30 de octubre de 2009

Los caracoles, la tarde, la lluvia

Después de la lluvia, entre charcos y el frío y el olor a hierba, los caracoles aparecen, aquí y allá, cerca de la puerta, arrastrándose con una dificultad pasmosa que supongo ardua como una penitencia.

¡Qué bichos maravillosos! No sé de dónde vienen, ni adónde van, y eso no importa porque casi nadie en la vida sabe de dónde viene ni adónde va. Lo importante es la marcha, el camino, salir después de la lluvia.

Claro que los caracoles llevan su paraguas, tienda de campaña, su casa encima, lo cual no sé si es una ventaja, pues nada sé de zoología, de los moluscos y mucho menos de la helicicultura. Sólo me detengo a observarlos hasta que nuestros tiempos se rompen en dos dimensiones.

Un minuto de ellos es un día completo para mí. Los miro con la combinación perfecta de la paciencia necesaria propia de la investigación científica y el estupor del que no entiende nada y su asombro bien podría pasar por estulticia.

Pero yo no tengo nada de científico, miro y no entiendo nada, sólo veo caracoles condenados a arrastrarse en condiciones y ritmo literalmente infrahumano. ¡Qué forma más extraña!

Con las manos en las rodillas, la cabeza cerca del suelo, miro y miro y por más que me esfuerzo, muy pronto me distraigo, dejo de mirarlos o pienso en las camisas que no he recogido en la lavandería porque no ha pasado nada o casi nada: han avanzado unos cuantos centímetros hacia quién sabe dónde en muchísimo tiempo caracol.

Vuelvo a mirarlos, me concentro, y compruebo que han avanzado otro centímetro. Algo han conseguido. En cambio, yo sigo allí, así que me voy a mis asuntos, muy contento de haberlos encontrado, de haberlos acompañado un rato, muy atento, con la mirada fija.

Nada sé de ellos, pero sé bien, porque lo he visto otras veces, que pronto algunos serán pateados, pisoteados. Los estúpidos y los canallas son omnipresentes, incluso en las tardes después de la lluvia.

No sé si mis asuntos son más importantes que la marcha de los caracoles, pero haberlos encontrado me produce siempre una emoción, un arrebato de felicidad pura y casi gratuita que no se justifica ni obedece a razones que pueda compartir.

Luego, además, vuelve a mí un pensamiento recurrente: lo fantástico no está en otra galaxia ni en otro tiempo, tampoco en la sobrestimada imaginación ni bajo otras leyes físicas. Por supuesto, esto es algo que saben algunos poetas, como Valéry, y los caracoles.

La inmensa mayoría de los textos llamados fantásticos, la inmensa mayoría de las películas llamadas fantásticas y de ciencia ficción no resisten, palidecen y se desvanecen ante los ojos frescos que miran el mundo nuevo después de una tarde de lluvia, ante los caracoles que tímidamente aparecen en un estado poético puro, como si nada, como si vinieran de otro mundo.

Lo que he visto y lo que he pensado no puedo contarlo por ahí sin riesgo de parecer tonto. A nadie le interesa que vi caracoles cerca de mi puerta, que los encuentro francamente extraños y simpáticos y que iban no sé adónde, que encontrarlos me parece un milagro, lo mejor que me sucederá en toda la tarde, aunque algunos serán pisoteados, y que todo esto no puedo contarlo sin riesgo de parecer un tonto aunque lo sepan algunos poetas.

No puedo decirlo a nadie, me digo, nadie entenderá que fuiste brutalmente feliz esta tarde porque viste caracoles en marcha después de la lluvia. No puedo decirlo a nadie, insisto, entonces me despido, cierro la boca y todo aquello aquí lo escribo.

16 de octubre de 2009

Un ortopedista, el beisbol y la crucifixión

Me lastimé la muñeca de la mano derecha. Fue en un accidente casero. Pensé que mi caída no tendría consecuencias, pero no podía mover la mano sin sentir molestias y, en ciertas posiciones, dolores agudos. Dos días después pedí cita con un ortopedista.

Me recibió un hombre jovial, de inmaculada bata y zapatos blancos. Imaginé que tendría unos treinta y cinco años. Me hizo preguntas, me revisó con mucho tacto los dedos, la muñeca, el antebrazo. Durante toda la consulta no paró de hablar. Muy pronto me enteré que es sonorense, que estudió medicina en Guadalajara, que le gusta mucho el beisbol.

¿Usted juega beisbol? ¿Ha jugado beisbol alguna vez? Lesiones como la suya son comunes entre los peloteros. La pelota viene con una fuerza tremenda, rapidísima, y hay que pegarle duro, enfrentar esa fuerza con otra fuerza igual o mayor porque si no, se dobla la mano. Pegarle bien es muy difícil, hay que estar bien parado, muy atento, mirar al pitcher, fijarse bien en sus movimientos, uno tiene que saber cómo es el lanzamiento para pegarle bien porque la pelota viene girando, puede ser una curva, o una recta…

El beisbol lo tenía loco. ¡Lo que ese hombre daría por pegar un home run! ¡Lo que daría por estar en el home, con las gradas llenas de aficionados como él, con un bat entre las manos en el octavo inning de un juego importantísimo, esperando a que el pitcher le lanzara la pelota que lo llevaría a la gloria! ¡Con qué fuerza le pegaría! ¡La pondría fuera del estadio a una altura increíble!

Mi muñeca adolorida era el gran pretexto para que aquel hombre hablara y hablara de lo que más le gusta en el mundo. Vi su aislamiento y su desdicha en aquel cubículo aséptico, entre paredes blancas desnudas. Cómo le hubiera gustado que yo fuera un beisbolista y le hubiera dicho al llegar a su consultorio que el pitcher me lanzó una curva que venía cerrando muy extraño y entonces no pude pegarle bien pero sentí la fuerza del impacto en mi mano… Él hubiera comprendido de inmediato, esas pelotas que hacen giros extraños pueden provocar lesiones como la suya…

Pero estaba allí, en su cubículo, al que probablemente no había entrado otro paciente en toda la tarde, revisando la mano de un escritor que se cayó en su casa y jamás había jugado al beisbol.

—Usted tiene un desgarre incompleto de la cápsula articular o de los ligamentos, sin rotura, es decir, un esguince, debido a la torcedura violenta y traumática de una articulación.

De pronto, se puso dramático. Hizo una pausa, cambió el tono y me preguntó:

—¿Sabe usted cómo crucificaron a Jesús? —Me quedé helado. Era una pregunta retórica porque no esperaba mi respuesta.

—Los clavos con los que colgaban a los crucificados no los ponían en las palmas de las manos. La carne, los tejidos, se hubieran desgarrado por el peso y el crucificado hubiera terminado por caer al suelo. Los ponían en la muñeca, entre los huesos, aquí.

—¡Ay!

—¿Ya vio? Nomás imagínese. Tóquese usted, ahí, justo por ahí pasaban los clavos. Todos los cuadros que muestran a Cristo crucificado por las palmas están equivocados, es un error histórico y médico, lo tengo muy bien documentado.

Se hacía tarde. Apresuré mi partida, me despedí del doctor, le pague a su asistente y me fui del consultorio con impresiones contradictorias, una receta blanca, la instrucción de tomar unas pastillas y usar una muñequera dos semanas. Cuando llegué a la calle, tomé mi muñeca con la otra mano, aún me dolía, sí, pero de otra manera.

13 de octubre de 2009

Kafka y López Velarde: El arte de la soltería

Vislumbro una figura. Las coincidencias y semejanzas entre Franz Kafka y Ramón López Velarde. Es este un juego sin pretensiones, que sigue de lejos y tenuemente a Plutarco y sus vidas paralelas. Tenían muy poco en común, las diferencias son evidentes y en principio no podrían ser más opuestos: un checo, judío y prosista frente a un mexicano, ferviente católico y poeta.

Sin embargo, sus escritos tienen la fuerza y singularidad de las obras trascendentes, fueron contemporáneos, estudiaron derecho y murieron pronto de enfermedades de las vías respiratorias; sus obras los han sobrevivido y sus nombres son evocados como modelos culturales de ciertos nacionalismos.

Sí, pero esta noche pienso en ellos y en sus amores imposibles, en sus rotundamente complicadas, ambiguas y contradictorias relaciones con las mujeres. Kafka y López Velarde eran solteros profesionales: no paraban de hablar y de planear sus matrimonios, de buscar esposa, pero en cuanto podían daban un paso adelante y dos atrás.

Clientes asiduos de prostíbulos, se enamoraban de mujeres con las que no llegarían a ningún lado y que fueron destinatarias de una correspondencia enorme y magistral en el caso de Kafka (las Cartas a Milena y las Cartas a Felice son obras mayores), y de algunos de los mejores poemas (que exudan culpa y erotismo) de López Velarde.

Ambos se comprometieron y rompieron sus compromisos; ambos tuvieron su gran amor roto: Felice y Fuensanta (dos efes) tienen vida por sí mismas, perennes, y fueron tan importantes en las vidas de nuestros autores y su literatura que aún hoy hablamos de ellas y las reconocemos como personajes literarios. Son porque ellos las escribieron. ¿Tendrán equivalencias Felice Bauer y Margarita Quijano, o alguna otra?

Sí, los dos encarnaban una contradicción vital. Solteros profesionales, empeñados en casarse, hacían todo lo posible para no lograrlo, en una lucha consigo mismos en la que no estaban excluidos el infortunio y el azar. El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza. Para avanzar, necesita ser padre. Y la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas, escribió el poeta.

Kafka y López Velarde no se casaron y no fueron padres. No sé si tenga gracia imaginar a Kafka casado y con hijos (que muy probablemente hubieran muerto en un campo de concentración nazi o soviético), ocupado y preocupado por su condición de padre, o a López Velarde como ejemplar padre católico de sus hijas. Sería muy distinta la figura que de ellos tenemos, e incluso su obra sería distinta. Ellos serían otros para la imagen que la cultura literaria les ha asignado, y acaso sus obras las valoraríamos de otra manera.

Como padres de familia Kafka y López Velarde no son posibles ni en la imaginación. La especulación y aun el chiste de los primeros momentos se disolverían en un instante: ¿Hubiera escrito Kafka una carta al hijo?, ¿negaría López Velarde que el hijo que no tuvo es su verdadera obra maestra? Luego, nada quedaría. Ellos y su obra no serían los mismos.

Kafka y López Velarde, creo que para su fortuna, no fueron maridos ni padres porque no podían serlo. Tengo la impresión de que cada uno sabía que el arte consumado de conservarse soltero, a pesar de sí mismo, era una parte de su obra maestra, por decirlo a la manera del poeta, y en este juego de espejos y constelaciones, si así no hubiera sido, algo muy valioso, al menos para nosotros, se hubiera perdido.

29 de mayo de 2009

La ventana indiscreta (Rear Window)

«Todo el ritmo de la vida pasa por este cristal de mi ventana», podría decir James Stewart, si hubiera leído a León Felipe, en esta vieja película de Alfred Hitchcock que he vuelto a ver con renovado asombro. «Y la muerte también pasa», podría concluir en el papel de ese fotógrafo mirón, indiscreto y un tanto morboso que no hace otra cosa que espiar a sus vecinos y entrometerse en sus vidas, convertido de pronto en uno de los primeros paparazzi de la historia.

En la ventana de este fotógrafo convaleciente (a la que tanto le debe «La noche» de Juan García Ponce), que no deja de mirar, pasa todo sin excluir un homicidio y la maestría intacta de Hitchcock. Y ya que de mirar se trata, pasa también la belleza de Grace Kelly, rotundamente cinematográfica, que muestra su natural y unívoca vocación de princesita y que terminó, como en los cuentos de hadas, convertida en una princesa de verdad, aunque de un principado no más grande que Hollywood pero sí mucho más añejo. Todo pasa en la pantalla tal como todo pasa al través de cualquier ventana.

20 de mayo de 2009

La mandarina es naranja

Una metáfora es a veces la única manera de decir la verdad.
Sobre la mesa yace, natural, cítrica, jugosa, perfecta, rotunda y de color intenso: La mandarina es naranja.

1 de mayo de 2009

El recuerdo de "Últimas tardes con Teresa"

Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso, dice Borges en el prólogo de uno de sus últimos libros, y sus palabras, como un relámpago en la noche, iluminan de pronto el recuerdo de las horas dedicadas a la lectura, al vicio impune, dice Valery Larbaud, de abandonarse al goce de un libro.

En los libros la belleza y la felicidad florecen intactas al contacto de las manos que los abren, que pasan las hojas con golosa avidez, de los ojos que buscan el tesoro prometido, la historia o el pensamiento que acabará por seducirnos para dar forma a un mundo que nada tiene en común con la habitación en que leemos o nuestra vida cotidiana.

Alguien que lee se adentra en un viaje sin retorno hacia sí mismo, inicia un vicio que puede significar su vida. Entregarse a la lectura de un libro, recostado en el sofá, con falsa indolencia, con mucho tiempo por delante, es una de las formas privadas del paraíso a la que tenemos acceso en este mundo, siempre y cuando creamos en el milagro y le permitamos a la imaginación el goce de la libertad.

 Borges decía también que era un lector hedónico, que buscaba emoción en los libros, y que sólo leía aquello que lo hacía feliz. Uno que ha gozado con los libros, sabe que es difícil señalar uno solo y atribuirle el falso privilegio de contener el paraíso, el recuerdo de haber sido feliz entre sus páginas. Ese libro es cada libro si para quien lo lee guarda el goce, el vislumbre de la belleza y la felicidad. La lectura feliz es como la infancia feliz de los adultos, un territorio mítico, un atributo de la vida.

Yo la he sentido muchas veces, pero lo he recordado ahora porque Marsé es Premio Cervantes y tomé del estante el volumen de Últimas tardes con Teresa, con ese fotograma tan sugestivo en la cubierta de esa chica rubia, al volante de su deportivo convertible. Hace muchos años, en una estación de tren de Andalucía, compré mi ejemplar por la cantidad justa de pesetas de que disponía para pagar mis comidas y mis gastos de un día.

Subí al tren, y durante dos o tres días con sus noches, ya no sé, comiendo mal y durmiendo peor, en un vagón de segunda de la Renfe, con gallinas y gitanos, como sacado de un célebre cuento de Juan José Arreola, con el calor implacable del verano, leí enfebrecido, absorto, como si me jugara la vida, la historia del Pijoaparte y de Teresa Serrat, sus amores imposibles, sus diferencias de clase, de ser y de habitar esa Barcelona a la que entré devastado por la lectura y la emoción, a la que sólo pude ver desde la novela, desde la felicidad inasible que guardé para siempre entre las páginas del libro.

Abro el libro, lo hojeo, pico un poco con los ojos aquí y allá. El regusto de aquella lectura sigue intacto. El encantamiento no ha cesado. Pero no quiero desafiar a los dioses. No debo aspirar dos veces a la misma felicidad, a mirar dos veces el mismo amanecer, a escuchar dos veces por primera vez una sonata amada, a volver con la misma dicha a la lectura perfecta de esa novela, que aún siento viva, y cuyo recuerdo no ha cesado de alumbrarme.

12 de abril de 2009

Navegar o escribir es necesario

La Odisea es tal vez la más antigua y célebre de las historias del mar y de sus hombres, esos intrépidos marinos que son los grandes héroes de cierta literatura de aventuras. Homero, Defoe, Conrad, Melville, Stevenson, Salgari, Verne, nos han hecho soñar con el mar, con los barcos, con travesías impensables y aventuras de novela, con tesoros, piratas, naufragios, islas misteriosas, animales y seres fantásticos.

Para los lectores de tierra adentro las novelas náuticas eran el resquicio por el que se llegaba a cubierta y se escudriñaba con un catalejo imaginario desde un puente también inexistente el horizonte. Navegar es necesario, vivir no lo es, decía Pompeyo, y su sentencia es norma no sólo para marinos, sino también para los entusiastas de un género que no los ha abandonado a pesar de dejar atrás la primera o la segunda juventud.

Para algunos de ellos, Patrick O'Brian es el célebre autor de algunas de las mejores novelas náuticas británicas, que ya es decir, en las que se celebra con toda la flema y romanticismo que el tema merece las glorias y hazañas de una armada imperial. La precisión de las descripciones de las maniobras de los barcos, de los marineros haciendo nudos, izando y arriando velas, era modelo literario y alarde técnico que sólo podía realizar un viejo lobo de mar, un héroe al servicio de su majestad.

Al menos eso pensaban marinos y lectores, pero ahora, una biografía viene a decir que Patrick O'Brian se llamaba en realidad Richard Patrick Russ, que era un impostor, que jamás navegó ni fue admitido en la Royal Navy, que no sabía hacer nudos marineros, que se inventó un pasado glorioso que nunca tuvo.

La biografía puede decir la verdad, pero no le quita mérito a las hazañas literarias de O'Brian, aun antes las mejoran. Para algunos O'Brian es un impostor, pero la literatura no es la vida, tampoco la autobiografía del que escribe, acaso lo sea en un sentido aristotélico y esa falsa autobiografía narraría la vida que debió ser o podría haber sido o la que le hubiera gustado vivir al autor.

O'Brian navegó aunque nunca haya navegado, fue un marino literario al que algunos almirantes leen con una mezcla de admiración, envidia y asombro. Sí, navegar o escribir es necesario.

27 de marzo de 2009

El Vesubio y los frescos eróticos de Pompeya

En una de sus célebres cartas, Plinio el Joven le cuenta a Tácito cómo el Vesubio hizo erupción, en el año 79 después de Cristo. Víctima de lo que hoy podríamos llamar una curiosidad científica excesiva, su tío, Plinio el Viejo, naturalista con imaginación de narrador de literatura fantástica, se acercó y murió asfixiado al inhalar los gases venenosos que arrojaba el volcán.

"Cuando comenzó a volver la luz (y esto sólo fue tres días después) —dice Plinio en su epístola—, se encontró en el mismo punto su cadáver entero, cubierto por la misma ropa que llevaba al morir, y más en la posición de hombre que descansaba que en la de muerto."

Herculano y Pompeya fueron sepultadas por la ceniza y la lava. Pero el Vesubio, amante de la arquitectura y del arte, conservó los muros y las columnas y no pocos utensilios y objetos de los pompeyanos al tiempo que destruyó la vida de las ciudades y la de sus habitantes.

Bajo toneladas de materia volcánica, Pompeya y Herculano guardaron en silencio los restos de su grandeza, sus secretos humanos, sus tesoros, hasta que en el siglo XVIII fueron reencontradas las ruinas y se inició una recuperación arqueológica que aún no ha terminado.

En Pompeya, imponente ciudad fantasma, el viajero camina por calles empedradas y visita casas, palacios y un anfiteatro que seguramente no existirían debido a las guerras, el tiempo, la especulación inmobiliaria, la sistemática destrucción de las ciudades en nombre de la modernidad y su imperiosa contumacia de levantar edificios lamentables.

De entre esas ruinas, de esas piedras que fueron hombres, se levantan muros con magníficos frescos de colores muy vivos, pinturas con temas de rituales dionisíacos, muy ilustrativos sobre la vida cotidiana y las costumbres e ideas de los romanos sobre el placer.

Medio siglo después de descubiertas, desde diciembre del año dos mil uno, una vez restauradas, el curioso puede visitar las Termas Suburbanas de Pompeya, baños públicos con pinturas de inequívoco erotismo, tan explícitas que no dejan de escandalizar a las buenas conciencias.

Nada nuevo bajo el sol, pero uno sospecha que la censura y la intolerancia hubieran sido a lo largo de los siglos más nocivas para esas pinturas que el tiempo y la erupción del volcán. Si no fuera por el Vesubio, oh paradoja, por su lava protectora, que no quede la menor duda, esos frescos hace mucho que no existirían.

27 de febrero de 2009

Borges y la imposibilidad de la biografía

Nadie se resigna a escribir la biografía
literaria de un escritor.
Jorge Luis Borges


Edwin Williamson escribió una biografía no exenta de mérito en la que las vicisitudes de la vida de Borges tienen relevancia si encuentran su lugar en la obra de Borges. Esta peculiaridad que no es del todo original ofrece una ventaja: la obra explica la vida, que es el sentido correcto de la relación entre la obra y la vida de un escritor. Los textos de Borges tendrían una correspondencia con los hechos y actos más significativos de su vida.

Así, Pierre Menard, autor del Quijote, sería la respuesta de Borges a la petición de su padre de que le reescriba una novela fallida. El padre quería que el hijo lo redimiera del fracaso literario. Borges comprendió que si reescribía esa novela estaría aniquilando al autor y cualquiera podría ser el autor de cualquier obra; El Aleph sería la respuesta literaria al fracaso amoroso. Algunas de las más celebres y representativas ficciones de Borges serían la expresión cifrada, simbólica, de los hechos relevantes de su vida. Borges, según Williamson, envolvía en su poderosa imaginación las penas, casi siempre las penas, porque tuvo pocas alegrías en su vida.

Para Williamson, las obras de Borges, que nos seducen por su autonomía y originalidad, serían en realidad una biografía de ficción. "Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía", escribió Borges. Una biografía es una novela. Una autobiografía es una obscenidad.

Borges fue un espléndido personaje de sí mismo. Borges es un personaje tan nítido, tan logrado, tan reconocible, como cualquier grabado de Don Quijote. Autores varios podrían pergeñar novelas (y falsas novelas: autobiografías) con él como protagonista y acaso conseguirían Borges verosímiles y convincentes. Menos pretencioso sería imaginar una colección de las tantas anécdotas que se dicen sobre Borges, y poco importa que sean verídicas, históricas, o apócrifas. Existe Borges y lo borgiano como el Soneto y los sonetos.

“La verdad histórica [...] no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió." "Notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es simple: no sabemos qué cosa es el universo.” Lo mismo puede decirse de una vida.

En El idioma analítico de John Wilkins (las enciclopedias dicen que vivió en Inglaterra entre 1614 y 1672, creó una lengua sintética y fue cuñado de Oliver Cromwell, “meras circunstancias biográficas”; cuyo artículo fue suprimido en la decimocuarta edición de la Encyclopaedia britannica) se menciona cierta enciclopedia china que divide a los animales en “(a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas." Admirable, así lo consideró Michel Foucault y dio pie a Las palabras y las cosas, pero falta al menos un orden o clasificación: los que imaginó Jorge Luis Borges.

Si un lenguaje es un código inventado y el universo un modelo, una representación, aprehender una vida con el lenguaje, código arbitrario en el que las palabras no son las cosas, es una tarea imposible. La cultura y la realidad son fantásticas porque podemos aspirar a vislumbrar, pero no explicar y conocer las razones y los desvelos, el río interno, el sentir de una vida. ¿Cómo fijar una vida si existe una concepción borgiana de la realidad?

De aquella serie de anécdotas me viene una a la memoria: Borges se sube a un taxi en Buenos Aires y el chofer le pregunta:
   −¿De casualidad no es usted Borges?
Borges respondió o hubiera respondido o hubiera podido responder:
   −No sé si de casualidad, pero yo soy Borges.

20 de febrero de 2009

Los objetos

Uno a uno se amontonan en la mesa. Tímidos se agolpan y se enciman para permanecer muy juntos, como ciertas especies cuya condición gregaria salta a la vista. Pero los objetos que se acomodan en la mesa no pertenecen a la misma especie ni a la misma orden ni al mismo grupo, tienen en común que salen de mis bolsillos y los llevo a todas partes, algunos aun en contra de mi voluntad.

Pero cómo salir sin las llaves de la casa, las del despacho y las del coche. La cartera es indispensable, en ella guardo algunos billetes, credenciales, licencias y la foto de Alana; también tengo un portamonedas, utilísimo objeto que he empezado a usar hace poco y que por su ausencia se me han perforado varios bolsillos de los pantalones.

También encuentra su lugar en la mesa y entre mis ropas un pañuelo y una pluma y no pocas veces un lápiz y casi nunca falta una agenda y una libreta pequeña para tomar apuntes. También aparece sobre la mesa una receta o la nota de la tintorería, una tarjeta de visita que alguien acaba de darme, un papelito con un número de teléfono, un botón que se ha desprendido, un par de aspirinas y hasta un peine.

No pocas veces he encontrado un clip, un caramelo de café y un libro de bolsillo, que hace un bulto perfecto y deforma el saco de manera impecable. En otros tiempos, también aparecían infaltables los cigarrillos y un encendedor, y ahora se ha sumado un pequeño monstruo, un sonoro impertinente llamado teléfono.

Al llegar a casa, me quito el reloj y los zapatos, uno a uno saco los objetos y los miro asombrado: son, a su manera, una embajada de mí mismo, me representan y conforman. Sin ellos no puedo ir por el mundo, pero al llegar a casa, su utilidad se desvanece y se quedan muy quietos, amontonados, esperándome, en una orilla de la mesa.

13 de febrero de 2009

El humo, la espuma, las palabras

En el vigésimo cuarto canto del Inferno, Dante Alighieri, acaso el más alto poeta de Occidente, dijo alguna vez Octavio Paz, escribió hace siete siglos bien contados: Omai convien che tu così ti spoltre, / Disse il Maestro, chè, seggendo in piuma, / In fama non si vien, nè sotto coltre: / Senza la qual chi sua vita consuma, / Cotal vestigio in terra di sè lascia, / Qual fumo in aere od in acqua la schiuma.*

Estos versos, puestos en boca de Virgilio, bien pueden ser un lema, una divisa, la fuente del numen y de la persistencia de un poeta en su trabajo; sin duda lo fueron del gran florentino en su esfuerzo por alcanzar la gloria. (También don Quijote en sus caballerescas aventuras buscaba la fama, que es otra forma de aspirar a la inmortalidad.)

Para la grave empresa de resistir la erosión del tiempo los poetas eligieron las palabras, que a veces son duras y pétreas, marmóreas, pero las más de las veces tan frágiles y efímeras, tan maleables y misteriosas, tan ligeras y aladas en el aire como el humo, y tan esquivas, frescas e instantáneas como la espuma en el agua. ¿De qué están hechos, oh Poeta, el tiempo, la fama, el humo, la espuma, las palabras?


* "Pues te conviene, tu pereza espanta", / dijo el maestro, "que en la blanda pluma / fama no has de ganar, ni so la manta: / quien sin ganarla su vida consuma / igual vestigio dejará en la tierra / que humo en el aire y en el agua espuma". (Versión de Ángel Crespo.)

6 de febrero de 2009

El directorio telefónico

En un directorio telefónico personal encuentro dos nombres de personas que no recuerdo, hago un ejercicio de memoria, me esfuerzo un poco más, es inútil, no sé quiénes son. Hojeo la gastada libreta y encuentro un tercer nombre de alguien que no puedo recordar.

Veo el nombre de alguien que ha muerto ya, hace uno o dos años, doy con los nombres de mucha gente que no frecuento desde hace mucho tiempo, con la que perdí contacto tal vez sin razón, o por alguna tan vaga que ya no la recuerdo. Dice Montaigne que una ventaja de la mala memoria consiste en recordar menos las ofensas recibidas.

De pronto, uno se da cuenta de la fragilidad de tantas relaciones profesionales, que el tiempo erosiona las amistades escolares que alguna vez pensamos eternas, que uno cambia de afectos, de gustos e intereses y que esos cambios, ineluctables, nos acercan y alejan de personas en un ir y venir de encuentros afortunados y rupturas lamentables sin fin.

Hojeo mi directorio y encuentro el nombre de alguien que me gustaría mucho ver, saber de su vida, y este entusiasmo queda de pronto en entredicho pues no he marcado en años las cifras que darían paso a su voz y sus palabras.

De pronto, un directorio telefónico personal se convierte en una suerte de inventario de proyectos inconclusos, de amores frustrados, de amistades truncadas y afectos no expresados, en un listado de testigos de nuestros esfuerzos y sueños, nuestros estudios y negocios en algún momento de nuestra vida.

Un directorio telefónico es una suerte de biografía cifrada en los nombres en él inscritos, los de las personas que de cerca o de lejos rodean al poseedor y lento hacedor de esa guía. Cada persona que tiene un directorio telefónico es el centro de un sistema en el que otros, algunos que jamás se acercarían ni cruzarían entre sí, encuentran un acomodo inverosímil en ese directorio, en la vida de alguien que urde una trama secreta.

Paul Auster ha imaginado en una novela que alguien encuentra un directorio telefónico de un desconocido y que con los testimonios de los hombres y mujeres cuyos nombres aparecen inscritos, hacer un retrato en ausencia, un perfil del propietario de la libreta.

Habría que reducir al mínimo el número de nombres que uno inscribe en los directorios telefónicos. No hay desatención ni desprecio alguno en esta afirmación, sólo un gesto pragmático sustentado en la experiencia. En ese directorio están los nombres de mucha gente con la que uno no volverá a hablar, tantos números telefónicos que uno no marcará jamás, que no es mala idea anotarlos con lápiz.

Así, mientras algunas personas entran a nuestras vidas y nuestro directorio, sin mirar atrás, otras van quedando fuera, y uno podría, por fidelidad no al recuerdo sino a la coherencia, borrarlas en un instante.