30 de agosto de 2011

Un día marcado por un haz de luz y de alegría

De pronto, de vez en cuando, uno cae en un estado de efervescencia vital, y poco importa la causa, que con frecuencia suele permanecer oculta en los pliegues de la memoria, en las coordenadas del destino y el destiempo. De pronto, uno tiene una certeza absurda, y sé que hoy sería un gran día para recordar un tiempo dichoso con o sin motivo y pasear por el parque y contar las hojas de un árbol, para tomar una copa de vino en una terraza y conversar hasta vislumbrar verdades metafísicas, para bailar un tango y leer poesía o componer una canción, para comer un plato de fabada y andar en bicicleta por un sendero desconocido. De pronto uno recuerda algo y siente un golpe de nostalgia y dulzura. Las razones pueden estar ahí o permanecer ocultas, pero en el fondo no importan. Vislumbrar una tarde poética es una facultad que los hombres no hemos perdido a pesar de la Historia y el desengaño. Hoy podría ser uno de esos días marcados por un haz de luz y de alegría. Sí, es así. Pero uno descubre, de pronto, que ya es tarde.

La memoria y las Memorias de Artur Rubinstein

Michel de Montaigne dice en uno de sus ensayos, no recuerdo en cual, que una de las funciones de la memoria es olvidar. Borges imaginó a Funes, el memorioso, el que nada olvida. Entre esas dos invenciones literarias, está la escritura, la memoria de palabras, los cuadernos de los diarios, los libros de memorias. La escritura es el único antídoto fiable contra el olvido. Si no escribiéramos sabríamos menos de los otros, pero también de nosotros mismos.

Mis años de juventud (Universidad Veracruzana, 2011) son las memorias de Artur Rubinstein, de uno de los más grandes pianistas del siglo XX, redimió y reinventó a su paisano Chopin. Es decir, inventó una nueva manera de tocar su música, que equivale a decir, en parte, de tocar el piano. Rubinstein supo muy pronto que el intérprete debe ser un músico que ennoblece una obra “si es un recreador y no un mero ejecutante”.

Dice Rubinstein en el Prefacio de su libro: “Nunca he llevado un diario” […] “tengo la fortuna de estar dotado de una memoria envidiable, que me permite reconstruir mi larga vida casi día por día.” Al parecer lo recordaba todo, absolutamente de todo, nombres, apellidos, lugares, fechas, anécdotas, conversaciones, a lo largo de seiscientas páginas dedicadas sólo a sus años de juventud.

Nadie recuerda, tal como los narra, todos los detalles de su infancia. Tal vez tenía un pacto con Mefistófeles y en su acuerdo, le dio a Margarita (es decir, un amor incondicional por la vida) un talento endiabladamente excepcional para tocar el piano y una memoria diabólica, digna de un relato de Borges. Thomas Mann llamó a Rubinstein: el “virtuoso dichoso”. Mann sabía cuando un músico tenía pacto con el diablo.

A mí me basta mi desmemoria y la palabra de Michel de Montaigne para saber que nadie recuerda todo lo que ha vivido desde la infancia. Rubinstein dice que recuerda o finge recordar el orden de los sucesos, los contextos, los datos útiles y los otros, los motivos, los detalles mínimos... Nadie se libra de olvidar, sólo Funes, el imaginado por Borges. Por lo tanto, Rubinstein, además de un perfecto pícaro, era un gran mentiroso, pero su libro es tan bueno, tan ameno, que resultó además un buen novelista.

La vida que Rubinstein recuerda, al menos la que escribe, es maravillosa. La cuenta como si fuera una sonata. Yo sé que no fue exactamente así, pero sucede que las cosas son como las recordamos. “La verdad histórica [...] no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió”, nos advierte Borges. La verdad histórica, lo que sucedió en verdad, con el tiempo, es una quimera, se transforma en una obra literaria.

Ahora, en la traducción de Jorge Brash, la prosa, espléndida, fluye ante los ojos como escuchamos una conversación sabrosa, que nos entretiene e interesa. ¿Por qué nos interesan las memorias de un embustero? Por la misma razón por la que nos gusta la ficción. Este libro debe de tener coincidencias asombrosas con los datos biográficos de Artur Rubinstein, pero no le creo al autor que esto sea una autobiografía. Este libro es pura literatura.

22 de agosto de 2011

Irma

No hace mucho estaba entre nosotros. Fue al médico por un problema gástrico, y le encontraron que tenía muy mala una válvula del corazón. Era absolutamente necesaria una cirugía porque corría el riesgo, le dijeron, de sufrir una muerte súbita. Me pregunto si no es deseable, estoicamente, una muerte súbita, hoy o mañana, morir de pronto por un ataque fulminante, que hacerlo lentamente después de una operación inútil, de los días infernales, con daños irreversibles, atada a la cama de un hospital.

Las cosas salieron mal. Terminaron unos días después de la peor manera posible. Alguien nos habló de complicaciones casi increíbles, de una desafortunada sucesión de hechos lamentables, de posible negligencia médica. Todo pasa en un instante. La vida es un gran instante.

Ahora, de pronto, falta Irma. Es difícil hacerle justicia a sus virtudes, es sabido que todos los hombres se redimen al morir, aún los más viles y canallas son entonces un poco menos malos o pecadores. Pero Irma, en verdad, siempre tuvo un gesto amable ante todo y para todos. Era afable y modelo de serenidad y equilibrio. De buen gusto y mesura, de alegría ecuánime, de entusiasmo y vitalidad. No creo que haya ofendido a nadie en su vida. Nunca la escuché quejarse ni la vi contrariarse.

Toleraba mis comentarios rudos con paciencia de santa y sospecho que, mujer de fe, elevaba sus oraciones para que me fueran perdonadas mis opiniones, esas que ella consideraba blasfemas. Pero no era una beata, era una mujer que estaba en el mundo, ahora lo sé, para alegrar la vida de los otros. Ella no quería irse todavía. La suya fue una partida prematura porque daba una lección de cariño, de vida, a cada instante.

Impecable lectora, disfrutaba de la música y del cine (le encantaban las películas italianas). Era la primera en llegar cada miércoles al taller de lectura y acaso la más entusiasta. Siempre se sentaba a mi lado. Ahora la echamos de menos. Las sesiones, sin ella, ya no son lo que eran. No hace mucho, parece mentira, hace un instante, Irma estaba entre nosotros. In memóriam.

21 de agosto de 2011

Una tarjeta postal

He recibido una tarjeta postal. Lo escribo como si dijera: he visto un dinosaurio. Especie en vías de extinción, la tarjeta postal es la más refinada y dulce expresión de la cortesía y la comunicación de una edad que aún no acaba de irse del todo pero su lugar ya ha sido ocupado por cierta nostalgia de una realidad material, que puede tocarse y guardarse, que pertenece a este mundo, y no al limbo del ciberespacio o los discos duros en los que se guardan las tarjetas o los correos electrónicos.

Cuando alguien envía una tarjeta postal ha puesto más que unas líneas y un timbre en un cartón con una imagen: se ha puesto a sí mismo. Por eso recibimos las tarjetas con tanta sorpresa y alegría. Son como un abrazo o una palmada en el hombro.

Una amiga mía me ha enviado una postal desde París. Tiene un mensaje manuscrito, con letra pequeña, muy recta y muy clara, escrito con tinta verde, como si hubiera querido asegurarse de que el domicilio será legible por los carteros y empleados postales de al menos dos países, en ambos lados del océano. La tarjeta postal, que tiene un timbre y un sello, como toda postal que se respete, es una hermosa imagen arbolada de la Biblioteca Nacional de Francia. Mi amiga, investigadora, me dice que ese es el rincón que más frecuenta de París.

Me gustan mucho las postales, las conservo y las procuro como si fuera un coleccionista. Cuando viajo suelo traer a casa unas cuantas de recuerdo del lugar que he visitado. Puedo viajar sin cámara fotográfica porque sé que con unas cuantas postales, que depositaré en el baúl, tendré un recuerdo vivo de ese viaje. Muchos amigos me traen postales de lugares lejanos, y me entretengo mucho en las imágenes, sobre todo si son de lugares que no he visitado.

Una tarjeta postal tiene un toque humano, y me parece increíble que exista un sistema que opera en todo el mundo diseñado para enviar a su destino las tarjetas en las que alguien ha escrito esas pocas palabras, expuestas a las miradas curiosas y entrometidas, en las que apenas cabe poco más que un saludo, una oración ingeniosa, un verso, una cita, un abrazo, un beso, y muy de vez en cuando, una velada declaración de amor.

Me parece que deberíamos enviar más tarjetas postales. Tal vez contribuiríamos un poco, en tiempos de crisis, a activar la economía y a mejorar las relaciones entre los hombres y entre las naciones. Pero en realidad sospecho que las tarjetas postales, en el fondo, son para los románticos y los sentimentales. Para los que vibran de emoción al recibirlas y piensan: “Muy lejos, allá, ese día, en ese instante, pensó en mí”. Yo no sé, a fin de cuentas, por qué me gustan tanto las tarjetas postales.

19 de agosto de 2011

García Lorca

Hace setenta y cinco años asesinaron a un poeta. Lo mataron la ignorancia, la intolerancia, los prejuicios, la sed de sangre, el odio fratricida. Era uno de los más altos poetas de la lengua. Su poesía siguen siendo la alfaguara de la que manan versos perfectos, frescos, sonoros, cegadores, deslumbrantes. García Lorca sólo hay uno, y su obra se ríe del tiempo porque se sabe de agua, tierra, luna, claveles y acero. Nadie sabe dónde están sus restos, en algún paraje de Granada, pero sus poemas están en todas partes, en los libros, en los labios, en la memoria. Ay Federico, contigo se murió un poco de lo mejor de España. Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un andaluz tan claro. Quien dice tu nombre, evoca a la poesía. ¿Quién escribirá tu Llanto, quién cantará tu gloria, en un presente eterno, sólo para vencer a tu muerte, cualquier día, a las cinco de la tarde, a las cinco en punto de la tarde?

18 de agosto de 2011

Otro ejemplar del Quijote

He comprado otro ejemplar. Después de mirar los cuadros expuestos en el Museo Iconográfico del Quijote en la ciudad de Guanajuato, entré a la librería del Museo, hojee la llamada Edición Guanajuato y la compré. Me dije que es una edición exhaustivamente anotada y que valía la pena compararla. Me dije que comparar las diferencias entre los prólogos, las notas y los comentarios de los especialistas también es una forma de conocer el Quijote, de adentrarme en los usos y costumbres, de conocer la lengua y el mundo de Cervantes.

De vuelta a casa, descubro que con este nuevo ejemplar ya tengo veinticuatro. Cuento y vuelvo a contar. Sí, tengo veinticuatro, porque hay uno en mi buró, otro en mi escritorio (una bella edición en octavo menor que me gusta mucho y que ha viajado conmigo en mi bolsillo mucho más allá de La Mancha), uno más en la mesa de la sala de la casa (en dos volúmenes de gran formato, comentado por Martín de Riquer e ilustrado por Antonio Saura) y veintiuno en los estantes de mi pequeña biblioteca (la primera que suelo consultar es la edición del Instituto Cervantes, dirigida por Francisco Rico).

Los libros sobre el Quijote no cuentan, me digo, son otra cosa y todos son distintos (ensayos, estudios generales o especializados en algún tema cervantino, incluso pequeños diccionarios y enciclopedias sobre la novela). Pero tener veinticuatro veces el mismo libro, aunque en diferentes ediciones (todas en español), merece una reflexión y tal vez una justificación conmigo mismo. Por muy diferentes que sean como objetos admito ante el primer leve soplo de sospecha que tal vez son demasiados.

Por fortuna no soy un bibliófilo, pero es cierto que tengo un ejemplar por la belleza de su tipografía, su composición, las capitulares. Conservo otro por los grabados de Doré, y otro más por los de Dalí. E incluso aprecio otro ejemplar por la tipografía y los grabados. Conservo una edición porque incluye, además de las dos partes del Quijote, el texto íntegro, infame e impostor del falso Quijote de Avellaneda. Uno más tiene un mapa casi fantástico de la ruta que siguieron el hidalgo manchego y su escudero. Tengo otro ejemplar que tiene un anexo con los dichos y refranes y frases ingeniosas de Sancho Panza. Otro más lo aprecio porque me lo regaló un amigo, y ahora que lo pienso yo también he regalado un par de ediciones interesantes.

Reviso uno a uno (demorarse con avaricia y entre los libros propios es una de las formas de la dicha, de ejercitar la memoria y la imaginación, de cultivar por unos instantes el arte del recuerdo que se cristaliza imponente en un fragmento de vida) y encuentro que todos esos libros son el mismo y son otro a la vez, cada uno a su manera. Todos contienen el Quijote y algo más. Aunque lo he hecho varias veces, no he leído veinticuatro veces el Quijote; los libros no sólo son para leerse.

Entonces tengo la coartada perfecta para acabar con mi sospecha. Ya puedo decirme que veinticuatro quizá son muchos, puede ser, pero aunque es cierto que no caben ya en el librero, todos son necesarios pues no todos me evocan ni me dicen lo mismo. No soy un coleccionista, me digo, y es cierto, no lo soy, pero de pronto descubro que sólo me falta uno para que sean veinticinco.