5 de julio de 2021

Magdalena

Magdalena es química, y a sus ochenta y tantos años (mi educación me prohíbe, por imprudente e improcedente e impertinente preguntar a las damas su edad exacta, pero no importa) sigue siendo profesora en una escuela preparatoria. Su lucidez y entusiasmo son devastadores, totales, y seguramente también sus enseñanzas. 

Su larga experiencia docente, y su entrega, estoy convencido, deben ser muy valiosas para sus alumnos; sus comentarios o recomendaciones deben ser decisivas a la hora de elegir carrera, de reconocer vocaciones. Así son algunos profesores, y estoy seguro de que Magdalena es uno de ellos.

Frecuento a Magdalena cada semana, en un taller literario. Sé muy poco de su vida, y a la vez lo sé todo. Enviudó muy joven, con tres hijos varones, a los que educó y sacó adelante de manera ejemplar. Hoy son universitarios, adultos exitosos. Calculo que enviudó, quizá, hace medio siglo.

Magdalena nos contó que un día vio en la secundaria a un chico con una camisa verde. Entonces le sentenció a una amiga:

‒‒Es él. El de la camisa verde...

La amiga no entendió. Ni entendería. Nunca comprendió que en ese instante, al verlo, al vislumbrar con la nitidez metafísica que da el hallazgo del amor, que había encontrado / elegido al hombre de su vida. Y sí. No se equivocó. Se casó con él.

‒‒Todavía conservo esa camisa, la tengo lavada, planchada y doblada en un cajón ‒‒nos dijo sin rasgo de sentimentalismo ni emoción en una sesión del taller. 

‒‒¿Conservas la camisa de tu marido, el padre de tus hijos, cuando era un chico de secundaria? 

Y nos respondió serena y orgullosa, con una certeza absoluta:

‒‒Sí. La conservo. La cuido. La guardo. Desde hace más de sesenta años.

Eso es todo. Más allá de su impecable serenidad, es un testimonio admirable y conmovedor de una historia de amor.