En un directorio telefónico personal encuentro dos nombres de personas que no recuerdo, hago un ejercicio de memoria, me esfuerzo un poco más, es inútil, no sé quiénes son. Hojeo la gastada libreta y encuentro un tercer nombre de alguien que no puedo recordar.
Veo el nombre de alguien que ha muerto ya, hace uno o dos años, doy con los nombres de mucha gente que no frecuento desde hace mucho tiempo, con la que perdí contacto tal vez sin razón, o por alguna tan vaga que ya no la recuerdo. Dice Montaigne que una ventaja de la mala memoria consiste en recordar menos las ofensas recibidas.
De pronto, uno se da cuenta de la fragilidad de tantas relaciones profesionales, que el tiempo erosiona las amistades escolares que alguna vez pensamos eternas, que uno cambia de afectos, de gustos e intereses y que esos cambios, ineluctables, nos acercan y alejan de personas en un ir y venir de encuentros afortunados y rupturas lamentables sin fin.
Hojeo mi directorio y encuentro el nombre de alguien que me gustaría mucho ver, saber de su vida, y este entusiasmo queda de pronto en entredicho pues no he marcado en años las cifras que darían paso a su voz y sus palabras.
De pronto, un directorio telefónico personal se convierte en una suerte de inventario de proyectos inconclusos, de amores frustrados, de amistades truncadas y afectos no expresados, en un listado de testigos de nuestros esfuerzos y sueños, nuestros estudios y negocios en algún momento de nuestra vida.
Un directorio telefónico es una suerte de biografía cifrada en los nombres en él inscritos, los de las personas que de cerca o de lejos rodean al poseedor y lento hacedor de esa guía. Cada persona que tiene un directorio telefónico es el centro de un sistema en el que otros, algunos que jamás se acercarían ni cruzarían entre sí, encuentran un acomodo inverosímil en ese directorio, en la vida de alguien que urde una trama secreta.
Paul Auster ha imaginado en una novela que alguien encuentra un directorio telefónico de un desconocido y que con los testimonios de los hombres y mujeres cuyos nombres aparecen inscritos, hacer un retrato en ausencia, un perfil del propietario de la libreta.
Habría que reducir al mínimo el número de nombres que uno inscribe en los directorios telefónicos. No hay desatención ni desprecio alguno en esta afirmación, sólo un gesto pragmático sustentado en la experiencia. En ese directorio están los nombres de mucha gente con la que uno no volverá a hablar, tantos números telefónicos que uno no marcará jamás, que no es mala idea anotarlos con lápiz.
Así, mientras algunas personas entran a nuestras vidas y nuestro directorio, sin mirar atrás, otras van quedando fuera, y uno podría, por fidelidad no al recuerdo sino a la coherencia, borrarlas en un instante.