27 de julio de 2008

Fleur Jaeggy y su máquina de escribir

Nunca había escuchado su nombre, tampoco había leído nada de ella, y de pronto, un artículo de periódico me ha despertado una alegría fría, como su mirada y, al parecer, su literatura; un deseo de leer sus escasos y breves libros, esas palabras desnudas y heladas. "Si los personajes no exteriorizan nada, ¿qué puedo hacer yo? Lo glaciar también revela sentimientos", dice, casi apenada, a punto de justificar la brevedad de su obra, su morosidad en publicar.

Esta escritora italiana de origen suizo, tan tímida, que se encuentra tan a disgusto en la entrevista, es Fleur Jaeggy, mujer de Roberto Calasso, y la antítesis de los escritores que buscan desesperadamente sus minutos de gloria, decir a los cuatro vientos que han escrito una gran novela, que tienen grandes ideas o que han revolucionado un género.

Ella sólo dice que le gusta el vacío y no lo tiene, que se ha desprendido de muchos libros porque lo invadían todo y se amontonaban por el suelo. Tiene una historia verdadera con un cisne, se refugia en un castillo en Alemania, y tiene ideas muy claras sobre la perfección y la brevedad.

Puedo imaginarla en su departamento exquisito de Milán, con su gato, sus libros, su silencio, con cierta morbidez escribiendo sobre una familia de suicidas. Pero no es nada de esto lo que más me ha interesado de ella. De pronto comprendo por qué esta mujer se me revela conocida, fraterna, pues compartimos un placer que ya es secreto, una rareza y para algunos una necedad que cada día me gusta más.

Dice Fleur Jaeggy, con palabras sencillas que me han conmovido: "A veces no tengo ningún proyecto ni ganas, pero sigo yendo a la máquina de escribir. Me limito a estar sentada ante la máquina de escribir y a golpear las teclas. Me digo que un día usaré la computadora, pero ese día aún no ha llegado. Escribo a máquina desde hace más de treinta años, y me gusta el ruido de los tipos golpeteando sobre el papel".

Sólo unos cuantos, una cofradía de elegidos, sabemos hoy que escribir en una máquina exige una relación íntima y material, la celebración de un rito en el que cada paso deja su huella. En ese golpeteo físico, duro, de los tipos sobre el papel, se hace la música de las letras elegidas, la otra sonoridad de las palabras.

Sí, Fleur Jaeggy, yo la comprendo, usted y yo sabemos –en el comienzo de este siglo dispuesto a darnos gato por libre, a desaparecer para siempre uno de los encantos mayores de la escritura– que escribir a máquina es una aventura en sí misma, uno de los grandes placeres de este mundo.

26 de julio de 2008

Mujer cubierta y en duelo

En el castillo británico de Howard, cerca de York, han encontrado un dibujo de Miguel Ángel, "Mujer cubierta y en duelo", del que nadie sabía nada, como si apenas lo hubiera trazado y traído al mundo. Un dibujo de Miguel Ángel es un dibujo de Miguel Ángel, y ha sido valuado en ocho millones de libras. Esta "rareza", como lo han llamado, hecha a lápiz y tinta marrones llevaba 250 años oculta en un álbum en la biblioteca del castillo.

Parece que en el siglo XVIII Henry Howard, cuarto conde de Carlisle, lo adquirió como una "bonita ilustración anónima" en una subasta en Londres. Simon Howard, descendiente de Henry, dueño del castillo y de todo lo que hay en él, está dispuesto a vender su nuevo dibujo. Mejor así, sobre todo si lo adquiere algún museo en el que podrá verlo mucha gente y no sólo los amigos de la familia Howard.

¿Veré algún día "Mujer cubierta y en duelo", los pliegues de la ropa, el detalle de los trazos, su verdadero color? ¿Por qué me conmueve y entusiasma tanto que aparezca una obra maestra desconocida del Renacimiento? Puedo aventurar una respuesta de Alfonso Reyes: No renunciaremos -oh Keats- a ningún objeto de belleza, engendrador de eternos goces.

Rostros

«A veces me paseo por la calles con el exclusivo objeto de mirar la cara de los hombres y de las mujeres que pasan. La cara de los hombres y de las mujeres que han pasado de los treinta años. ¡Qué cosa más impresionante! ¡Qué concentración de misterios minúsculos y oscuros, a la medida del hombre; de tristeza virulenta e impotente, de ilusiones cadavéricas arrastradas años y años; de cortesía momentánea y automática; de vanidad secreta y diabólica; de abatimiento y de resignación ante el Gran Animal de la Naturaleza y de la vida!»

El mismo día en que leo esta cita del escritor catalán Josep Pla en su admirable diario El cuaderno gris, cuando no me he repuesto de la fuerza sin piedad de sus imágenes, encuentro, por una de esas coincidencias de la vida que suceden con más frecuencia de la que estamos dispuestos a aceptar, y que son mensajes casi siempre muy claros en los que no sólo interviene el azar, sino también nuestros más íntimos deseos y anhelos, acaso el deber postergado o el remordimiento; en una de esas coincidencias, cuando las palabras de Pla no acaban de difuminarse en mi cabeza, encuentro en el periódico una fotografía de Richard Avedon, con el rostro extraordinariamente expresivo de una mujer.

El artista neoyorquino, cansado de fotografiar celebridades, un buen día salió a recorrer los bares de carretera y las calles sin nombre de los pueblos perdidos del medio Oeste de los Estados Unidos para hacer los retratos de los vagabundos, los alcohólicos, los mineros recién devueltos a la luz tras una jornada en las entrañas de la mina, los enajenados, los sin casa, las amas de casa desdichadas, en una palabra de Victor Hugo: los miserables.

Josep Pla dice que a veces se paseaba por las calles de su pueblo, Palafrugell, con el exclusivo objeto de mirar la cara de los hombres y de las mujeres que pasan. Richard Avedon salió de Nueva York en busca de los modelos de sus fotos, de rostros significativos por su rudeza, por las arrugas como heridas de vida, por la amargura infinita de una mirada. Avedon no lo dice así, pero iba en busca de rostros que gritaran su historia, que mostraran el lado oscuro de la existencia humana.

Todos nos hemos encontrado de pronto frente a un rostro con el sufrimiento, el dolor y la amargura a flor de piel. Bertrand Russell dice en su libro La conquista de la felicidad que uno debe aprender a leer los rostros y cita a Blake: Una marca encuentro en cada rostro; marcas de debilidad, marcas de aflicción...

Es cierto, al mirar los rostros de la gente que camina por las calles, y no necesariamente los de los parias de la humanidad, uno confirma que uno lleva su biografía en la cara, que un rostro humano es un mapa formidable, una de las más portentosas expresiones de lo que somos y lo que seremos, un territorio fértil para la imaginación novelesca, un argumento estimable a favor de cierto realismo, porque hay rostros, como los que veía Pla, fotografiaba Avedon y cantaba Blake, e historias inscritas en esos rostros, que nadie puede imaginar.