10 de septiembre de 2021

Un rescatista voluntario

Los ataques del once de septiembre de 2001 han generado artículos, testimonios reunidos en volúmenes, libros de ensayos, novelas, documentales y películas cuyo número es difícil de calcular y casi imposible de leer, mirar y analizar por completo. Y aunque persisten algunas preguntas sin respuesta, no es del todo arriesgado afirmar que lo sabemos casi todo de lo que sucedió esa mañana. 

Sobrevivientes, deudos, periodistas, investigadores y autoridades han dado su testimonio; se logró identificar la mayoría de los cuerpos (con frecuencia trozos) que aparecieron entre los escombros (identificaron a los diecinueve fanáticos enfermos de odio que perpetraron los atentados). Ahora, en el lugar en el que las Torres Gemelas dominaban el paisaje de la punta de Nueva York, hay un monumento a las víctimas y ya existe otro edificio del World Trade Center: han pasado veinte años.

En un periódico encuentro una historia marginal a esa gran tragedia, una injusticia que aún perdura, una expresión de la incomprensión y los prejuicios.

Luis Eduardo Marulanda, colombiano, empleado de la Cruz Roja de Bogotá, llegó a Nueva York el 10 de septiembre para tomar un curso con los bomberos de Nueva York. Al otro día, el funesto 11 de septiembre, fue a la Zona Cero y dijo que quería trabajar con voluntario en el rescate de los sobrevivientes. Hoy, veinte años después, lamenta no haber rescatado a nadie con vida.

Marulanda fue asignado a una brigada y trabajó larguísimas jornadas, casi sin descanso, durante noventa y cinco días. No sé si ha contado o escrito su testimonio, pero está claro que lo que vio y vivió es algo casi irrepetible, una situación extrema de dolor e incomprensión, de heroísmo y rabia. 

Se le venció la visa y fue a renovarla para extender su estancia  y continuar su labor de rescate. En la oficina de Migración lo acusaron de trabajar ilegalmente en los Estados Unidos. Dice que no respondió al instante cuál era su trabajo. Cuando lo hizo, lo acusaron de mentir, de pretender obtener un beneficio, de usar el dolor humano para evitar su deportación. 

Marulanda quiso demostrar qué hacía en la Zona Cero. Se cumplió el plazo, las 72 horas que le habían concedido para salir del país sin que pudiera explicar y convencer a los oficiales, sin arreglar su situación. En enero de 2002 fue deportado a Colombia, y le prohibieron volver a los Estados Unidos en diez años.

No ha insistido, no ha vuelto. Y no olvida su experiencia como rescatista voluntario, sin duda una definitiva en su vida. Su historia encierra un lado de ingratitud e incomprensión, y otro de insatisfacción por no concluir la misión que el rescatista Murulanda, extranjero y con estancia ilegal en el país, había asumido. Le encantaría regresar y mirar cómo es hoy la Zona Cero, acercarse y leer en los muros del monumento los nombres de la víctimas. Hace diez años se cumplió el plazo de la prohibición de volver. No sabe si un día regresará a Nueva York.

6 de septiembre de 2021

Luz interior

Pensar tus ojos para que la luz sea interior,
para que se derritan y escurran las palabras
en el crepúsculo naciente de lo inefable;
Pensar en tus ojos y en que a veces estallan
en equinoccios perdidos a destiempo en el fuego vivo,
carnal, que engendra su brasa infinita en la memoria,
en la petrificada y efímera figura del calidoscopio
que se alza en la forma mientras se aniquila;
En ellos y en las metáforas, con la certeza gris negra
y verde y azul marrón ámbar de que algo vuela
y expira en la mirada de las abejas marinas;
En su torre de cristal,
en los histéricos itinerarios de sus alas,
en las cerraduras de sus cofres secretos,
en lo que son y en lo que ocultan, 
en sus destierros, 
en sus formas del misterio,
certezas de las nebulosas en torbellino,
senderos, dos veleros con derrota;
Pájaros de mitología que encarnan lo que no fueron
y lo que son lejos de sí mismos,
agua de los pozos, perversa inocencia
de música eólica que todo lo ablanda;
Cantar sin nombrarlos en su beso luminoso
de palomas presas que todo lo saben y todo lo ignoran, 
omnipresentes videntes que no se miran entre ellos;
Relámpagos de mentiras, engaños del espejo
y de las teorías de Isaac, el inglés,
velamen a la deriva en el mar de sus cauces,
destellos de la anunciación,
horizontes de la tristeza infinita;
Hacedores de historia rebeldes a su pasado,
continentes de nostalgias arrebatadas en lágrimas
de risa y odio, de anhelos y pantanos olvidables,
constelaciones mutantes de humo y ruinas,
fugaces figuras de tierra prometida,
cántaros de agua y aceite,
cestas de cebolla y canela,
ventanas del jardín y los senderos,
lluvia de profundos minerales,
puñales de piedra, flechas de ónix,
peces de agua azul y cola brillante,
repique de campanas al vuelo,
descargas eléctricas en cielo de verano,
redes de cristal de roca y nube,
arrecifes al borde del vértigo,
claveles deshojados en cosméticos,
sueños de corales infinitos,
islas de arenas movedizas,
goteras de nieve derretida,
olas marinas salvajes que estallan en risa,
caracoles brillantes de playas sin nombre,
guijarros que guardan y colman el pasado,
linces heridos al acecho de la vida,
frágiles fragatas de alta mar en tierra,
lunas gemelas de caramelo y algodón,
papalotes de colores en cielos infantiles,
cantos de río y montaña al alba,
mariposas posadas de la resurrección,
potros desbocados en las praderas,
óleos y pinceles del otoño,
miradores inventores del paisaje,
testigos mudos de lo visible,
fuentes de luz en surtidores,
andamios de equilibrio en la belleza,
amorosos pétalos del día y sus rostros,
guardianes de la noche y su silencio,
acuarelas ingenuas y animadas,
piedras hechas de barro y tiempo,
cavidades cristalinas de humedad,
ternura acuosa y revelación del lamento,
puertas del llanto y del lodo original,
seductores profesionales a sueldo,
heraldos del paraíso prometido,
náufragos de tormentas y soledades habitadas,
sonrisas del sol creadoras de contornos,
inventores de geometrías trascendentes,
ficciones anheladas de la maravilla,
monedas invaluables de polvo de oro,
cámaras de realidades imposibles,
sonatas improvisadas de luz y sombra,
ríos de armonía en contrapunto,
eclipses terrenales sin astros,
vagabundos creadores de caminos,
verdades en grito de cara al sol,
deseo encarnado en llamaradas,
fuego que se desangra en la mirada,
pozos de la tarde moribunda,
dos gritos poblando el cielo,
indomables petrificantes del mundo,
visiones gemelas en tu rostro;
Ojos de mujer, de vida amenazada,
ojos de perro, de vaca, de jade,
de whisky, de aire-nada,
del que es llevado al patíbulo,
del que nada sabe,
ojos de agua de charco y de agua bendita,
de la miseria y la esperanza,
ojos que verán a la muerte sorprendida;
Pensar tus ojos y mirarlos, y mirarlos
para que la luz sea interior;

4 de septiembre de 2021

Una carta astral

Una relectura atenta de Rayuela me lleva a revisar nombres propios y detalles que en otras lecturas había pasado por alto. En el capítulo 99 Cortázar menciona, de paso, al doctor Petiot: «asesino eminente»; se refería a Marcel Petiot, bestia humana y asesino en serie cuya vida ofrece material para una novela de terror, que fue juzgado y guillotinado en mayo de 1946.

Michel Gauquelin, psicólogo y estadístico, estuvo toda su vida obsesionado con la astrología. Con la ayuda de su esposa, la psicóloga Marie-Françoise Schneider, realizó un experimento singular y a la vez una gran tomadura de pelo. Envió los datos del lugar, fecha y hora de nacimiento de Marcel Petiot a una empresa que se jactaba de hacer horóscopos por computadora. 

El astrólogo o su máquina supusieron que se trataba de los datos de Gauquelin, su cliente, al que le enviaron su carta astral y una interpretación sobre su personalidad en estos términos: «Su instintiva calidez se alía con el intelecto y el ingenio [...] Está dotado de un sentido moral que es reconfortante: el de un ciudadano digno y de buen juicio [...cuya] vida encuentra expresión en total devoción por los demás...». Una ramillete singular de elogios.

Entonces Gauquelin, en abril de 1968, puso un anuncio en un periódico de París: ofrecía un horóscopo personal de diez páginas, completamente gratis, a las personas que enviaran sus datos y después de recibir su horóscopo estuvieran dispuestas a responder un pequeño cuestionario. A las más de ciento cincuenta personas que respondieron les envió el horóscopo y el perfil de la personalidad de... ¡Marcel Petiot!, que el astrólogo de la computadora le había enviado al propio Gauquelin.

Muchos de los que recibieron su horóscopo personalizado no sólo se reconocían en el retrato psicológico, sino que se sentían más que satisfechos e incluso impresionados por la precisión con que había sido captada su personalidad. Para la gran mayoría había sido descrita con fortuna la clave de los sucesos de su vida y de su entorno familiar. Una respuesta decía: «El trabajo hecho por la máquina es maravilloso [y], en general, a cualquiera que me conozca bien le ha parecido muy exacto, especialmente a mi esposa.»

Casi todos quedaron muy complacidos y se reconocieron en el perfil psicológico, según el astrólogo, de un hombre perturbado, perverso y asesino serial. En otro estudio, Gauquelin le pidió a un grupo de astrólogos que estudiaran cuarenta cartas astrales, veinte de criminales y veinte de ciudadanos ejemplares. Los resultados no llegaron a ninguna conclusión, todo era especulación y azar: la astrología no distinguía a unos de otros. 

Gauquelin siguió haciendo experimentos sin concluir nada a favor de la astrología. Dedicó su vida a buscar respuestas donde tal vez no las haya. Se suicidó a los sesenta y dos años (no sabemos si algún astrólogo le vaticinó su fin). Todo esto es una historia conocida, que se publicó en los periódicos y hoy se puede recuperar en la Red, pero vale la pena recordarla antes de pedirle a un astrólogo una carta astral. Por lo menos, las que enviaba Michel Gauquelin a sus clientes/conejillos de indias los dejaban muy contentos y eran gratuitas.