27 de diciembre de 2019

Alfonso Reyes: sesenta años

Hace sesenta años murió Alfonso Reyes. Y si la vida literaria de un escritor se mide por sus lectores y su huella en el tiempo, su enorme y monumental obra está por fallecer; me refiero al ámbito vital de las letras que nos mueven y conmueven (su obra seguirá siendo estudiada por académicos y filólogos que tal vez hagan de ella su objeto de estudio, el tema de su vida profesional). 

La obra de Reyes puede ser también un indicador que revele el movimiento del gusto literario y el devenir del mundo en el último medio siglo. Basta pensar en los años sesenta para imaginar la enorme distancia que se abre entre el mundo de Reyes (clásico, elegante, lúcido, culto, formal y, sobre todo, deslumbrante en su inteligencia y erudición) y el río revuelto de nuestros días, plenos de frivolidades, intereses inconfesables, movimientos tan políticos como incorrectos y certezas tan frágiles y etéreas que no acabamos de conocerlas cuando ya se desvanecieron. 

La obra de Reyes no es para estos tiempos (ya no se encuentran, incluso en librerías del Fondo de Cultura Económica, sus libros), y es imposible pensar a fondo en medio del ruido. Y también es muy difícil saber qué hemos perdido, qué podría darnos todavía, si casi todo es confuso y procaz y desechable. 

Pero a pesar de todo lo que en esa obra prodigiosa ya no nos mueve ni nos ilumina, de todo lo que se ha quedado atrás, es imposible no sentir la orfandad de que algo irrepetible se ha perdido, algo se nos ha escapado.

En este Cuaderno de bitácora no hace mucho escribí:

«La obra de Reyes, lúcida e intensa como pocas, inteligente y erudita como ninguna, se desvanece acaso sin remedio (como las Humanidades y los estudios que cultivó). Reyes es ya un autor de museo, de filólogos, historiadores y gramáticos especializados, y a pesar de que sus obras completas, parte de su correspondencia y diarios están editados y a veces se encuentran en las librerías, casi nada le dicen ni mueven a los lectores de hoy. Reyes no tiene quien le lea.»

Sí. Alfonso Reyes ya no tiene quien lo lea. Y no puedo dejar de lamentar que algo muy valioso hemos perdido.

El café de la mañana

Hace dos días, como todas las mañanas, preparé el café en mi cafetera italiana. No puedo hacer la cuenta del tiempo, la memoria no me ayuda, pero tal vez es mi mejor aliada en la cocina desde hace más de veinte años.

Algo extraño sucedió en el proceso de todos los días. Olvidé poner café en la cafetera, y cuando bufó (de una manera extraña) sólo conseguí agua caliente. Me censuré por mi distracción y me apresuré con urgencia a poner café en el depósito de la cafetera para enmendar mi olvido.

Hoy en la mañana me olvidé de poner agua en la cafetera. Es una suerte que no me hubiera alejado mucho de la estufa, el bufido era más extraño (nada amigable, como suele serle cuando el café está listo). No olía a café recién hecho, sino a quemado, a algo expuesto al fuego sin piedad.

Apagué la llama, retiré la cafetera de la estufa, y antes de abrirla (estaba más caliente que nunca, con horribles manchas negras en la superficie plateada) supe cuál era el problema. Tiré el café en grano quemado, la lavé, y volví al procedimiento de cada día, de tantos años.

Hice el café de la mañana con la certeza inefable de que algo no estaba bien. Un día olvido poner el café, y al otro de poner el agua. No acabo de convencerme de que fueron descuidos, de que tengo la cabeza en otra cosa, que inicio algo y antes de acabarlo ya comencé otra acción.

También puedo decirme que es un problema de concentración, me distraigo y no pongo atención en lo que hago, y busco razones como pretextos y justificaciones: lo duro que ha sido el año, los problemas urgentes, lo que tendré que hacer en el día, las vicisitudes de un relato en proceso que me llama y me absorbe con la fuerza inaudita de la ficción.

No puede ser un problema de memoria, me digo. No puede ser que olvide de pronto cómo preparar el café de la mañana, si lo hago con solvencia y casi maestría desde hace tantos años, convencido de que el día no comienza antes de beber una taza.

No sé si debo preocuparme, pero el asunto no me ha dejado en paz en todo el día, sobre todo porque el café que al fin conseguí esta mañana tenía un gusto extraño. Tengo la sospecha de que eché a perder la cafetera, que no oculta las huellas de haber sido expuesta sin piedad al fuego. Guarda un lamentable olor a infortunio, a metal quemado.

Tengo la impresión de que mañana, muy temprano, cuando prepare el café, estaré a prueba, en un momento decisivo. No sé a qué temerle más, si al olvido de los pasos para poner la cafetera o al insufrible sabor del café quemado, a aceite funéreo dice un verso de César Vallejo.

No tengo opción, en ambos casos sé que algo grave ha sucedido, pero desconozco si es sólo un contratiempo o un signo inquietante, tan sutil como oscuro y amargo. También lamentaría haber echado a perder la cafetera, mi mejor aliada en la cocina, desde hace al menos veinte años.