucho menos. Que el elogio no sea elocuente y sin reservas, lo que el amigo-autor esperaba, es suficiente para crear una distancia, abrir una grieta, que puede terminar por convertirse en una afrenta y luego en una venganza.

Como ya no es posible reunirse y leerle a los amigos una novela en voz alta, solemos enviarla por correo electrónico, como quien lanza una botella al mar, en espera del comentario que sugiera algún cambio que mejore la trama, la advertencia oportuna de un error, o el comentario crítico amable que fomente la conversación, el diálogo y la amistad.

El silencio entonces puede ser considerado como una obra maestra de la crítica. Un ejercicio que dice mucho sin un juicio ni una palabra. Sin embargo es imposible saber si el amigo-lector al que le ha sido confiado el texto no lo ha leído (lo que ya es revelador) o prefiere, por prudencia y en nombre de la amistad, guardar silencio. Aunque es peor la indiferencia. Tal vez sea mejor no preguntar, no exponerse, no pedir con palabras claras lo que ya reveló la intuición o la experiencia.

Aunque no debe descartarse las buenas razones para el retraso o el silencio, el fatalismo y el pesimismo invitan a pensar: «Comenzó el libro y no lo acabó porque no le ha gustado nada.» «Leyó el libro y no se atreve a darme su sincera opinión.» «En realidad, lo recibió y se le olvidó, no le ha prestado la meno atención.»

Los amigos en su papel de primeros lectores participan en un juego extremo, de alto riesgo más para la amistad que para la literatura. No todos tienen la suerte de García Márquez. Pareciera que a veces la amistad no es buena amiga de la literatura. Por mi parte, admito que tengo una tesis doctoral y dos novelas de amigos míos que no he leído, y que a mi vez me encantaría recibir noticias de otro que ha guardado silencio por mucho tiempo.