Adiós a todo eso es el título del libro de memorias que Robert Graves escribió a sus treinta y tres años para ganar dinero y pagar sus deudas. No es del todo apresurado calificar como prematuro el libro que cuenta la vida de un hombre aún joven, pero si ese hombre es un soldado sobreviviente de la primera Guerra Mundial y tiene el talento literario de Graves, entonces ese libro se torna necesario e incluso indispensable. Graves cuenta la guerra, la vida de los soldados en las trincheras, su contacto diario con la muerte con asombrosa maestría y desapego.
Aunque Graves tomaba notas sobre su vida, algo así como un diario, un registro de sus años en Francia luchando contra los alemanes, con la intención de usar sus apuntes para una novela, es notable la recuperación del pasado con un arduo ejercicio de memoria.
Después de la guerra, un día Graves visitó con su mujer a Thomas Hardy en su casa de campo. Hace un siglo, el autor de Tess d' Urberville, era un poeta y novelista célebre, que ahora está en ese extraño limbo entre la gloria petrificada de algunos clásicos y el más rotundo olvido. Así como un día pueden aparecer libros suyos en las mesas de las novedades de las librerías, también es posible que no se reedite más y las siguientes generaciones no podrán ser acusadas de olvido por la simple razón de que no lo conocieron ni lo leyeron (son muchos los confinados a ese limbo).
De esa visita, cuenta Graves en Adiós a todo eso, en la traducción de Sergio Pitol, que Hardy «en una ocasión había estado podando un árbol cuando de pronto germinó en su mente la idea de un relato. La mejor idea que hubiera concebido en su vida, y le llegó completa, con los personajes, el escenario, y hasta algo del diálogo. Pero como no llevaba lápiz y papel consigo, y deseaba terminar de podar antes de que el tiempo se estropeara, no tomó notas. Cuando se sentó a la mesa y trató de recordar la historia, todo había desparecido.» Y Hardy le aconsejó a Graves: «Llevé siempre papel y lápiz. [...] Por supuesto que aunque ahora recordara la historia ya no la escribiría».
Sabio el consejo del viejo Hardy. Siempre hay que llevar papel y lápiz: siempre. Uno no sabe cuándo llegará la «mejor idea que hubiera concebido». Por un instante aparece la imagen impecable de ese relato, llamado a ser el mejor de todos, pero el rayo del numen, la fuerza de la revelación, la emoción de escuchar el canto de la musa, aturden de pronto de tal manera que al pasar el arrebato, el gran momento, nada queda.
Al encontrar un momento de sosiego, tal vez al llegar a la mesa de trabajo, sólo queda el recuerdo de esa experiencia intensa: de haber imaginado un relato completo o sentido un poema perfecto que nunca será escrito porque de él no ha quedado ni una palabra. Lo arrebató el olvido. Hardy dice la verdad. Sé de qué habla. Puedo dar fe de que a veces es así.