«A veces me paseo por la calles con el exclusivo objeto de mirar la cara de los hombres y de las mujeres que pasan. La cara de los hombres y de las mujeres que han pasado de los treinta años. ¡Qué cosa más impresionante! ¡Qué concentración de misterios minúsculos y oscuros, a la medida del hombre; de tristeza virulenta e impotente, de ilusiones cadavéricas arrastradas años y años; de cortesía momentánea y automática; de vanidad secreta y diabólica; de abatimiento y de resignación ante el Gran Animal de la Naturaleza y de la vida!»
El mismo día en que leo esta cita del escritor catalán Josep Pla en su admirable diario El cuaderno gris, cuando no me he repuesto de la fuerza sin piedad de sus imágenes, encuentro, por una de esas coincidencias de la vida que suceden con más frecuencia de la que estamos dispuestos a aceptar, y que son mensajes casi siempre muy claros en los que no sólo interviene el azar, sino también nuestros más íntimos deseos y anhelos, acaso el deber postergado o el remordimiento; en una de esas coincidencias, cuando las palabras de Pla no acaban de difuminarse en mi cabeza, encuentro en el periódico una fotografía de Richard Avedon, con el rostro extraordinariamente expresivo de una mujer.
El artista neoyorquino, cansado de fotografiar celebridades, un buen día salió a recorrer los bares de carretera y las calles sin nombre de los pueblos perdidos del medio Oeste de los Estados Unidos para hacer los retratos de los vagabundos, los alcohólicos, los mineros recién devueltos a la luz tras una jornada en las entrañas de la mina, los enajenados, los sin casa, las amas de casa desdichadas, en una palabra de Victor Hugo: los miserables.
Josep Pla dice que a veces se paseaba por las calles de su pueblo, Palafrugell, con el exclusivo objeto de mirar la cara de los hombres y de las mujeres que pasan. Richard Avedon salió de Nueva York en busca de los modelos de sus fotos, de rostros significativos por su rudeza, por las arrugas como heridas de vida, por la amargura infinita de una mirada. Avedon no lo dice así, pero iba en busca de rostros que gritaran su historia, que mostraran el lado oscuro de la existencia humana.
Todos nos hemos encontrado de pronto frente a un rostro con el sufrimiento, el dolor y la amargura a flor de piel. Bertrand Russell dice en su libro La conquista de la felicidad que uno debe aprender a leer los rostros y cita a Blake: Una marca encuentro en cada rostro; marcas de debilidad, marcas de aflicción...
Es cierto, al mirar los rostros de la gente que camina por las calles, y no necesariamente los de los parias de la humanidad, uno confirma que uno lleva su biografía en la cara, que un rostro humano es un mapa formidable, una de las más portentosas expresiones de lo que somos y lo que seremos, un territorio fértil para la imaginación novelesca, un argumento estimable a favor de cierto realismo, porque hay rostros, como los que veía Pla, fotografiaba Avedon y cantaba Blake, e historias inscritas en esos rostros, que nadie puede imaginar.
26 de julio de 2008
Rostros
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