Al comienzo de su vida, cuando aún no sabe hablar, pero tampoco sabe de infamias y fratricidios, un relámpago de lucidez y sabiduría ilumina la mente de los niños, de cada hombre en esa edad dorada que es la primera infancia.
Antes de que comience su domesticación formal y de descubrir que la mentira y la especulación pueden ser muy lucrativas; cuando todavía no confunde lo frívolo e intrascendente con lo necesario y lo útil; cuando aún no conoce la peste del aburrimiento y la indolencia; antes de su primera melancolía (que los médicos llaman depresión), el hombre se dedica a lo importante en esta vida: a jugar, quizá porque nacemos con la certeza, que olvidamos muy pronto en el camino, de que la vida como el juego no tienen sentido y que no conducen a ninguna parte salvo al juego y la vida misma.
Y si no perdiéramos de vista que el juego es más divertido y la vida más rica y gozosa en la medida en que nos involucramos en ellos, que entre más le demos al juego, más disfrutaremos de la vida. Si esta verdad elemental se enseñara en la escuela, en los templos, en la mesa a la hora de la merienda, comprenderíamos o no olvidaríamos nunca que la felicidad es de este mundo.
Antes de que comience su domesticación formal y de descubrir que la mentira y la especulación pueden ser muy lucrativas; cuando todavía no confunde lo frívolo e intrascendente con lo necesario y lo útil; cuando aún no conoce la peste del aburrimiento y la indolencia; antes de su primera melancolía (que los médicos llaman depresión), el hombre se dedica a lo importante en esta vida: a jugar, quizá porque nacemos con la certeza, que olvidamos muy pronto en el camino, de que la vida como el juego no tienen sentido y que no conducen a ninguna parte salvo al juego y la vida misma.
Y si no perdiéramos de vista que el juego es más divertido y la vida más rica y gozosa en la medida en que nos involucramos en ellos, que entre más le demos al juego, más disfrutaremos de la vida. Si esta verdad elemental se enseñara en la escuela, en los templos, en la mesa a la hora de la merienda, comprenderíamos o no olvidaríamos nunca que la felicidad es de este mundo.
Pero el juego, para erigirse en esa actividad solar, debe ser jugado como si en él nos fuera la vida, porque no es un acto frívolo y recreativo, un pasatiempo para aburridos y ociosos, sino una actividad muy seria, a la que hay que atender como un rito sagrado en el que se manifiesta la risa más pura, la satisfacción más dulce.
Cuando se juega con absoluta seriedad, no se advierte el paso del tiempo, sólo el reloj da cuenta del paso de las horas, y el jugador siente que ha hecho mucho, que ha vivido intensamente, que ha sido él mismo, y se reconoce en ese que ha pasado la tarde jugando como un niño. Frente al juego solemos oponer el trabajo. Es un dilema falso.
A veces el juego da más trabajo que aquella actividad por la que a uno le pagan por hacerla. Si tantos jugadores de dominó trabajaran con el entusiasmo y concentración, con el mismo derroche de energía con que juegan en las mesas de las cantinas, aumentaría la productividad nacional y el producto interno bruto en varios puntos en una sola sentada. Si tantos científicos y artistas, privilegiados, supieran que lo que hacen no es en el fondo un trabajo serio sino un juego, se escandalizarían y exigirían su dosis de enajenación y aburrimiento.
Hay algunos músicos a los que uno envidia no sólo por su virtuosismo o el encanto de su música, sino también por ver lo bien que la pasan haciendo lo que hacen, a veces lo único que verdaderamente saben hacer. En inglés, tocar se dice to play, que también es jugar, porque a veces trabajar y jugar son una y la misma cosa. ¡Dichoso el hombre que se gana la vida haciendo lo que más le gusta y lo hace como si se jugara la vida!
He visto a traductores profesionales traducir libros en sus ratos libres para su egoísta placer y satisfacción; nunca he gozado tanto del canto de un gran tenor amigo mío como cuando canta a todo pulmón por su gusto y para sus amigos desde el sofá de la sala de la casa de uno de ellos. Pero es cierto que la cara de un campeón de ajedrez en problemas no difiere mucho de la de hombre que padece un cálculo renal, así que ya no se sabe si juega o trabaja, si goza o sufre, sobre todo si su rival es una máquina, hija del hombre, programada para jugar y ganarle sin piedad a su adversario.
El juego no es cosa de niños, al menos no sólo de ellos. También lo es de los adultos que se atreven a rozar el paraíso perdido, el cielo prometido, la disolución del ego en el aquí y ahora en el que nada del universo es tan importante como las canicas, el tren eléctrico, el mecano o el par de ases. Para algunos pervertidos con el alma enferma la desolación y la muerte, la guerra, el dolor, el hambre ajenos son un juego de táctica y estrategia, de conquista y conservación del poder, de aumento de la cotización de sus acciones en la bolsa que siguen desde la sala de mapas o desde su oficina en forma de huevo.
Existen los juegos en los que uno se reconoce en el otro, y tal vez sea el amor el más grande invento lúdico que nos ha sido dado inventar y gozar. Pero de todos los juegos, tal vez sean los imaginarios y los solitarios los más estimulantes, tal vez porque uno nunca es tan libre y la imaginación, la voluntad y el deseo nunca están tan cerca de fundirse en una acción.
Los juegos colectivos nos disuelven entre los otros, los juegos solitarios nos acercan al más profundo rostro de nosotros mismos. Cuando un hombre imagina, cuando evoca, cuando desea libre y soberanamente, en silencio, tiene razones para sentirse y contarse como uno más entre los dioses.
Todavía, a mis años, dice Ferré, conservo un coche de metal, a escala, y aún tiemblo cuando lo tomo al pensar en lo feliz que fui jugando con él cuando era niño. Al pensar en mi bicicleta roja casi podría llorar de nostalgia, pues al perderla se esfumó el vehículo de mi inocencia.
Cuando saco mi máquina de escribir, la vieja Olivetti mecánica, con la solemnidad propia de un rito la acaricio con el pretexto de quitarle el polvo, pongo una hoja de papel y la música de los engranes del rodillo me quitan el aliento. Solo, en secreto, como si cometiera con impunidad un acto canalla, golpeo sus teclas y veo cómo se forman, una a una las palabras. Ése es mi juego favorito.