31 de diciembre de 2021

Maneras de leer

Algunos lectores devoran libros, uno tras otro, con apetito insaciable. Los peores se jactan de sus hazañas como proezas olímpicas: «Yo me leo una novela de quinientas páginas en dos o tres noches.» No los envidio, siento una mezcla de admiración e incredulidad y me pregunto si habrán leído o paseado los ojos por las páginas; yo antes que leer más rápido, quisiera leer mejor.

Hace tiempo se impuso una tendencia a oponer la lentitud a la rapidez. La comida lenta frente a la comida rápida, etcétera. Me inclino por la lentitud si la comida y la lectura son mejores. Henry Miller narra en Sexus, a partir de sus amigos, sobre dos maneras de leer. Una cita, en la versión de Carlos Manzano:

«Roy Hamilton avanzaba milímetro, por decirlo así, deteniéndose en una frase durante días o semanas. A veces tardaba un año o dos en acabar un libro breve, pero, cuando lo había acabado, parecía haber aumentado un codo de estatura. Para él, media docena de libros eran suficientes para suministrarle alimento espiritual para el resto de su vida. Para él, las ideas eran cosas vivas, como lo eran para Louis Lambert. Tras haber acabado de leer un libro, daba la impresión absolutamente real de conocer todos los libros. Pensaba y vivía un libro desde la primera página hasta la última, y emergía de la experiencia con un ser nuevo y exaltado. Era lo contrario mismo del erudito, cuya estatura disminuye con cada libro que lee. Para él, los libros eran lo que el yoga es para quien busca en serio la verdad: le ayudaban a unirse con Dios.

«En cambio, Arthur Raymond daba la falsa impresión de devorar el contenido de un libro. Leía con atención muscular. Al menos eso era lo que yo imaginaba, al observar el efecto que surtía en él. Leía como una esponja, atento a observar los pensamientos del autor. Su única preocupación era absorber, asimilar, redistribuir. Era un vándalo. Cada libro nuevo era una nueva conquista. Los libros fortalecían su yo. No crecía, se henchía de orgullo y arrogancia. Buscaba corroboraciones para lanzarse con ímpetu y dar batalla. No se permitía a sí mismo darse por vencido. Puede que rindiera homenaje al autor que admiraba, pero nunca doblaba la rodilla. Se mantenía inquebrantable e inflexible; su concha se volvía cada vez más espesa.»

Dos maneras de leer. Una, minuciosa, cuidada, apolínea, en busca del santo grial de esa escritura. La otra, feroz, salvaje, un asalto al libro para apoderarse del botín. Kafka, que cultivaba la primera manera, creía que un libro debería movernos, sacudirnos, herirnos, despertarnos de un golpe en la cabeza. Es imposible encontrar y leer en la vida cientos de esos libros. La segunda manera de leer permite absorber y consumir cientos, en algunos casos mil o dos mil libros.  

Me pregunto si el lector total rompe sus propias marcas a costa de su vida. Es posible que así sea, salvo que haya identificado el acto de leer y gozar sus lecturas con la vida misma. ¿Tiene sentido leer mil libros en la vida? La respuesta es personal e intransferible, pero sin la lectura de ese número indeterminado y siempre cambiante de libros la vida y el mundo sería más planos, más grises: los libros nos enseñan a mirar el mundo, a mirar en nosotros mismos.

Habrá otras maneras de leer, pero serán puntos intermedios entre estas. «Descifrar» una obra de ficción, entendido como conocer las vicisitudes de la trama apenas vale la pena, demorarse en un libro único en busca de la Verdad, puede ser el origen de fundamentalismos e intolerancias. 

Pero tal vez todos los lectores, lean como lean, reconocerán que la lectura es un placer continuo y por hacerse. Un camino, que entre más se camina más se quiere caminar, que entre más se anda, más se quiere andar; y entre más se sabe, más se quiere aprender; entre más se disfruta, más se quiere disfrutar. La lectura puede ser contagiosa (los niños leen si sus padres o tutores lo hacen), y ejercerla, no debemos olvidarlo, es un acto libre y soberano, de rebeldía y liberación; y también, claro, leer es, como decía Valery Larbaud, ejercer el «vicio impune».

30 de diciembre de 2021

Elementos

Antes de ti, el aire
Después de ti, el agua
En ti, la tierra
Contigo, el fuego.

29 de diciembre de 2021

Misántropo

Mi primer cuento, un engendro imposible y adolescente, trataba de un hombre que, por error, se sube a otro coche que no es el suyo. Es un ciudadano ejemplar, trabajador, honrado, padre de familia... Aterrado porque se ha robado un coche, y ante la posibilidad del escándalo y sus terribles consecuencias huye en el coche idéntico al suyo, lo abandona en una carretera y se pierde en alguna ciudad lejana y no puede volver a su casa porque piensa que la policía lo busca y lo encerrará en una cárcel.

La idea de desaparecer de pronto (en realidad, de cambiar de vida) es seductora. Cambiar de nombre, de oficio, de ciudad, tal vez de país. Todos conocemos el cuento del hombre que sale a comprar cigarrillos y tarda veinte años en volver, si es que vuelve. El cuento tiene versiones: una dice que se muda a una calle de su casa para observar cómo es la vida de los suyos sin él; otros dicen que huye en fuga sin remedio. El regreso, después de muchos años, con una cajetilla en la mano es muy poco probable.  

Yo conozco dos casos. Hombres que se alejaron poco a poco de sus familiares (hermanos, tíos, primos) hasta un día desaparecer del todo. Patrick McDermott, pareja de la cantante Olivia Newton-John, desapareció en 2005; doce años después fue encontrado en una aldea, junto a una playa del océano Pacífico en México. Al parecer, cuando huyó tenía graves problemas económicos, rompió con todo y consiguió empleo en un yate de turismo.

Volverse ermitaño es otra forma de desaparecer, de dejar atrás a la familia y las comodidades y el bienestar de las ciudades. Ken Smith, británico, ha vivido durante cuarenta años solo, sin electricidad y agua corriente en una cabaña de madera en las orillas de un lago remoto en las Highlands de Escocia. No hay un camino para llegar al lago, y la cabaña está a dos horas a pie de la carretera más cercana.  Smith pesca, recolecta frutos, recoge leña y lava su ropa al aire libre. En invierno hace mucho frío y las condiciones son muy adversas. Tiene 75 años. 

Dice que la suya es una vida agradable, que «todo el mundo desearía hacerla, pero nadie lo hace». Es una pena que no sepamos más de su vida. Antes que saber los detalles de cómo ha conseguido sobrevivir, me interesaría preguntarle por sus motivos, de las razones profundas que lo han llevado a ese aislamiento (ensimismamiento) casi inverosímil. 

Somos seres gregarios, luchamos con desesperación para buscar al otro, a una pareja, una familia, una tribu. Por eso Ken Smith es tan extraño. ¿Pensará volver al trato con los hombres al menos para tener un entierro, una cristiana sepultura? Tal vez este punto lo tenga sin cuidado, es posible que piense quedarse y morir en el bosque, y luego desaparecer por los elementos y la fauna en el bosque: hacerse parte del bosque. ¿Qué le habrá sucedido para volverse un solitario, para vivir en la absoluta soledad como el ermitaño total. No lo sé, quizá, por alguna razón muy honda, estamos ante el gran misántropo. Habría que escribirlo con mayúscula. El modelo coherente y perfecto de la misantropía. 

28 de diciembre de 2021

Ojos de jade

Esa mujer tiene ojos de jade que rasgan la luz como puñales de fuego.
Temibles como fantasmas, me sorprenden en todas partes:
mirándome en ellos me asalta lo no vivido. 

Ojos de piedra, de troncos y pétalos, de agua y barro.
Ojos metálicos, de aire y rayo: diría que siempre están conmigo.
Desde los míos miro el mundo y apenas lo entiendo.
Desde los suyos, iluminado, contemplo el fuego, y sé de los bosques,
los ríos, los colores, los niños. Con ellos descifro los libros.

Su mirada tiene el color de la piedra, del musgo, del verdín,
de los árboles en los que cantan los pájaros.
Su mirada resguarda destellos del otoño, que deslumbran de lejos,
y en sus cabellos crecen y huelen flores invisibles.
Podría encender una guitarra en una noche sin luna
e iluminar los objetos en que se posa. 
(En un cambio de luces podría deslumbrar a un conductor sorprendido.)

Esa mujer tiene los ojos de un gatito, de un tigre, de todos los felinos, 
como de un ser fabuloso, de un pájaro tropical, del aguacate maduro,
del césped y las uvas en pleno verano.
Hay una luz incandescente en su mirada, una que perturba. 
No es fácil sobrevivir a esa mirada, que imanta mi brújula,
empaña la visión, rompe los espejos y aniquila el sueño.
A medianoche, con los ojos cerrados, se encienden ante mí 
como antorchas gemelas, fuentes de luz y desasosiego.
Abro los míos y los cierro, en la vigilia y en el sueño
están frente a mí, ardientes, perennes, como dos guerreros de fuego.

27 de diciembre de 2021

La basura

En mi calle viven vecinos de muy diversa condición. Hay casas muy hermosas, con enredaderas y ventanas afrancesadas; De otras sólo se ve una puerta no muy vistosa y bardas enormes encaladas que dan la vuelta a la otra calle. Otras son de clase media, y otras se muestran como la expresión más dura de la pobreza. Sin salir de mi barrio (formalmente un «pueblo originario»), al sur de la Ciudad de México, es posible palpar la desigualdad en el ingreso y heterogénea y diversa que es la sociedad.


Los estudiosos de la ciencias sociales usan diversos indicadores para medir la pobreza. En los censos y encuestas, el personal del instituto de estadística hace preguntas que en algunos sectores o lugares del país pueden parecer absurdas.

Para medir la riqueza (sí, la pobreza y la riqueza se miden, y puede haber tantos criterios para ellos como observadores y analistas), son recurrentes las preguntas: ¿usted guisa y evacúa en la misma habitación? ¿Tiene agua corriente? ¿Cuántos focos o bombillas hay en la casa? ¿El suelo es algún material o de tierra? ¿Tiene un radio? ¿Tiene teléfono? ¿Tiene televisor?

Supongo que ahora se preguntara cuántos teléfonos celulares hay en esa casa, cuántas computadoras y tabletas, y podrían preguntar si la conexión de luz e internet es legal. Los indicadores y niveles socioeconómicos son sorprendentes. Y las prioridades: algunas personas tienen un teléfono celular de alta gama, como se dice con toda elegancia, cuando casi podrían estar formados en la fila de los indigentes para recibir una despensa familiar.

Se me ocurre, y pongo al disposición de los estudiosos, científicos e instituciones que de esto se ocupan, que se considere el indicador basura. Medir la pobreza por lo que las personas desechan. Es impresionante lo que se puede encontrar. La basura dice mucho de quien la tira, de su educación, ingreso y estilo de vida.

Entre mis diversos vecinos, algunos desechan muchas botellas de plástico, sobre todo de refrescos; también muchas cajas de cartón y empaques de alimentos procesados. Otros, sacan basura (ya la bolsa o caja dice mucho) de productos de lujo (electrodomésticos, zapatos, ropa de tiendas caras), en otros apenas veo, en simple inspección al pasear por mi calle,  sobre todo de residuos orgánicos. 

Dos casos. En la esquina, hacia el sur, hay una casa en al que viven dos mujeres, una anciana, que debe estar muy cerca de la pobreza absoluta desde cualquier criterio; y a tres casas de la mía, vive una familia de la que no sé nada, por extraño que parezca, que saca la basura en un práctico y moderno contenedor, que los lunes en la mañana aparece lleno de desperdicios (los fines de semana no hay recolección del basurero), y con frecuencia al pie del contenedor cajas y bolsas con más basura. Yo puedo calcular, de una mirada, a juzgar por las botellas de whisky single malt y vinos finos, entre otras envolturas, que la fiesta de fin de semana fue un banquete de lujo, y que el gasto de esa fiesta fue mayor, por mucho, al ingreso de la casa de la casa de la esquina.

Dime qué tiras y te diré quién eres, podría ser la frase de la propuesta. Está claro que ésta no sirve para acabar con la pobreza, ni siquiera mitigarla, pero medir la basura puede ser un indicador más de enorme utilidad. Si bien me ubico en la clase media que tiende a empobrecerse en los últimos tiempos, dan ganas de envolver bien la basura, para ocultar un poco las enormes desigualdades.

26 de diciembre de 2021

Flaubert no es Madame Bovary

Yo no soy madame Bovary, pudo haber dicho Flaubert. Pero también pudo haber dicho: Yo he sido todos y cada uno de mis personajes, y esa es la verdad. Al menos mientras escribe el pasaje o la página que habitará por siempre ese personaje, el novelista tiene que comprenderlo y hacerlo vivir. 

Se ha escrito y se ha dicho y se repite como una verdad conocida que Gustave Flaubert dijo, orondo: «Madame Bovary c'est moi.» Es una verdad sagrada que nadie ha sabido nunca de dónde ha salido. 

Hoy sabemos, gracias a Alberto Paredes, «Madame Bovary soy yo»: el origen de esta atribución infundada,* entre otros, que no viene de ningún lado porque Flaubert nunca la escribió y muy probablemente nunca la dijo. No existe una referencia, no existe una prueba. Lo que Paredes difunde en su ensayo es el origen de esta atribución, lío o malentendido: 

«Es una atribución de cuarta mano: Flaubert le habría dicho a Bosquet quien se lo habrá dicho a De Launay quien se lo comunicó a Descharmes para que éste lo pusiera en caracteres de imprenta por la primera y virginal vez. Así nació la exuberante enredadera. Traduzco a continuación el desmentido “oficial” por parte de Yvan Leclerc, erudito flaubertiano, responsable del Centro de Estudios Flaubert de la Universidad de Rouen (la tierra de Flaubert) y editor de numerosas obras de y sobre Flaubert:

«"La cita Madame Bovary, c’est moi" no se encuentra ni en la Correspondencia ni en las obras de Flaubert. Figura en nota del libro de René Descharmes, Flaubert. Sa vie, son caractère et ses idées avant 1857, Ferroud, 1919, p 103:

«"Una persona que conoció muy íntimamente a Mlle Amélie Bosquet, que se correspondía con Flaubert, me contó hace poco que cuando Mlle Bosquet preguntó al novelista de dónde había sacado el personaje de Mme Bovary, él habrá respondido muy claramente, repitiendo varias veces: Mme Bovary, c’est moi! – D’après moi".

«La persona en cuestión sería el Sr. E. de Launay, quien vivía en el 31 de la rue Belechasse, lo anterior a partir de una nota manuscrita de René Descharmes (custodiada por la Bibliothèque national de France: N.A.F., 23.839 f° 342).»** 

Dice Paredes, con razón: «Gracias al excelente trabajo de Yvan Leclerc, al menos desde 2001 está completamente identificada no sólo la falta de fundamento sobre que Flaubert sea el responsable de la expresión (lo que es noticia vieja en las filas flaubertianas), sino también la fuente de la declaración: por Leclerc sabemos que René Descharmes le colgó el milagrito. Supongamos que era un hombre bien intencionado… pero con buenas intenciones no forzosamente se arrojan luces sobre los grandes escritores». 

Es casi una pena saber que en Flaubert no habitaba el corazón o el alma de Emma, que son dos de las lecturas más comunes. No sé si este asunto estaría mejor con la célebre frase, el engaño que tanto ha perdurado y no cesa de crecer, de difundirse. Pero en el mundo hay académicos y especialistas (en Flaubert y en cualquier otro autor o tema) que se empeñan, en arruinar las suposiciones, mentiras y malentendidos en nombre de la literatura y la verdad.

___________________

22 de diciembre de 2021

Lavinia

Para LB

Ursula K. Le Guin, señora de la fantasía y la ciencia ficción, dedicó su última novela a la poesía, al mito, a un personaje entrañable. Lavinia (Minotauro) es su despedida de la ficción, de la escritura especulativa, una obra escrita cerca de los ochenta años, lo cual demuestra, una vez más, que un novelista puede desplegar su arte y ejercer su oficio con maestría en la vejez.  

Lavinia, para Virgilio, es un personaje intrascendente de la Eneida. En el monumental poema tiene once menciones, pero nunca habla ni tiene una acción relevante. Hija de Latino y Amata, reyes de Lacio, está destinada a ser la esposa latina, «italiana», de Eneas y, como madre de Silvio, un eslabón más de la cadena de la estirpe que fundó míticamente Roma. 

Para Ursula, Lavinia es al comenzar la novela una niña que corre por los campos y los bosques y, con el prodigio del tiempo en la novela, se hace una muchacha que toma el control de su vida y su destino, se enfrenta a su madre, acepta y decide su destino. Hija, esposa y madre de reyes, cumple su función histórica y su proyecto con inteligencia, audacia, cariño y entrega. Sabe muy bien quién es y lo que tiene que hacer, y nada la aparta de su camino. Sí, Lavinia es un personaje admirable; hoy podría decirse que una mujer empoderada (esta novela, falsamente histórica, también admite una lectura feminista).

Ursula sigue con apego los hechos de los últimos seis cantos de la Eneida. Si fidelidad a la narración del poema es impecable, pero, admite: «Mi deseo era seguir a Virgilio, no mejorarlo ni reprobarlo. Pero la propia Lavinia a veces insistía en que el poeta estaba equivocado. En el color de su pelo, por ejemplo. Y como soy novelista, y prolija, amplié, interpreté y rellené muchos rincones de su frugal y espléndida historia.» ¡Vaya! De no decir palabra alguna en la Eneida a corregirle la plana en Lavinia, así van las cosas entre Lavinia y Virgilio. 

Lavinia sueña (tal vez recibe en vigilia la visita del espectro de su poeta) a Virgilio, conversan. Él le cuenta su futuro, su misión. Ella lo escucha, imagina, sueña, aprende. Ella es tan lista, tan despierta, tan valiente y audaz que Virgilio, en esta novela deliciosa, le dice, en comparación con la reina de los volscos, otro personaje de la Eneida: «Oh, Lavinia. Vales por diez Camilas y nunca me di cuenta.» Así es. Lavinia es encantadora. Una vez más, un hombre (aunque sea uno de los grandes poetas de Occidente y aquí un personaje) se da cuenta muy tarde de lo que vale una mujer.

La estructura misma del relato es un prodigio del arte de la novela. Lavinia conversa con su poeta; pero ella vivió en Lacio ochocientos años antes de que Virgilio escribiera su poema; y la probabilidad, aun mítica y legendaria, de que Eneas llegara al Lacio después de la caída de Troya rompe todas las aritméticas y algoritmos posibles. Las fechas no coinciden y no pueden coincidir, y felizmente es así. Esto no es historia ni un registro contable ni una declaración ante el ministerio público, sino gran literatura. 

En Lavinia, como en toda gran novela, aparece la experiencia humana en muy diversas manifestaciones; tal vez en toda verdadera novela aparece todo: el amor, la muerte, la guerra, la lucha por el poder, la injusticia, los elementos y la naturaleza, la historia, la religión, el mito, el deber. (La lista podría ser muy extensa, sin fin.)

Lavinia es el testamento novelesco de una autora que en plenos poderes de su oficio eligió un tema y unas coordenadas muy distintas en las que desplegó su imaginación y maestría narradora para contar una historia en la que la dulzura y el encanto permean el relato. Ursula no volvió a contar la Eneida, desde ella, a partir de ella, desplegó otras posibilidades que cristalizaron en una obra notable, no gracias al azar, sino al trabajo y la sabiduría de una de las mejores escritoras de nuestro tiempo. Lavinia es una novela admirable, de esas que se guardan en la memoria y el corazón, y uno quisiera tener la gracia de releerlas a tiempo.

19 de diciembre de 2021

Carta a Irene Vallejo

Estimada Irene:

Vivimos tiempos en los que la formalidad y el respeto y la corbata son vistos con sospecha y recelo. Todo el mundo le habla de tú a las autoridades, a los mayores, a hombres y mujeres que merecerían nuestra consideración, al punto que los niños también tutean a sus padres y profesores. No voy a negar que lo lamento un poco, pero me parece que tampoco podemos forzar los usos y costumbres que, como siempre en la historia, no cesan de cambiar. Así que no he comenzado esta carta con un solemne: «Querida doctora Vallejo o Apreciable doña Irene», con los que estoy seguro de que usted no se sentiría a gusto y, para decir la verdad, yo tampoco.  

Quizá cierta informalidad permite una aproximación, una empatía y, en su caso, ha generado la confianza con la que los lectores se aventuran en El infinito en un junco, y me refiero a lectores que no suelen leer ensayos de filología ni de historia, que no son académicos, y que en algunos casos ni siquiera son lectores habituales. Usted ha conseguido que la más bella historia de los libros saliera a la calle y sedujera a lectores de varias generaciones, con niveles de educación muy desiguales e intereses muy diversos. Usted ha conseguido que cientos de miles de lectores disfruten y aprendan con su portentoso ensayo, que lo leen como si fuera una fábula, un gran cuento, una de las fascinantes historias de Sherezada.

Usted ha conseguido trenzar la erudición, la sabiduría y el rigor académico (el aparato crítico y las referencias son impresionantes) con la literatura, que también es el arte de imaginar la realidad y contar la vida de la mejor manera posible. No tengo que decirle que la inmensa mayoría de los ensayos de sus colegas (saturados de notas intransitables y no exentos de cierta pedantería), de los filólogos y lingüistas, no están hechos para lectores, sus fines son otros. Y esto es algo que sus lectores le agradecemos. Usted ha demostrado que el método y el conocimiento a fondo que roza la sabiduría no están reñidos con la buena prosa, la precisión y la claridad (y que el cine y la cultura pop también son parte de la cultura y pueden dialogar con la gran literatura; vamos, que en sus manos, incluso el comentario personal y la experiencia de vida pueden incorporarse si el pasaje es oportuno y honesto).

Me pregunto si no es usted hoy por antonomasia la guardiana de los libros, de los clásicos y la defensora de las humanidades. Usted ha hecho más por la difusión de los libros, por la divulgación del conocimiento, por volver a mirar a las humanidades y los estudios clásicos como una necesidad callada y silenciosa, pero no menos vital para la formación integral de cada persona, que muchos programas educativos, instituciones y gobiernos de todas partes que desaparecen a la filosofía y las humanidades de los programas de estudio de bachillerato y pretenden prescindir de las lenguas clásicas (sí, del griego y el latín, incluso como opción).

Tal vez ha hecho usted más por dar la voz de alerta, por llamar la atención, por invitar a la reflexión y a  volver a las fuentes de nuestra civilización que muchos ministerios, programas educativos, planes, pedagogos y políticos que derrochan dinero y cumplen la triste función de los bomberos pirómanos. 

Estamos en deuda con usted por su contagioso entusiasmo, por su fe en la palabra de los más sabios, hombres y mujeres que nos precedieron desde hace muchos siglos; estamos en deuda por su defensa del libro, por hacernos conscientes de su fragilidad y su asombrosa permanencia. Así, también es usted una formidable motivadora y formadora de lectores. 

Dice Ana, personaje de su novela El silbido del arquero: «Mi madre solía decir que, algún día, muchos aprenderán a dibujar sus pensamientos, y la magia de guardar las palabras se extenderá, y será un gran conjuro contra el olvido.» Hoy, que se ha cumplido ese vaticinio, lo importante es hacer de la lectura un hecho esencial, y no sólo de la educación, sino de la vida misma, para no caer en el olvido, para descubrir quiénes somos y de dónde venimos. 

Usted ha dicho que por ahora no considera escribir una segunda parte de El infinito..., pero cómo nos gustaría, Irene, que nos contara otras historias con su magia y su maestría. La historia del libro en la Edad Media, su impresionante auge a partir de la imprenta y las enormes consecuencias de su difusión; de la samizdat, la copia y distribución clandestina de libros en la Unión Soviética, entre muchas otras. 

No hace falta conocer el futuro para suponer que su libro será leído por las siguientes generaciones, que su huella perdurará por muchos años. Por ello, me permito dos comentarios finales. (Donde se encuentre un error o una falta, es imperativo corregir.) Valdría la pena pedirle a la editorial que haga una revisión a fondo del Índice Onomástico que, aunque muy bien realizado, no deja de tener errores. No aparece allí, por ejemplo, el nombre de Pascal Quignard, que usted menciona en la página 348.

Por último, me permito darle una referencia. Usted narra que Ana María Moix le contó la anécdota de los escritores del boom latinoamericano en un restaurante barcelonés, en 1971, en el que nadie apuntaba el pedido y al ver la hoja en blanco el maître preguntó, con sentido del humor, si ninguno de los comensales de esa mesa sabía escribir. Uno puede imaginar el desconcierto y las miradas entre divertidas y suspicaces de Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Carlos Franqui y José Donoso. El restaurante era La Font dels Ocellets, y la anécdota la cuenta María Pilar Serrano, con mucho detalle, aunque no aparece Ana María Moix, en «Apéndice I. El boom doméstico», incluido en un libro de José Donoso, su marido: Historia personal del Boom (Seix Barral, Barcelona, 1983, pp. 102-104). 

Recibe, Irene, un cordial saludo, con mi agradecimiento y admiración.

EALl


P. D. Mi hija, de 17 años, recibirá un ejemplar de El infinito en un junco como regalo navideño.

18 de diciembre de 2021

Un cartel y «Tabaquería»

Solía pasar todos los días frente a una tienda de muebles para baño. Desde la calle veía cabinas, duchas, armarios, lavabos y escusados de lujo con diseños que algún poeta de las vanguardias de hace un siglo no hubiera dudado en calificar como un poema. Pero yo no miraba los muebles, sino el cartel que estaba en una de las vidrieras. 

Una chica en traje de baño de una pieza posaba con tacones con un pie apoyado en un bidet, casi de perfil, y miraba hacia la izquierda, retadoramente a la cámara. La chica era una de esas que la prensa especializada no duda en llamar una reina de belleza. La composición era asombrosa. El fotógrafo debió de haber sido un profesional, en realidad un artista, con un equipo fotográfico de primera, que había logrado una imagen de gran calidad.

Todo era perfecto: la belleza de la chica (blanca, rubia, alta, delgada) y la posición en que se recortaban sus atributos, como no dejaría de comentar un presentador de televisión; el encuadre, la luz, el traje de baño azul sobre el bidet y el fondo blancos. Por supuesto, contribuían a esa obra tan lograda el peinado y el maquillaje inmaculados y el proceso digital con uno de esos programas informáticos que, antes que «retocar», pareciera que recrean o reinventan la realidad, la imagen que procesan. 

Frente a la tienda de muebles hay un paradero de autobuses, por lo que el tránsito siempre es imposible, lo que me permitió durante mucho tiempo mirar largamente el cartel desde la ventanilla. Un día, el enorme cartel desapareció.

Sentí un sobresalto. Supe en ese instante que algo había cambiado para siempre, el mundo se empobreció, algo se había perdido sin remedio. El escaparate de la tienda era un paisaje desolado en el que sólo había muebles para baño.

La poesía vino a mí para consolar mi desasosiego. Recordé «Tabaquería», de Fernando Pessoa, uno de esos poemas que pueden definir una vocación, arruinar una vida, o desatar una depresión: una rotunda lección vital y una lúcida reflexión sobre el pesimismo de la que no hay manera de salir sin daño.

En «Tabaquería», el poeta cuenta que vio por su ventana al dueño de la tabaquería de enfrente. Y sentencia así, en la versión de Octavio Paz: «Él morirá y yo moriré. / Él dejará su rótulo y yo dejaré mis versos. / En un momento dado morirá el rótulo y morirán mis versos. / Después morirá el planeta gigante en donde pasó todo esto...»

Seguramente será así, pero ahora yo sólo sé, con un símil notable y profundo desconsuelo, que vi morir el cartel publicitario de una tienda de muebles para baño. 

15 de diciembre de 2021

Tu mirada

Dónde comienza como un río infinito tu mirada,
el puente de luz y color que, en un viaje sin fin,
abate visillos y cortinas y persianas,
abre puertas y ventanas y revela tu presencia.
Como un torrente, se abre paso y me muestra,
transparente, los espacios y las formas,
los colores de lo efímero suspendido: sorprendido,
y de la solidez de lo iluminado.
Me enseñas de nuevo a ver el mundo.

Toda tú estás ahí, en tus ojos.
Tu mirada, como un velamen contra el viento,
revela de golpe una verdad, un paraíso,
una certeza, un deseo. Tu mirada tiene alas.
Pausada se posa y pasa, encendida en vuelo,
en luz, a otra imagen dulce, fugaz, alada.

9 de diciembre de 2021

Tu nombre

Pienso en ti y digo: uvas, paloma, tierra,
y estas palabras no te abarcan.
Sueño contigo y susurro: mar, luna, arena,
y estas tampoco te llaman.
Lanzo al viento la palabra que habitas y te nombra.
Me estremezco: te revelas.
Te siento viva, temblar entre mis labios.

8 de diciembre de 2021

Niebla

Aquí, este muelle de madera;
Allá, la línea oscura, lejana y frágil: colinas;
En medio, se dibujan los pliegues del mar plomizo;
A la izquierda, imaginada, la mitad de un puente
que salta entre las nubes;
A la derecha, veleros, una isla, el mar vivo:
las figuras del horizonte emergen del frío.
Tierra, cielo y mar, todo es niebla,
en la bahía de San Francisco. 

7 de diciembre de 2021

Redención

Si me evocas todas las cosas
y esta habitación está impregnada de ti
y el mundo es un circo cruel
(el amor es como un trapecio sin red),
verteré en el lavabo tu perfume,
quemaré tus fotografías,
seguiré puntual el manual de instrucciones
del aspirante al olvido.
Ocuparé tu espacio con una lámpara encendida,
cambiaré los cuadros y los muebles,
clausuraré tu rincón favorito.
Desecharé sin piedad todos esos discos que cantan tu nombre,
prescindiré de los libros que leíste y de la pluma que me regalaste.
Romperé tus cartas aunque quede sin identidad.
Si tú y yo ya no comeremos queso ni beberemos vino,
si no vibraremos con los mismos versos del poema,
si no miraremos el mismo colibrí, entonces,
si he de vivir sin ti, he de vivir sin nada.
Si no he de decir tu nombre, menuda, como ayer,
(como ir en francés para conjugarlo en segunda del plural),
cambiaré mis hábitos, mis costumbres,
dejaré el café por el té de manzanilla.
En realidad, iré más lejos,
voy a desterrar de los mares el color de tus ojos.

Te advierto que voy a olvidarte,
voy a salirme de mí porque aquí estuviste.
Te concederé la gracia de una sola página en blanco,
y si persistes -en tu contumaz ausencia- en habitar todas las cosas,
entonces apagaré la luz, el fuego y todas las estrellas fugaces,
saldré sin llaves y cerraré la puerta, y aun así
(lo sé, lo sé, no hay remedio: sólo tú podrías redimirme)
me harás falta en las calles sin rumbo al caer la noche.

6 de diciembre de 2021

Insomnio

El insomnio se impone al caer la noche, antes de dormir, incluso horas antes de meterse a la cama. Se instala al final del día cuando uno recuerda o confirma que -a pesar del cansancio y la necesidad del sueño- la vigilia y la alerta, la amarga relación con los peores pensamientos y ocurrencias disparatadas se extenderán por las calladas y oscuras horas de la noche. 

Pareciera que se acude a una cita, que se cumple un rito o se celebra una infausta ceremonia. Es posible llegar rendido a la cama, apenas tener tiempo de apagar la luz y posar la cabeza en la almohada antes de conciliar el sueño. Y luego, una o dos horas después, despertar en medio de la noche y al tomar consciencia de la realidad uno puede vivir por un instante en el vértigo y el horror que debe sentir un náufrago en medio de la noche. 

El insomnio puede ser el peor encuentro con uno mismo. Un auto de fe, un desgastante ejercicio inquisidor en el que uno es el juez y el acusado. Sin duda, es la hora propicia para un examen de conciencia, para el recogimiento, y tendría que preguntarle a un creyente si es un momento propicio para la oración. En cambio sé, que los problemas nunca son tan graves y las soluciones se perciben tan lejanas. 

Abrir los ojos en la madrugada de manera recurrente nos permite reconocer con maestría cómo se recortan los objetos de la habitación por la tenue luz de la calle que se cuela por la ventana. Es la hora de acomodar la almohada, de cerrar los ojos y ensayar posiciones de uno y otro lado, boca abajo, boca arriba (alguien me dijo hace años que sólo los muertos duermen en ésta posición), de buscar conciliar el sueño con un mantra, con una canción, contando perros, ovejas o burros. 

No sé si levantarse y deambular por la casa como alma en pena es una buena idea. Tampoco me lo parece encender la luz y el televisor y empezar a ver una película a las cuatro de la mañana. Creo que sería mejor tomar un libro, y admito que la música (un cuarteto de cuerdas) puede ser más nítida y dulce y profunda a esa hora de absoluto silencio y ensimismamiento. 

El insomnio es el desasosiego, y no es difícil convencerse de que es una forma del castigo. Un insomne sufre su mal. Sé que un poeta ha escrito un libro en prosa, ha pretendido hacer literatura desde el insomnio y sobre éste. Algunos creen que puede ser un tiempo fecundo para la reflexión y la poesía, para el trabajo creativo. 

Borges nos advierte que «Funes el memorioso» es una larga metáfora del insomnio, y dice en «Las ruinas circulares» que sobre el personaje «la intolerable lucidez del insomnio se abatió sobre él». E. M. Cioran fue un insomne crónico, y con un poco de esfuerzo y empeño, en las horas robadas al sueño, podría configurarse una lista impresionante de las obras concebidas y ejecutadas en las madrugadas de insomnio. 

Quizá los insomnes, esos guardianes de la noche, permiten la armonía del orden el cósmico. Por eso nadie aprecia como ellos el alba, el tenue progreso de la luz hacia el día, antes de la salida del sol. El insomne que ve la aurora, se sabe condenado y bendecido de que al fin, muerto de sueño, sea ya la hora de levantarse a vivir la mañana de un nuevo día.

5 de diciembre de 2021

El orden secreto

Si digo que sopla el viento, el viento sopla y no lo sabe.
Si digo que vuelan los pájaros, los pájaros vuelan frente a la ventana
y no lo saben.
Cuando digo que llueve, no sé quién llueve, si la lluvia o las nubes
o el cielo son los que llueven (llover es un verbo impersonal).
Si digo que ya es mediodía, el sol brilla meridiano.
Si digo que bajó la temperatura, nadie se entera de que hace frío.
Pareciera que el viento y los pájaros y la lluvia y el sol y el frío
oyeron mis palabras, pero no me oyeron ni saben escuchar.
A ellos tampoco les importan las palabras.
¿Por qué, entonces, cae la noche y el gato se ovilla?
Sospecho de un orden secreto de las cosas.
Uno que regula las estrellas y el paso de las hormigas.
El vuelo suspendido del colibrí responde al metrónomo del perro
que agita la cola para salvar el mundo. Todo es muy extraño:
el sabor del mamey, la forma del humo, el color del vino.
Lo digo en voz alta, y pareciera que el sabor del fruto es más dulce,
y el humo se deshilacha y el vino sabe a frutas, humo y tierra mojada. 
Hay un orden secreto que gobierna el cosmos,
con más leyes de las que imaginó Newton.
Ya lo sabían Platón y Borges (el nombre es arquetipo de la cosa),
tal vez hay un vínculo oculto entre las palabras y las cosas.
Y de pronto no sé qué me gusta más: la rosa o la palabra rosa.
El mundo y sus seres y meteoros devienen y suceden.
Pero aunque no lo saben, las palabras les dan un orden,
los iluminan y los nombran y los cantan.

4 de diciembre de 2021

Envejezco

Cuando mi padre tenía la edad que ahora alcanzo, me parecía un hombre viejo. No tenía la salud que yo gozo; enfermo y avejentado, me parecía muchos años mayor, un hombre de edad provecta, que debe recibir atenciones, cuidados y aun gozar de privilegios en la sociedad. No todos tienen el claroscuro privilegio de mirar envejecer a los propios padres, pero uno casi nunca se mira en ese espejo. En ese deterioro cuyo desenlace fatal sólo es cuestión de tiempo.

No puedo saber si luzco como yo lo veía, y no hay manera de saberlo. A mi edad, me parecía rotundamente viejo. Hoy sé que no lo era. Que otros cumplen diez o veinte años, cada vez mayores, cada vez más viejos. 

El simple hecho de pensarlo, ya dice mucho del momento. Nunca me detuve a pensar cómo me vería de viejo, y uno piensa que estará allí, sin notar grandes cambios por el intercambio gentil y cotidiano de miradas con el que sonríe en el espejo. Cuando murió mi padre sólo tenía seis años más de los que ahora tengo. Paciencia, me digo, esto no es una carrera sino una posibilidad de goce y vida a cada momento. No hay prisa, me digo, no sabes cómo te verás cuando te sientas viejo. 

Es verdad, me siento joven, quiero decir, fuerte y con ánimo y me cuesta un poco creer que he llegado a los años que tengo. ¡Qué extraño asombro! Envejezco. Empiezo a envejecer, y por fortuna no sé sí lo haré por muchos años. Pero a fin de cuentas, el mecanismo es implacable y el fin sólo es una cuestión de tiempo.

3 de diciembre de 2021

Una lectora

Estaba por terminar el libro, y leía como si en ello le fuera la vida. Lejos del mundo, de lo que sucedía en el café, sin levantar la vista, apuraba las últimas páginas con avidez, precipitándose a su final.  Ensimismada, con una concentración perfecta, ciudadana única del país de su lectura, me pareció que respiraba al ritmo que leía. Con una mano sostenía el libro con firmeza, con la otra se levantaba el pelo de la cara. 

Como las orquestas alcanzan el cenit de su ejecución en los compases que desembocan en el final de una gran sinfonía, la lectora llegó a la última página con vigor olímpico. Devoró los últimos párrafos, se bebió de un trago las últimas palabras. (Recordé «Continuidad de los parques», acaso el más breve e intenso de los cuentos de Cortázar, en el que un lector es a la vez el personaje y al llegar al final de la novela encuentra su destino.) En el goce de terminar un libro también hay una pérdida, un duelo.

Cerró el libro y se quedó pasmada como si hubiera visto un fantasma. Absorta, seguía en otra parte, muy lejos, en el país de su lectura del que no era fácil volver. Levantó la cabeza como si emergiera a la superficie desde aguas profundas, reconociendo despacio el mundo, incrédula de volver al entorno del café o de haber salido del reino de su libro. Estaba ahí, pero seguía en otra parte.

Dio un trago al café frío y puso la taza en el plato con delicadeza. Tenía en el rostro el gesto de la incredulidad, del que no sabe cuál es andén o dónde está el sur; del que ya sabe algo que tal vez no le hubiera gustado saber, que las cosas no suelen ser, también en los libros, como uno espera. Estaba claro que la lectura había sido una gran experiencia. 

Guardó en el bolso el libro, forrado con una hoja blanca, y se fue. Aún conservaba ese aire de recién llegada, de extranjería en este mundo. En un instante desapareció. Supongo que leía una novela. Lo que yo hubiera dado por saber cuál era. Ni por un instante, tan ausente estaba, me hubiera atrevido a preguntarle quién era el autor, cuál era el título.

29 de noviembre de 2021

"La broma" en tiempos de Twitter

Cassandra Vera Paz publicó en Twitter, entre 2013 y 2016, en España, una serie de tuits de mal gusto, humor negro, ácidos sobre el homicidio a Luis Carrero Blanco, presidente del gobierno español en 1973. Vera Paz nació veintidós años después del atentado, en Murcia (no en el País Vasco): no está muy claro su empeño tantos años después, al parecer comenzó su burla a Carrero o el franquismo cuando incluso era menor de edad.

A partir de una operación para combatir el terrorismo en las redes sociales, sus tuits fueron denunciados por injurias a las víctimas del terrorismo. Se metió en graves problemas. La condena, de 2017,  consistía en un año de prisión y siete de inhabilitación. Entonces dijo Vera Paz: «No sólo me quedo con los antecedentes, me han quitado el derecho a beca y destrozado mi proyecto de ser docente. Me han arruinado la vida.» 

La sentencia fue anulada en el 2018. Para el Tribunal Supremo la publicación de «chistes fáciles y de mal gusto [...] es reprochable social e incluso moralmente en cuanto mofa de una grave tragedia humana, pero no resulta proporcionada una sanción penal». Por una vez se impuso la cordura. La broma de Vera Paz y su lío con la justicia es comentado y discutido en España como el «Caso Cassandra».


Karla Pérez González, de dieciocho años, fue expulsada de la Universidad de Las Villas en Santa Clara, Cuba, donde estudiaba primero de Periodismo, en abril de 2017. Había publicado en un blog comentarios críticos al Partido Comunista por «marginar del debate a millares de cubanos que representan la oposición» y anhelar el «el entierro de la obsoleta suposición de que los once millones [ de cubanos] pensamos igual, cuando ni dos lo hacemos». 

Pérez González fue sometida a una evaluación realizada por sus propios compañeros. Ocho de ellos pudieron su expulsión de la universidad, seis no lo pidieron. Ella dijo que esos compañeros que la apoyaron fueron advertidos de que serían «analizados». Las autoridades se han ahorrado la molestia de asumir el costo político de la expulsión: fueron los propios compañeros. Es obvio que fue acusada de «ser miembro de una organización ilegal y contrarrevolucionaria».

Fue expulsada de la universidad, salió de Cuba y, al parecer, pudo estudiar en Costa Rica gracias a la iniciativa de el diario El Mundo, de ese país. En el 2020 finalizó su carrera en la Universidad Latina, y decidió regresar a Cuba; un funcionario de migración cubano le advirtió a Pérez González, que estaba esperando en Panamá un vuelo a La Habana, que no podría volver a Cuba.

Hay otros casos, como los de los venezolanos Inés González Árraga y Pedro Jaimes Criollo que también hay tenido problemas con la ley, incluso han sido detenido y encarcelados, por ejercer la libertad de expresión o hacer bromas o chistes de mal gusto. La persecución no es nueva, pero ahora se persigue a las opiniones publicadas en las redes sociales.
 
He recordado estos casos al volver a La broma, la novela de Milan Kundera, publicada en 1967, que narra las aterradoras consecuencias de hacer eso, una broma, un chiste político, en regímenes autoritarios o dictatoriales, en un mundo que «ha perdido el sentido del humor». Esta novela, como todas las grandes o verdaderas novelas, más allá de su trama, cuenta una historia y cuenta la vida. Y es, tal vez a su pesar, una de las grandes novelas políticas o con fondo político del siglo XX, cuya sombra se extiende todavía en muchas naciones del mundo hacia el primer cuarto del siglo XXI. Su lectura para los más jóvenes (esa generación que ama las redes sociales) se antoja muy recomendable, incluso obligada, y entrados en letras, podrían completar su aproximación con otra novela esencial de Kundera: La insoportable levedad del ser

Las persecuciones son tan viejas como la crítica al poder. Y los autócratas y los gobiernos más ensimismados en su tóxica contaminación ideológica -los que tienen tres frases y otros tantos dogmas para justificar sus medidas y responder a todas las preguntas; los dueños del pensamiento único- lo saben mejor que nadie. Pareciera increíble, y es inadmisible, que un chiste o una broma, una crítica o una petición de apertura, expresados desde una red social, puedan llevar a alguien a la cárcel, inhabilitarlo, echarlo de su país o arruinarle la vida. Ah, el poder de las palabras.

22 de noviembre de 2021

La librería secreta

Hay en la ciudad una librería secreta, oculta, y su leyenda no deja de crecer. Desde hace años corría el rumor de una gran librería instalada en una casa o departamento (las versiones y rumores, como los mitos, no siempre coinciden) al que sólo sería posible acceder con una contraseña, por invitación y  acompañado por el cicerone correcto.

En una ciudad que cada día tiene menos librerías, como pierde el país especies que se extinguen, hay una librería en la que no es posible entrar como a cualquier otro negocio abierto al público, ni recorrer sus anaqueles, mirar los volúmenes que guarda porque no está accesible para curiosos y aficionados que visitan las librerías inevitablemente, por razones o motivos que no siempre es fácil de explicar, como un paseo urgente y necesario o un ejercicio espiritual.

Hace años me hablaron de ella. Y la simple posibilidad de que existiera un lugar así me parecía en sí mismo literario y el tema para una novela negra o de detectives, en la que el héroe tenía que encontrarla y desentrañar su secreto. Se decía que era un sitio para bibliófilos y coleccionistas, en el que ofrecían al comprador una copa de vino mientras negociaba el precio de un tomo de Ficciones, firmado por Borges, editado en Buenos Aires hace cincuenta años.

Supongo que las condiciones de su operación no son las mismas porque, aunque el misterio de su ubicación no se ha revelado (corre el rumor de que cambió de domicilio), en la Red y en los diarios han aparecido artículos y al menos un reportaje sobre la librería secreta, que se llama el Burroculto (celebremos el nombre) y que tiene una hermana, que se llama La Mula Sabia.

Dice la información disponible y nunca confirmada, que el librero y alma de estas librerías secretas responde al nombre, que podría funcionar muy bien en esa imaginaria novela, de Max Ramos. Al parecer, es cierto que hay una habitación para hacer tertulia, tomar café, una copa de vino o mezcal. 

Alguien me dijo que frecuentaba el Burroculto pero lamentaba mucho no poder decirme su ubicación, y tampoco estaba en sus manos extenderme una invitación, pero me aseguró que la última vez que la visitó estaba a la venta una carta de Marcel Proust.

Cuál es el fondo,qué clase de libros se venden en el Burroculto es otro misterio. Se dice que predominan primeras ediciones y ejemplares raros de literatura mexicana e hispanoamericana, pero también he oído que, según lo que consigue el librero, pueden aparecer joyas de cualquier literatura de enorme valor para aficionados a los libros sin remedio.

He escuchado que las librerías estaban en la colonia de los Doctores, pero ahora se han mudado a la Roma o la Condesa. Si un día pudiera conversar con Max Ramos, con una copa de vino en la mano, insistiría en averiguar el por qué del secreto y casi clandestinidad en la que operan sus librerías. 

No lo sé, tal vez es su modelo de negocio, la manera de dirigirse y conservar una clientela selecta y conocedora, pero temo que la respuesta pueda ser tan lógica y ordinaria, tan común y comprensible que arruinaría todas las especulaciones y juegos literarios que imagino. Sería una pena encontrar una respuesta que no esté a la altura del gran misterio que encierran unas librerías ocultas, invisibles, secretas.

14 de noviembre de 2021

La obra perfecta

«Sólo tenemos la certeza de escribir mal cuando escribimos; la única obra grande y perfecta es aquella que nunca se sueñe realizar», dice Fernando Pessoa a través de su heterónimo Bernardo Soares. Luego de declarar que si hubiera escrito Rey Lear tendría remordimientos durante el resto de su vida porque esa obra es tan grande que sobresalen sus gigantescos defectos. 

Nadie tiene el don de «escribir una obra de arte con el tamaño justo para ser grande y con la perfección precisa para ser sublime»; el mensaje es claro: como «sólo tenemos la certeza de escribir mal cuando escribimos; la única obra grande y perfecta es aquella que nunca se sueñe realizar». La obra perfecta es la obra no escrita, nos dice Pessoa, y pocos más autorizados que él para firmar la sentencia. 

Estas citas provienen de ese prodigioso e imperfecto baúl de belleza y desconsuelo y sabiduría y amargura que es el Libro del desasosiego. El enorme poeta portugués tiene razón. Hay una tenue cisura, una zanja, una brecha, un abismo entre la obra pensada o soñada y la que se ejecuta. «La obra realizada es siempre la sombra grotesca de la obra soñada.»

Pessoa no fue el primero en saberlo, pero tal vez nadie lo ha dicho con tanta vehemencia. Thomas Mann lo sabía también, por eso apreciaba tanto la máxima de Chéjov: «la insatisfacción con uno mismo constituye un elemento básico en todo auténtico talento.» Ese es el punto del relato «Hora difícil», en el que Mann muestra a Schiller en lucha consigo mismo en una noche de frío y resfriado y desvelo empeñado en lograr el poema soñado. El esfuerzo, la dedicación, la constancia no son malos compañeros de los que emprenden obras que a la distancia algo tienen de montañas prodigiosas. 

Para Mann y Schiller, parece, el trabajo duro, el empeño y la búsqueda sin fin son tres nombres del talento. Aspiran a ascender a cualquier precio para lograr (¿encontrar?) la obra maestra, aunque sus esfuerzos, una y otra vez, y por mucho tiempo, se asemejen a la tarea sin fin e inútil de Sísifo. Sin embargo, Mann y Schiller lograron llegar a la cumbre. 

He visto a autores de talento renunciar a la realización de la obra por el temor cerval de no lograr la obra mil veces deseada e imaginada. (Es tal vez, un problema del ego. Pareciera que dicen: como no logro la obra que imaginé, es mejor no hacer nada.) He visto a autores rehuir de su tarea porque tienen que investigar, planear, viajar, entrevistar a vagos testigos o personajes secundarios, entre otras justificaciones y pretextos, antes de emprender la realización de su obra. 

Virgilio murió insatisfecho con la Eneida, y no sabemos con certeza qué hubiera hecho con ese prodigio de poema si hubiera vivido dos o tres años más. Sin duda el gran poema, uno de los más altos de Occidente, no tendría la forma que conservamos (a pesar de los ajustes y revisiones y correcciones que comenzaron desde tiempos de Augusto). 

Si bien escribir es con frecuencia reescribir, volver al texto y pulirlo para que alcance su mejor brillo y claridad y precisión, el riesgo de la sobrecorrección (tal visible como la tercera cirugía plástica en la misma nariz) planea sobre obras cuyos autores no saben que la perfección no es de Shakespeare ni de Pessoa ni de Schiller ni de Mann; que no es de este mundo.

Hay poemas casi perfectos, pero la novela tiende a la imperfección. Entre más grande y pretenciosa, más imperfecta al tiempo que más imponente y asombrosa. Muchas de las grandes obras maestras del siglo XX son imperfectas: En busca del tiempo perdido, El proceso, Ulises, entre otras, son obras maestras prodigiosamente imperfectas. ¡Viva esa imperfección!

El poeta y el novelista y el músico y el pintor imaginan una obra ideal que guardan en la mente y el corazón, pero esa perfección se desvanece cuando la realizan; sin embargo, las obras maestras, las verdaderamente grandes, las que cumplen su función y nos conmueven y mueven a un estremecimiento ante su belleza y muestran y generan una reflexión, revelan en sí mismas, en su grandeza, la humana imperfección de sus creadores. 

23 de octubre de 2021

Revelación

En la mitad del lago
la mancha blanca:
la luna sobre el agua.

22 de octubre de 2021

Parejas

No hay dos parejas iguales. No hay dos parejas de enamorados que hayan erigido su pequeño mundo de la misma manera. Cada pareja inventa su lenguaje, su encuentro mítico, su misión, su metafísica y razón de ser. Y cada uno de los amantes, aislado, en sí mismo, puede ser alguien muy distinto del que surge o florece en pareja.

Alguien que no estaba interesado por el tenis o nunca había escuchado ópera, de pronto pasa los días en un club, toma lecciones y mira con entusiasmo los partidos del Gran Slam por televisión, o asiste al teatro a ver las funciones y pronto empieza a opinar sobre voces y las diferencias entre la ópera italiana y la francesa. 

Sin sus respectivas parejas, esas dos personas jamás hubieran tenido una raqueta de tenis en las manos, jamás hubieran dicho que el drama de Madama Butterflly las conmueve hasta las lágrimas. En pareja nos acercamos al centro de lo que somos; nos vislumbramos en lo que de otra manera nunca hubiéramos sido. 

Algunas personas han cambiado de hábitos, costumbres, preferencias, gustos, pensamiento político, nacionalidad e, incluso, religión, para constituirse en la pareja de alguien que exige esos cambios. Está claro que con el paso del tiempo uno se hace otro, y que las parejas también se convierten en otra.

Tal vez una relación que permanece unida por muchos años, una pareja exitosa, tiene su secreto en cambiar más o menos de la misma manera y en la misma dirección. Si no es así, los intereses se disparan, y uno ya no tiene razones para ir al tenis (que en el fondo detestaba; y a otro le resulta insufrible los agudos de las sopranos). Pablo Neruda ya sabía que: Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Según el mito griego buscamos en la otra persona lo que no tenemos, lo que nos falta. Puede ser, sí, pero también con frecuencia muchas personas toman lo que les ofrecen al alcance de la mano. Tal vez esa es la causa de tantos emparejamientos o matrimonios que nunca debieron de haber sucedido.

No es posible demostrar que las personas encontrarán en pareja la mejor opción de vida, pero es notable el empeño con que perseveran, por todos los medios, incluso más allá de la prudencia, la experiencia y la razón, para formar una pareja a pesar de la grave sentencia de Juan José Arreola: Cada vez que el hombre y la mujer tratan de reconstruir el Arquetipo, componen un ser monstruoso: la pareja.

Y si no hay dos parejas iguales en su trato y relación, en su mitología y fantasía, en el día y en la noche, en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, tampoco hay dos exparejas iguales en su distancia y rompimiento. 

Algunas exparejas cultivan con celo profesional el odio y el resentimiento, otras tienden al desdén y el olvido, otras aprenden a tolerarse por los intereses, afectos u obligaciones que comparten, unas cuantas se seguirán amando, en secreto, en silencio, muy lejos del otro, y, aunque en franca minoría, por fortuna, otras se casan entre ellos por segunda vez. 

Fui a la oficina de Fernando a ayudarle a revisar la traducción de un libro denso, enorme y aburrido de comercio internacional. Hacía muchos años que no trabajábamos juntos. Me recibió en su despacho, en el que también tenía una mesa y una computadora una mujer. Fernando y yo hablamos de la traducción y ella, Marisela, ocupada en otros asuntos, apenas hizo algún comentario. 

Volví a ese despacho varias veces en los próximos dos meses, conforme avanzaba la traducción. En cada visita el trato con Marisela fue más cordial, más abierto. Fernando y ella compartían un cajón de un escritorio que parecía una de esas tiendas de abarrotes o expendios de golosinas clandestinos que no faltan en las oficinas públicas. Tenían nueces y arándanos, caramelos, chicles, cacahuates y frituras. Abrieron su cajón y me ofrecieron de su colación. 

Dos o tres veces salí a comer con Fernando, y alguna vez fuimos a cenar, luego de revisar un capítulo. Nunca me dijo ni una palabra de Marisela. Ella siempre estaba presente en mis visitas en horas de oficina, ella cumplía con las exigencias de un empleo. El trato entre ellos era amble, cordial, cortés, considerado, y más que eso. Yo percibía esa tensión que antecede a una pasión no confesada o la complicidad de los que juntos guardan un secreto o tienen un pasado común. 

Una noche, cuando Marisela y yo ya hablábamos y bromeábamos con soltura y confianza, casi al final del proyecto, fuimos los tres a cenar. Alguien habló de antojo de tacos al pastor y eso no se discute demasiado, se negocia la hora y la taquería, cuando mucho. Ellos no se frecuentan fuera del despacho, no salen a comer ni a cenar juntos. Son distantes compañeros de trabajo.

En una larga mesa, Fernando se sentó a mi lado; Marisela se sentó del otro lado de la mesa, frente a mí. Supongo que ella se había dado cuenta de que yo no sabía nada de ellos como pareja, e imagino que esa noche quiso divertirse. Con dos o tres comentarios y miradas maliciosas a Fernando, me acercó a la gran pregunta: «Cómo, ¿tú eres la primera esposa de Fernando?» Su sonrisa fue contundente, su venganza porque Fernando no me había informado. 

Les hice preguntas; me hablaron de ellos. Lo hacían con serenidad, con la resignación de los mejores recuerdos, tal vez con la alegría de verse cada día en el despacho. Se habían separado hacía veinticinco años, y no de la mejor manera. Pero el tiempo y algo más, que sólo puedo llamar un cariño viejo, dulce y profundo los había acercado de nuevo. 

Me quedó muy claro que, si bien no puedo hablar del inicio de una etapa en su relación, o de una nueva llamarada de pasión, su relación está muy lejos de tender a la indiferencia o el olvido. Algo muy sutil latía entre ellos, algo que no había sido aniquilado por sus desavenencias y desacuerdos.

No puedo asegurar que volverán a salir, que volverán a intentar reconstruir el Arquetipo, y no lo creo, pero estoy convencido de que sería perfectamente posible, y que podría desencadenarse en un instante. Ambos desenlaces no me sorprenderían. Los vi tan lejos, los vi tan cerca uno del otro... No hay dos parejas iguales, y tampoco dos exparejas, y algunas no saben que no han llegado a su punto final.

3 de octubre de 2021

Luz de alba

Para EAR

No es ni será el azul con su azul infinito
ni el largo paso de las horas
ni los engañosos luceros de la noche
ni el oleaje nocturno, profundo y seductor,
los que cambien el rumbo del níveo lunar del firmamento.
Porque el destello estalla y basta para todos.
No entreguemos al devenir este instante pues no le pertenece,
no sucumbas -¡oh Odiseo!- a la tentación de la lluvia y su rítmico silencio.
No entreguemos a lo no vivido tanta sangre por milenios derramada,
no le temamos a la luz su verdad absoluta puesto que sólo cegará
          a los infieles.
No temamos a la luz -¡Oh infinita!- capaz de perturbar los sentidos, 
          sus falacias.
¡Que vivan los impíos que te miran como si solamente saliera el sol;
benditos los que te veneran sólo porque existes!
  
 
II
 
Habría que buscar los signos de la noche,
habría que jugar al tiempo con las horas,
sería el tiempo -de él, el inasible- de franquear la última puerta del Alba,
sería el tiempo de detenerlo por un instante en una mala y húmeda
          fotografía;
porque es imprescindible la otredad.
 A ti te canto, luz, voz y tacto; ser aun en las tinieblas;
el mar y el verano despliegan sus poderosas alas pasajeras.
Sobre la madera podrida, sobre el musgo, sobre lo terreno iluminado,
 bastaría con sumar tus ojos en el mar,
con su mar azul,
consumar los vientos,
con sumar los cuerpos,
consumar tus ojos en la mar
para inventar el prisma cromático, los recuerdos,
para desatar todas las furias, todos los vientos, a todos los veleros
         en una noche mortal;
porque no navega la mar ni el navío sino el navegante,
argonauta de la noche, de ella;
la salpicada noche de su bóveda a capricho, dicha de los dioses,
la que desdeña los colores y las puertas fallidas;
el engaño de los espejos de oriente;
y yo, como el que más -aún atado al mástil- mantiene el rumbo fijo,
infinitamente claro en el único puente que es abismo, 
la Mar (así, en femenino) y único puerto del insomnio, 
castigo, punto de partida y arribo; fin y sextante en sí mismo.
 
 
 III
 
Desdeño la brújula que orienta en todos los caminos,
no es posible solamente un rumbo y tanta espera;
es ella muchas, sí; pero es la mía a la que habito.
Las maderas preciosas de Chiapas y del Líbano, 
como heraldos de lo ajeno, se pudren en su olor divino;
el mar más antiguo del planeta estalla en su sal rebelde,
           en el fondo de sí mismo.
Miro a un gato, imagino a la Antigüedad:
gloriosa en el vacío... más nada se ha perdido,
la noche misma del faraón, del César, de ti mismo;
porque una misma estrella, el mismo Helios, 
el mismo mar, te recuerdan que estás vivo.
  
 
IV
 
El encanto de la aurora, sus pájaros, sus cantos, sus gemidos,
por ahora son suficientes y satisfacen al mundo.
Imposible es bajo el sol, hermano, negarte a ti mismo;
único y fragmentado heredero universal del limo, los cementerios,
         la historia, los caminos.
Creo en mí y en lo que creo.
Espero a la luz de ámbar y su pálidos quejidos:
luz de luz, te espero para que confirmes a las palabras,
a una mujer, al verano, a la existencia que te doy y que te exijo.

10 de septiembre de 2021

Un rescatista voluntario

Los ataques del once de septiembre de 2001 han generado artículos, testimonios reunidos en volúmenes, libros de ensayos, novelas, documentales y películas cuyo número es difícil de calcular y casi imposible de leer, mirar y analizar por completo. Y aunque persisten algunas preguntas sin respuesta, no es del todo arriesgado afirmar que lo sabemos casi todo de lo que sucedió esa mañana. 

Sobrevivientes, deudos, periodistas, investigadores y autoridades han dado su testimonio; se logró identificar la mayoría de los cuerpos (con frecuencia trozos) que aparecieron entre los escombros (identificaron a los diecinueve fanáticos enfermos de odio que perpetraron los atentados). Ahora, en el lugar en el que las Torres Gemelas dominaban el paisaje de la punta de Nueva York, hay un monumento a las víctimas y ya existe otro edificio del World Trade Center: han pasado veinte años.

En un periódico encuentro una historia marginal a esa gran tragedia, una injusticia que aún perdura, una expresión de la incomprensión y los prejuicios.

Luis Eduardo Marulanda, colombiano, empleado de la Cruz Roja de Bogotá, llegó a Nueva York el 10 de septiembre para tomar un curso con los bomberos de Nueva York. Al otro día, el funesto 11 de septiembre, fue a la Zona Cero y dijo que quería trabajar con voluntario en el rescate de los sobrevivientes. Hoy, veinte años después, lamenta no haber rescatado a nadie con vida.

Marulanda fue asignado a una brigada y trabajó larguísimas jornadas, casi sin descanso, durante noventa y cinco días. No sé si ha contado o escrito su testimonio, pero está claro que lo que vio y vivió es algo casi irrepetible, una situación extrema de dolor e incomprensión, de heroísmo y rabia. 

Se le venció la visa y fue a renovarla para extender su estancia  y continuar su labor de rescate. En la oficina de Migración lo acusaron de trabajar ilegalmente en los Estados Unidos. Dice que no respondió al instante cuál era su trabajo. Cuando lo hizo, lo acusaron de mentir, de pretender obtener un beneficio, de usar el dolor humano para evitar su deportación. 

Marulanda quiso demostrar qué hacía en la Zona Cero. Se cumplió el plazo, las 72 horas que le habían concedido para salir del país sin que pudiera explicar y convencer a los oficiales, sin arreglar su situación. En enero de 2002 fue deportado a Colombia, y le prohibieron volver a los Estados Unidos en diez años.

No ha insistido, no ha vuelto. Y no olvida su experiencia como rescatista voluntario, sin duda una definitiva en su vida. Su historia encierra un lado de ingratitud e incomprensión, y otro de insatisfacción por no concluir la misión que el rescatista Murulanda, extranjero y con estancia ilegal en el país, había asumido. Le encantaría regresar y mirar cómo es hoy la Zona Cero, acercarse y leer en los muros del monumento los nombres de la víctimas. Hace diez años se cumplió el plazo de la prohibición de volver. No sabe si un día regresará a Nueva York.

6 de septiembre de 2021

Luz interior

Pensar tus ojos para que la luz sea interior,
para que se derritan y escurran las palabras
en el crepúsculo naciente de lo inefable;
Pensar en tus ojos y en que a veces estallan
en equinoccios perdidos a destiempo en el fuego vivo,
carnal, que engendra su brasa infinita en la memoria,
en la petrificada y efímera figura del calidoscopio
que se alza en la forma mientras se aniquila;
En ellos y en las metáforas, con la certeza gris negra
y verde y azul marrón ámbar de que algo vuela
y expira en la mirada de las abejas marinas;
En su torre de cristal,
en los histéricos itinerarios de sus alas,
en las cerraduras de sus cofres secretos,
en lo que son y en lo que ocultan, 
en sus destierros, 
en sus formas del misterio,
certezas de las nebulosas en torbellino,
senderos, dos veleros con derrota;
Pájaros de mitología que encarnan lo que no fueron
y lo que son lejos de sí mismos,
agua de los pozos, perversa inocencia
de música eólica que todo lo ablanda;
Cantar sin nombrarlos en su beso luminoso
de palomas presas que todo lo saben y todo lo ignoran, 
omnipresentes videntes que no se miran entre ellos;
Relámpagos de mentiras, engaños del espejo
y de las teorías de Isaac, el inglés,
velamen a la deriva en el mar de sus cauces,
destellos de la anunciación,
horizontes de la tristeza infinita;
Hacedores de historia rebeldes a su pasado,
continentes de nostalgias arrebatadas en lágrimas
de risa y odio, de anhelos y pantanos olvidables,
constelaciones mutantes de humo y ruinas,
fugaces figuras de tierra prometida,
cántaros de agua y aceite,
cestas de cebolla y canela,
ventanas del jardín y los senderos,
lluvia de profundos minerales,
puñales de piedra, flechas de ónix,
peces de agua azul y cola brillante,
repique de campanas al vuelo,
descargas eléctricas en cielo de verano,
redes de cristal de roca y nube,
arrecifes al borde del vértigo,
claveles deshojados en cosméticos,
sueños de corales infinitos,
islas de arenas movedizas,
goteras de nieve derretida,
olas marinas salvajes que estallan en risa,
caracoles brillantes de playas sin nombre,
guijarros que guardan y colman el pasado,
linces heridos al acecho de la vida,
frágiles fragatas de alta mar en tierra,
lunas gemelas de caramelo y algodón,
papalotes de colores en cielos infantiles,
cantos de río y montaña al alba,
mariposas posadas de la resurrección,
potros desbocados en las praderas,
óleos y pinceles del otoño,
miradores inventores del paisaje,
testigos mudos de lo visible,
fuentes de luz en surtidores,
andamios de equilibrio en la belleza,
amorosos pétalos del día y sus rostros,
guardianes de la noche y su silencio,
acuarelas ingenuas y animadas,
piedras hechas de barro y tiempo,
cavidades cristalinas de humedad,
ternura acuosa y revelación del lamento,
puertas del llanto y del lodo original,
seductores profesionales a sueldo,
heraldos del paraíso prometido,
náufragos de tormentas y soledades habitadas,
sonrisas del sol creadoras de contornos,
inventores de geometrías trascendentes,
ficciones anheladas de la maravilla,
monedas invaluables de polvo de oro,
cámaras de realidades imposibles,
sonatas improvisadas de luz y sombra,
ríos de armonía en contrapunto,
eclipses terrenales sin astros,
vagabundos creadores de caminos,
verdades en grito de cara al sol,
deseo encarnado en llamaradas,
fuego que se desangra en la mirada,
pozos de la tarde moribunda,
dos gritos poblando el cielo,
indomables petrificantes del mundo,
visiones gemelas en tu rostro;
Ojos de mujer, de vida amenazada,
ojos de perro, de vaca, de jade,
de whisky, de aire-nada,
del que es llevado al patíbulo,
del que nada sabe,
ojos de agua de charco y de agua bendita,
de la miseria y la esperanza,
ojos que verán a la muerte sorprendida;
Pensar tus ojos y mirarlos, y mirarlos
para que la luz sea interior;

4 de septiembre de 2021

Una carta astral

Una relectura atenta de Rayuela me lleva a revisar nombres propios y detalles que en otras lecturas había pasado por alto. En el capítulo 99 Cortázar menciona, de paso, al doctor Petiot: «asesino eminente»; se refería a Marcel Petiot, bestia humana y asesino en serie cuya vida ofrece material para una novela de terror, que fue juzgado y guillotinado en mayo de 1946.

Michel Gauquelin, psicólogo y estadístico, estuvo toda su vida obsesionado con la astrología. Con la ayuda de su esposa, la psicóloga Marie-Françoise Schneider, realizó un experimento singular y a la vez una gran tomadura de pelo. Envió los datos del lugar, fecha y hora de nacimiento de Marcel Petiot a una empresa que se jactaba de hacer horóscopos por computadora. 

El astrólogo o su máquina supusieron que se trataba de los datos de Gauquelin, su cliente, al que le enviaron su carta astral y una interpretación sobre su personalidad en estos términos: «Su instintiva calidez se alía con el intelecto y el ingenio [...] Está dotado de un sentido moral que es reconfortante: el de un ciudadano digno y de buen juicio [...cuya] vida encuentra expresión en total devoción por los demás...». Una ramillete singular de elogios.

Entonces Gauquelin, en abril de 1968, puso un anuncio en un periódico de París: ofrecía un horóscopo personal de diez páginas, completamente gratis, a las personas que enviaran sus datos y después de recibir su horóscopo estuvieran dispuestas a responder un pequeño cuestionario. A las más de ciento cincuenta personas que respondieron les envió el horóscopo y el perfil de la personalidad de... ¡Marcel Petiot!, que el astrólogo de la computadora le había enviado al propio Gauquelin.

Muchos de los que recibieron su horóscopo personalizado no sólo se reconocían en el retrato psicológico, sino que se sentían más que satisfechos e incluso impresionados por la precisión con que había sido captada su personalidad. Para la gran mayoría había sido descrita con fortuna la clave de los sucesos de su vida y de su entorno familiar. Una respuesta decía: «El trabajo hecho por la máquina es maravilloso [y], en general, a cualquiera que me conozca bien le ha parecido muy exacto, especialmente a mi esposa.»

Casi todos quedaron muy complacidos y se reconocieron en el perfil psicológico, según el astrólogo, de un hombre perturbado, perverso y asesino serial. En otro estudio, Gauquelin le pidió a un grupo de astrólogos que estudiaran cuarenta cartas astrales, veinte de criminales y veinte de ciudadanos ejemplares. Los resultados no llegaron a ninguna conclusión, todo era especulación y azar: la astrología no distinguía a unos de otros. 

Gauquelin siguió haciendo experimentos sin concluir nada a favor de la astrología. Dedicó su vida a buscar respuestas donde tal vez no las haya. Se suicidó a los sesenta y dos años (no sabemos si algún astrólogo le vaticinó su fin). Todo esto es una historia conocida, que se publicó en los periódicos y hoy se puede recuperar en la Red, pero vale la pena recordarla antes de pedirle a un astrólogo una carta astral. Por lo menos, las que enviaba Michel Gauquelin a sus clientes/conejillos de indias los dejaban muy contentos y eran gratuitas.

29 de agosto de 2021

Poesía es...

En el momento en que alguien es tocado por el numen de la poesía, que suele suceder en la adolescencia, se sabe llamado, y, para algunos, elegidos, la vida cambia. Entonces comienza el aprendizaje sin fin, la aproximación al misterio. Lectores, académicos y críticos, sin contar a los poetas, se preguntan qué es la poesía. Tal vez sea la gran pregunta, después de cuál es el sentido de la vida.  Tenemos mil respuestas, y frente a cada una la poesía escapa a la definición y vuelve a florecer.

Algunas poéticas merecen toda nuestra atención. De Platón y Aristóteles y Horacio a los ensayos de Eliot y Pound y Paz los poetas se preguntan qué hacen cuando escriben poesía. Todos lo saben, y ninguno tiene la última palabra. La poesía es fiel a sí misma y se fuga y escapa de todo lo demás. 

En los periódicos está todo. Cualquier lector atento lo sabe. No sólo se publican noticias y análisis, reportajes, también notas falsas, medias verdades, artículos que son una puñalada y mensajes políticos de la peor calaña; también se publican otras cosas, pero a veces aparecen respuestas no esperadas, incluso verdades reveladas. 

Hace unos días abrí un periódico y en la sección de cultura me encontré con la entrevista de una página de una señorita poeta, cuya fotografía, por fortuna, ocupaba casi la mitad, porque más revelaciones hubieran sido, por así decirlo, delirantes.

Dice la señorita poeta, de cuyo nombre no quiero acordarme, recién lanzada como la estrella poética de las redes sociales (que le dure quince días), que la poesía le va bien porque «al ser el género fundacional de la literatura es el más comprensivo, flexible y abierto a la experimentación, y me gusta mucho experimentar, porque la vida y la poesía son eso, y un milagro». 

Uno se apresura a tomar nota porque eso no lo había dicho ni Paul Valéry, y luego viene sin aviso previo la confesión impagable de que la poeta se da vuelo en este género porque (agárrese fuerte, lector, porque vamos a despegar) le «gusta conjugar ciencia, misticismo, historia, política y arte» y le ofrece «la posibilidad de crear sin etiquetas». Uno piensa en Homero, Virgilio, Dante, Milton y Quevedo y agradece su obra, aunque hayan creado con etiquetas. 

Y luego, entrados en materia, la poeta abre su alma y confiesa que: « En este género me doy vuelo, porque me parece que es una plataforma muy sabrosa para lo mismo expresar un estandarte político e intelectual que una inquietud emocional, sociocultural; para hacerla cromática».

Así que la poesía, viene a enterarse uno, después de desvelarse con Maiakovsky, Pavese, Kafavis, Pound, Paz, Eliot, Saint-John Perse y Mandelstam es eso: una plataforma muy sabrosa... para hacerla crómatica... De pronto, uno comprende que vivimos tiempos muy turbios en el que nada es lo que parece y puede decirse y hacerse casi cualquier cosa. Pronto, por donde vamos, el homicida le reclamará a la familia de su víctima el costo de las balas o el gasto de la tintorería por la salpicadura de la sangre que manchó su ropa.

En el mejor de los casos, pensé al cerrar el periódico, el misterio de la poesía, por llamarlo así, sigue intacto. Que nadie se confunda. La poesía evade las definiciones y esquiva a los necios; lo saben, deslumbrados, los poetas y los buenos lectores de poesía.

28 de agosto de 2021

Otra vuelta a Rayuela

Julio Cortázar descubrió, con sorpresa, que Rayuela (1963) era un libro para los jóvenes. Él pensó que escribía un libro para lectores de su edad, que ya rebasaba los cuarenta y cinco años, pero eran los universitarios de Europa y América los que se lanzaron al libro como si tuvieran un objeto mágico o una brújula en medio del desierto o en medio del mar en una noche sin estrellas. Rayuela fue un libro que cambió vidas, que rompió desde el lenguaje y la música y las actitudes vitales de los personajes las expectativas literarias y formas de vida de generaciones de lectores. Creo una manera rayuelesca de estar en el mundo, y rompió el mapa de la literatura hispanoamericana. Hoy circulan, están disponibles, al menos cuatro ediciones de Rayuela, que ya es más que un longseller un clásico. A casi sesenta años de su publicación sigue siendo leída… por los jóvenes. Acabo de releerla en un taller con lectores no del todo jóvenes con fatales resultados: les parece aburrida, pretenciosa, vana, demasiado intelectual, simple, sin argumento… Rayuela sigue atrayendo cada año a un buen número de lectores; para esos jóvenes lectores sigue siendo una fuente de respuestas, de preguntas, una novela/mandala, un camino al cielo, un faro vital.

9 de julio de 2021

Traductores, traducciones y derechos

Jorge Brash es un poeta y traductor, esos son sus oficios. Un poeta que traduce, de día y de noche, por placer y para ganarse la vida. Un traductor que escribe poesía para dar testimonio de la vida. Tiene otros dos oficios/vicios ocultos: es un aficionado a la música de tiempo completo (la palabra melómano, tan fea, le queda chica), y es un adorador sin remedio de los gatos. 

Al parecer, cuando Brash no está traduciendo (sobre todo textos científicos, en particular de ciencias médicas) y la musa no lo visita, traduce, por cuenta propia y pura diversión, buena literatura. Hacia el año 2000, tradujo, para su alegría y placer, con Elizabeth Corral Peña, The Catcher in the Rye, y aquí empiezan los problemas, porque en la traducción española, el célebre libro de J.D. Salinger ​se llama El guardián entre el centeno, y en la versión Corral/Brash: El guardián escondido...

Recuerdo el título en la portada de un libro, un cómic español para niños: «Garfield se lo monta.» Ese título no tiene ningún sentido para millones de niños hispanohablantes de América. No dice nada para ellos. Ante reclamos de lectores americanos, el editor de Anagrama, Jorge Herralde, ha dicho, y está publicado en la página digital de la editorial, que libros escritos coloquialmente serán traducidos así. Debemos entender: como lo entienden en su pueblo o le sale de los cojones y se caga en dios. Y pensar que es una delicia y un placer extraordinario leer a los grandes prosistas españoles de hoy, y de siempre, que con su escritura no sólo tienden puentes sino que celebran y hacen más rica la lengua.

No creo que estemos ante el célebre dicho, atribuido a Oscar Wilde, sobre la lengua inglesa británica y la estadounidense: «Una lengua común no separa.» No creo que hayamos llegado a tanto, pero es cierto que los libros de Harry Potter de  J. K. Rowling han sido dos veces traducidos, para las dos orillas del Atlántico, y también los de la saga de Stieg Larsson. Hay giros y construcciones y palabras inadmisibles: intragables.

Brash y Corral, bastante mayorcitos, se dieron a la tarea de traducir un libro para adolescentes que, espero, hayan disfrutado mucho, aunque sin posibilidad de recompensa: no había manera de publicar su versión mexicana porque no tenían los derechos de autor. Por fortuna, su versión fue publicada por Pie a Tierra, Gaceta literaria de la Universidad Veracruzana, que la publicó en tres entregas (números 33, 34 y 35-36 en el año 2000), bajo el recurso jurídico de que, al ser una publicación gratuita, no se lucraba con los derechos de autor, derechos de explotar una traducción, que tiene una editorial española. 

Ahora Brash, querido amigo, me envía, así nomás, sin previo aviso, la traducción de la obra de Louise Glück. Brash ha vertido con oficio, erudición, sabiduría, paciencia y amor la obra poética de más de medio siglo de la más reciente premio Nobel. Tal vez no está fuera de lugar decir que se enamoró de esa mirada poética. Si es así, ha hecho bien: es una poesía que hay que leer y releer. 

Brash me dice en un correo electrónico, con toda delicadeza, en el que me envía traducida por él, en un documento anexo, la poesía completa de Louise Glück, como si me enviara sustancias tóxicas o prohibidas, que comparte conmigo sus esfuerzos, y espera que goce, a la par, de la gran poesía y su traducción. 

Es una pena, me dice, que su versión no pueda publicarse, los derechos de autor, que son un gran tema a debatir, están en otra parte. Brash está seguro, me dice, que la poeta estaría encantada de que se obra, en versión mexicana (jalapeña), con algún arreglo razonable, pudiera ser leída y gozada por ese minúsculo grupo de lectores mexicanos interesados en la poesía. Que así sea.

5 de julio de 2021

Tormenta

 ¿Alguien más lo ha pensado; o mejor aún, alguien tiene una respuesta o explicación para esa variada intensidad, sonora y sobrehumana de truenos y ruidos aéreos? ¿Pudiera ser, para acompañar la lluvia, una sinfonía atonal de música en el gris del cielo? Sí. Todos los románticos se lo han preguntado, y han respondido con sus obras maestras. De cualquier modo, dioses o fuerzas de la naturaleza desatadas se expresan con vehemencias herederas de Beethoven y Mahler sobre mi ciudad esta tarde. ¿Alguien más percibe la fuerza del sinfonismo rotundo y total que se desata en el aire en esta tarde? La furia de los elementos ruge, y despliega su sinfonía, devastadora y total. ¿Tormenta e ímpetu? En el cielo se desata fortísima, plena de metales y momentos heroicos. Nadie puede permanecer indiferente. El estruendo es una descarga fascinante que puede imponer temor. Si el cataclismo durara una noche, se acabaría el mundo. Miro desde la ventana del jardín. Nada tengo que decir. También reina el asombro.

Magdalena

Magdalena es química, y a sus ochenta y tantos años (mi educación me prohíbe, por imprudente e improcedente e impertinente preguntar a las damas su edad exacta, pero no importa) sigue siendo profesora en una escuela preparatoria. Su lucidez y entusiasmo son devastadores, totales, y seguramente también sus enseñanzas. 

Su larga experiencia docente, y su entrega, estoy convencido, deben ser muy valiosas para sus alumnos; sus comentarios o recomendaciones deben ser decisivas a la hora de elegir carrera, de reconocer vocaciones. Así son algunos profesores, y estoy seguro de que Magdalena es uno de ellos.

Frecuento a Magdalena cada semana, en un taller literario. Sé muy poco de su vida, y a la vez lo sé todo. Enviudó muy joven, con tres hijos varones, a los que educó y sacó adelante de manera ejemplar. Hoy son universitarios, adultos exitosos. Calculo que enviudó, quizá, hace medio siglo.

Magdalena nos contó que un día vio en la secundaria a un chico con una camisa verde. Entonces le sentenció a una amiga:

‒‒Es él. El de la camisa verde...

La amiga no entendió. Ni entendería. Nunca comprendió que en ese instante, al verlo, al vislumbrar con la nitidez metafísica que da el hallazgo del amor, que había encontrado / elegido al hombre de su vida. Y sí. No se equivocó. Se casó con él.

‒‒Todavía conservo esa camisa, la tengo lavada, planchada y doblada en un cajón ‒‒nos dijo sin rasgo de sentimentalismo ni emoción en una sesión del taller. 

‒‒¿Conservas la camisa de tu marido, el padre de tus hijos, cuando era un chico de secundaria? 

Y nos respondió serena y orgullosa, con una certeza absoluta:

‒‒Sí. La conservo. La cuido. La guardo. Desde hace más de sesenta años.

Eso es todo. Más allá de su impecable serenidad, es un testimonio admirable y conmovedor de una historia de amor.

2 de julio de 2021

¿De qué trata un libro?

Un amigo con el que no había hablado en mucho tiempo (es triste darse cuenta cómo puede uno dejar de hablar con los amigos queridos, con los que conversar es estupendo, por mucho tiempo), me pregunta de qué la última novela que he escrito, de la que tiene noticia por otro amigo común. 

Entonces trato de hacer un comentario que sea muchas cosas a la vez: una recensión, un juicio lúcido y atractivo digno de la contracubierta de un libro (un género literario poco valorado, por supuesto). ¿Cómo explicar con buen juicio y justicia literaria de qué trata un libro, más allá de la triste trama?

Mi amigo quedó satisfecho con mi respuesta, limitada y miope, sobre todo parcial. Luego, tardé (¡a cuántas cosas llegamos siempre tarde!) recordé un pasaje de un libro inolvidable, El bar de las grandes esperanzas, de ese gran narrador que es J. R. Moehringer. 

Fui al librero y ahí estaba el libro, con un señalador adhesivo en la página correcta. El narrador de esas memorias mantiene un diálogo con alguien, que le pregunta «¿De qué va?» el libro que está leyendo. Y por circunstancias de la trama que no vienen al caso, responde, en la traducción hispana: 

«—No soporto esa pregunta [...]. No soporto que la gente pregunte de qué va un libro. La gente que lee buscando una trama, la gente que chupa las historias como si fueran la nata de una galleta Oreo, debería quedarse con los cómics y las telenovelas. ¿De qué va? Todos los libros que merecen la pena van de emociones y de amor y de muerte y de dolor. Va de palabras. Va de un hombre que se enfrenta a la vida.»

¿De qué va mi novela? De eso, justamente. Moehringer, gracias; no podría decirse con mayor brevedad y precisión; no podría decirse mejor. 

10 de junio de 2021

Jueves de Corpus

El 10 de junio de 1971, Los Halcones, un grupo paramilitar, fuerza ilegal del Estado, en una operación planeada, arremetieron con bastones y armas de fuego a los estudiantes de una manifestación pacífica. Algunos analistas hablan del epílogo de los sucesos sangrientos del 2 de octubre de 1968. 

En San Cosme, Ciudad de México, los estudiantes fueron acorralados, golpeados, heridos, muertos. No sabemos ni sabremos el saldo de los caídos. Mi padre estuvo ahí. Era el reportero del diario Novedades que cubría la fuente de educación, y por lo tanto, las manifestaciones, paros y huelgas de los universitarios.

Para sobrevivir, tuvo que esconderse debajo de un coche. Tuvo suerte, salió ileso. Llevaba un saco de gamuza español, tal vez su mejor prenda. Quedó hecho una desgracia, y aún lo conservo en mi armario. Es una pena que no pueda usarlo ni para andar por casa: mi padre era un hombre muy delgado.

Escribió su crónica, y también guardo una gran carpeta con los recortes de periódico que él reunió (era uno de sus vicios). Ahí está todo lo que publicó en la prensa en los siguientes días. Frente a las evidencias y testimonios de protagonistas y testigos, no faltaron las voces oficialistas que dijeron que aquello nunca había sucedido. 

Dos días después, hubo una «inspección ocular», una suerte de reconstrucción de los hechos por las autoridades. El presidente de la República pidió una investigación, que nunca llegó a nada, nunca se castigó a los culpables. Acompañaban al Procurador General de la República el secretario de Educación Pública y el coronel Ángel Rodríguez García, jefe del Estado Mayor de la Policía, quien dijo que la policía había cerrado el paso a todos los vehículos.

Mi padre, dice una crónica, «replicó en forma enérgica que se había permitido el paso a vehículos que venían de San Cosmo y la Avenida Instituto Técnico [...], de los que descendieron individuos que se mezclaron con los estudiantes.»

Entonces mi padre, en el mayor acto cívico de su vida, sin duda el más arriesgado, preguntó al coronel «por qué no había intervenido la policía si estaba viendo que se disparaba sobre los manifestantes y eran agredidos en forma brutal. / Respondió el coronel Rodríguez García que la policía nunca ha intervenido en manifestaciones estudiantiles y que la consigna que había recibido era la de no intervenir». 

Crónicas, notas y libros* sobre los hechos dan testimonio de la airada denuncia de mi padre, que desmintió al coronel ante el procurador. No sucedió nada más, ni para bien ni para mal. En Novedades no les gustó la intervención de mi padre. Unos meses después se fue del periódico. No volvió a usar el saco de gamuza, pero lo conservó. Más de una vez le pedí que me contara, le hice preguntas. Sus respuestas fueron rápidas, vagas. Nunca quiso contarme, aunque no lo había olvidado, lo que sucedió aquel diez de junio de hace cincuenta años.
_____________
*Gerardo Medina Valdés, Operación 10 de junio, Ediciones Universo, México, 1972.
  Gerardo Ortiz (ed.) Jueves de corpus, Diógenes, México, 1971.
  Reporteros y escritores de Proceso; La investigación, Proceso, México, 1980.