3 de octubre de 2018

El toreo era la vida

Claudio de Jesús Campos Morales, vecino de Kanasín, era un torero sin fortuna y banderillero de la plaza de Mérida, Yucatán. Conocido como El Teto, participaba en las fiestas patronales y toreaba en las ferias yucatecas. Sus amigos recuerdan una lejana tarde en que alcanzó la gloria con una faena; era un personaje conocido y querido en el medio taurino local. Había heredado la afición, no era el primero en su familia en dedicarse a la tauromaquia.

Una lesión en un tobillo lo llevó al quirófano. Los médicos le advirtieron que no volvería a poner un pie en el ruedo, que no volvería a torear. Claudio de Jesús, El Teto, entró en un callejón existencial (oscuro como un túnel) como si en el callejón de una plaza se encontrara a un toro que lo embiste de frente. Camus nos enseñó que si hay razones para vivir un nuevo día, el problema del suicidio, al menos por ese día, ha sido conjurado. Ante ese retiro obligado, súbito y definitivo del toreo, Claudio de Jesús se ahorcó. Tenía cuarenta y cuatro años.

Es fácil hablar de depresión, un mal de nuestro tiempo que tratamos con irresponsable ligereza. William Styron, no sólo en sus novelas (la más conocida gracias al cine es La decisión de Sophie) había abordado la depresión, algunos de sus personajes la padecen, sino también en Esa visible oscuridad: memoria de la locura, ensayo y testimonio definitivo sobre el tema, nos ha permitido asomarnos al abismo o el callejón, nos ha hecho comprender que alguien con una depresión profunda ni siquiera es capaz de explicar que está deprimido.

No siento ninguna predilección por los toreros, ni los admiro por los riesgos que corren en el ejercicio de su oficio, aunque reconozco su osadía, pero sí encuentro una coherencia profunda de Claudio de Jesús con su vida y proyecto de vida. No sé a qué edad suelen retirarse los banderilleros, pero verse lejos de la pasión que anima su vida a los cuarenta y cuatro años es muy pronto, y aunque ya no se sea joven, falta mucho para el fin natural de la vida. Decidió que no ejercería otro oficio, y que tendría muchos años por delante como para entregarse de lleno y con pasión a la nostalgia.

Si todo suicida tiene sus razones, la impecable lógica de su decisión, casi siempre falta su testimonio completo, la crónica de su entrada al callejón, pero quizá nadie está preparado ni interesado en dar demasiadas explicaciones. Claudio de Jesús, supongo, decidió o comprendió que si no era torero no sería nada más. La existencia misma, el mundo y sus maravillas serían irrelevantes y no tendrían razón de ser.

Este no podría ser un caso más de los que Vila-Matas llamó suicidios ejemplares en un libro del mismo nombre. No. Éstos son esencialmente literarios. Lo de Claudio de Jesús responde a otra cosa, y yo sólo haga notar su coherencia. Identificó el sentido de su vida, su vida misma, con su oficio. Si ya no podía torear, entonces no podía vivir. Fin.

1 de octubre de 2018

Thomas Hardy y el olvido

Adiós a todo eso es el título del libro de memorias que Robert Graves escribió a sus treinta y tres años para ganar dinero y pagar sus deudas. No es del todo apresurado calificar como prematuro el libro que cuenta la vida de un hombre aún joven, pero si ese hombre es un soldado sobreviviente de la primera Guerra Mundial y tiene el talento literario de Graves, entonces ese libro se torna necesario e incluso indispensable. Graves cuenta la guerra, la vida de los soldados en las trincheras, su contacto diario con la muerte con asombrosa maestría y desapego.

Aunque Graves tomaba notas sobre su vida, algo así como un diario, un registro de sus años en Francia luchando contra los alemanes, con la intención de usar sus apuntes para una novela, es notable la recuperación del pasado con un arduo ejercicio de memoria.

Después de la guerra, un día Graves visitó con su mujer a Thomas Hardy en su casa de campo. Hace un siglo, el autor de Tess d' Urberville, era un poeta y novelista célebre, que ahora está en ese extraño limbo entre la gloria petrificada de algunos clásicos y el más rotundo olvido. Así como un día pueden aparecer libros suyos en las mesas de las novedades de las librerías, también es posible que no se reedite más y las siguientes generaciones no podrán ser acusadas de olvido por la simple razón de que no lo conocieron ni lo leyeron (son muchos los confinados a ese limbo).

De esa visita, cuenta Graves en Adiós a todo eso, en la traducción de Sergio Pitol, que Hardy «en una ocasión había estado podando un árbol cuando de pronto germinó en su mente la idea de un relato. La mejor idea que hubiera concebido en su vida, y le llegó completa, con los personajes, el escenario, y hasta algo del diálogo. Pero como no llevaba lápiz y papel consigo, y deseaba terminar de podar antes de que el tiempo se estropeara, no tomó notas. Cuando se sentó a la mesa y trató de recordar la historia, todo había desparecido.» Y Hardy le aconsejó a Graves: «Llevé siempre papel y  lápiz. [...] Por supuesto que aunque ahora recordara la historia ya no la escribiría».

Sabio el consejo del viejo Hardy. Siempre hay que llevar papel y lápiz: siempre. Uno no sabe cuándo llegará la «mejor idea que hubiera concebido». Por un instante aparece la imagen impecable de ese relato, llamado a ser el mejor de todos, pero el rayo del numen, la fuerza de la revelación, la emoción de escuchar el canto de la musa, aturden de pronto de tal manera que al pasar el arrebato, el gran momento, nada queda.

Al encontrar un momento de sosiego, tal vez al llegar a la mesa de trabajo, sólo queda el recuerdo de esa experiencia intensa: de haber imaginado un relato completo o sentido un poema perfecto que nunca será escrito porque de él no ha quedado ni una palabra. Lo arrebató el olvido. Hardy dice la verdad. Sé de qué habla. Puedo dar fe de que a veces es así.