31 de diciembre de 2010

Oración

Que no pase un día sin escribir, que no llegue la medianoche y me sorprenda con la página en blanco. Que esas palabras, esas frases y oraciones cifren el trabajo, el esfuerzo, la experiencia, la imaginación, las emociones: las vicisitudes del día. Que pueda llamar a las cosas por su nombre y contar la historia con claridad y precisión y decir las palabras justas del hambriento, del desolado, del que sufre y llora, del que ríe, del que canta y baila, del que mira y piensa, del que siente y goza, del que sueña, del que se ha enamorado. Que esa escritura nombre a los hombres y las mujeres que viven perplejos el don de la vida y buscan su camino con la ilusión y las miserias de cada día. Que la escritura sea palabra fija en tinta en el cuaderno y que sea tan gratificante y necesaria como el agua y el aire y el pan nuestro de cada día.

31 de diciembre

La vida es una estampida, una marcha hacia el mañana de cada día. De un instante pende otro y de éste el siguiente, el que completa el minuto que dará la hora con la que concluye el día. Vulnerant omnes, ultima necat (Todas hieren, la última mata), dice un proverbio latino sobre las horas. Imposible negarlo, pero hay que vivir y apostar porque la próxima herida no sea letal. En el horizonte está el mañana, la alegría, la felicidad, pero también el fin.

Estamos hechos de tiempo y se nos va como el paso del sol, o la arena y el agua entre los dedos (de sol, agua o arena fueron alguna vez los relojes). Los minutos suman horas, las horas días, los días semanas y meses. Los meses culminan en años.

Vivimos en ciclos que no siempre advierto, a veces se me escapa la luna llena (no siempre miro al cielo), las mareas están muy lejos, las estaciones y los periodos de la fertilidad y los agrícolas casi diría que me son ajenos. Soy un hombre de ciudad, y las luces eléctricas de las casas y edificios y las de neón de las calles son un estímulo constante en el que crece un paisaje monótono que no respeta los ciclos vitales.

Vivo una sensación de fuga, de paso inexorable, efímera y vertiginosa hacia no sé dónde. Pero no puedo sustraerme a las ceremonias y ritos de la tribu. Para mí, sólo será una fiesta más, en la que el viernes será sábado a la medianoche.

Pero este día es especial, tanto que sucede una vez al año. Estamos a punto de cruzar el puente cívico del calendario. Es la hora del balance, de hacer las sumar y restas de lo que dejó el año, de hacer los casi siempre inútiles propósitos, promesas y proyectos, de jurar redenciones y enmiendas en el que mañana comienza.

Esta noche aquí y allá habrá celebraciones por el fin de la danza anual de la Tierra alrededor del Sol, por el cierre del año cívico y pagano. Es un momento en que la euforia puede alentar cierto optimismo. Es bueno que así sea, quizá algo comienza, algo termina.

Yo quiero que mañana salga el Sol y salga para todos, y que el frío no le hiele a nadie el alma, que nadie muera de desamor y que el orden cósmico imante la vida en la Tierra y no claudique la esperanza. Que siempre la pena sea mitigada al menos por una alegría pasajera. Yo no sé bien qué acaba ni qué celebramos. Que los astros sigan su curso. Acaso nada termina y nada comienza, aquí, ahora, en este día, salvo esta escritura.

30 de diciembre de 2010

La voluntad de escribir

Borges, el magnífico, dice que la dicha de escribir no se mide por las virtudes o flaquezas de la escritura. Yo agrego, cuando el abecedario se ha convertido en la estrella polar, el Norte de una vida, que para un escritor el ejercicio del don de la escritura y la incapacidad de escribir son una y la misma cosa, según sea estimulada o no por la voluntad irrenunciable de escribir.

20 de diciembre de 2010

Una muela

Mi dentista me ha dicho que sería conveniente extraer una muela sana. Dice que esa muela podría moverse y afectar a otras piezas, por lo tanto me recomienda ampliamente sacrificarla. Yo le pregunto si es necesario, si no hay otra solución, porque perder una muela es una cosa seria.

Para ganar tiempo, le he hablado del relato de Woody Allen que se llama «Si los impresionistas hubieran sido dentistas», le he citado a don Quijote que dice: «te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante».

Ella insiste, y me habla de razones odontológicas, estomatológicas y poco falta para que me diga que el ángulo de inclinación de la Tierra sobre su propio eje se verá afectado. La doctora Calderón es una profesional, competente, con experiencia, muy agradable, que me ha dado pruebas de sus habilidades y conocimientos.

Cuando no tengo la boca abierta o anestesiada, conversamos con gusto, me habla de su club de lectura, le recomiendo libros. Me cuenta de sus hijas y de su educación, de la escuela a la que asisten. Luego, me pregunta otra vez si acepto que extraiga la muela.

No tengo la menor duda ni sospecha de sus capacidades ni tengo razones para dudar de su diagnóstico. Simplemente no quiero perder una muela sana a menos que sea absolutamente necesario. Uno va por la vida perdiendo juventud, seres queridos, amigos, amores, ilusiones, como para perder además una muela así nomás. Le dije que lo pensaría. Le prometí que volvería a los seis meses para una limpieza y tomar una decisión.

Se ha cumplido el plazo y debo volver al consultorio. Pediré una cita y hablaré seriamente con ella. Defenderé mi punto de vista, daré una gran batalla. Yo creo que este asunto de la muela tiene que ver más con la metafísica o la ontología que con la anestesia, la extracción y un dolor pasajero.

Es una cuestión de principios, de integridad. Preferiría que me extrajera dos o tres prejuicios, una tristeza y una pena. Si la doctora Calderón pudiera hacerlo, con gusto le entregaría a cambio esa muela.

15 de diciembre de 2010

Las canciones silentes de Silvestrov

Escucho las Canciones silentes (Silent Songs) de Valentin Silvestrov. Me estremezco y sin embargo mi emoción no me arrebata del todo, me doy cuenta de que ahí están los atributos del lied que más aprecio: la belleza desnuda de la melodía, que me atraviesa como un relámpago la noche; la sobria dignidad viril de una voz de barítono al servicio del poema que canta; el fulgor de la presencia, la elegancia indispensable del sonido químicamente puro del piano, necesario como el pan, el agua y el aire. La brevedad, como insinuación de algo apenas entrevisto o beso robado; la sabiduría del discurso; la riqueza del poema, la intensidad.

El encuentro de un piano y una voz es un acto amoroso que antes de su fin puede devenir en cualquier cosa menos en el silencio, y en esa forma mínima de un arte ya están las máximas posibilidades y bellezas. Todo lo que puede dar el arte sonoro ya está ahí. Así, una canción silenciosa es una contradicción, pero Silvestrov, maestro de nuestro tiempo, ha logrado el oxímoron perfecto, la música callada que pedía un poeta místico, la que dice y sugiere, la que habla en el silencio, la que celebra la soledad y la intimidad con impecable belleza. Música íntima, para ser sentida tanto como escuchada, estas canciones encierran otras músicas, otros ámbitos.

Estas canciones que escucho por primera vez me evocan otras músicas, como un poema o un paisaje que no conocíamos nos recuerda otros, poemas o paisajes o cierta emoción que no habíamos sentido hacía tiempo, a la que incluso le rehuíamos como quien dice: "ahora no tengo tiempo de sentir, venga mañana".

Todavía no sé qué me dicen estas canciones, qué encuentro más allá de sus atributos formales, de la magistral sencillez que instaura una belleza vislumbrada. Pero entregado a ella, ensimismado, escribo a la orilla de mí mismo, al borde de la emoción, de un ataque matutino de melancolía. Yo no sé qué tiene esta música, yo no sé qué me dice, no sé si encierra alegría o motivos para el llanto, un golpe de soledad o desesperanza, no lo sé, pero su fuerza telúrica y cósmica, humana y sobrehumana, me arrastra, me dice, me llama.

12 de noviembre de 2010

Un místico en casa

Tengo un monje en casa, un aspirante a místico. Por supuesto, no nos comprendemos. Su vida goza de una levedad y unos privilegios que a mí me están vedados. Se interesa excesivamente por el pequeño mundo del jardín y sus habitantes, no le importan las noticias ni el periódico y suele dormirse a mi lado cuando vemos la televisión. Tengo la impresión de que le gusta la música, pero si no la escucha, no protesta ni se altera. La verdad es que se conforma con bastante poco, aunque juega con lo que no es suyo y su curiosidad me parece excesiva: no hay rincón de la casa en el que no meta los bigotes. Con un cuenco de leche y poco más le basta, y si bien creo que duerme demasiado, me digo que es parte de su vida espiritual, en la que la meditación y aun la contemplación budistas son confundidas con la pereza y el desdén a tantas cosas de este mundo. Sí, creo que goza de cierta iluminación, de una paz de espíritu, de un estar aquí y en otra parte que revela su estado de gracia. La prueba suprema, digo yo, es su ronroneo. ¿Qué otra cosa puede ser, si no un profundo mantra y una forma superior de contemplación, un gesto de amistad, una expresión de la sabiduría, un atributo de la felicidad?

9 de noviembre de 2010

La muchacha y la flor

Empiezo este relato. Yo busco, elijo y ordeno las palabras. Las escribo aquí, con un lápiz en esta hoja blanca, mis límites son los márgenes de la página. Soy el autor, escribo lo que quiero, mi libertad es soberana. Si pido un jarro de agua sobre una mesa, ya tengo en mi escritura una mesa y un jarro de agua. Entonces decido que también aparezcan un vaso y una manzana. Ahora digo que al fondo de la habitación hay una ventana que da a un parque por la que entra una luz muy clara. En una habitación casi desnuda tengo una mesa de madera, rectangular, no muy grande, una hoja de papel en la que escribo con un lápiz, dos sillas, un jarro de agua, un vaso, una manzana, una vista a un parque desde una ventana con una luz diurna muy clara.

Escribo que sin anunciarse una muchacha abre la puerta, entra en la habitación, irrumpe en mi relato. Lleva una flor blanca en la mano, una azucena a la que llama lili, y al tiempo que se sienta la posa en el centro de la mesa. Se sirve agua en el vaso, la bebe, muerde contenta la manzana. Se levanta y mira el parque frondoso desde la ventana. Conversa conmigo, mientras escribo estas palabras. Hablamos de ella, y también del agua fresca, de la luz muy clara, del parque y de su gusto por la manzana. Se sienta frente a mí y me cuenta su vida, sus secretos, que no quiero ni puedo divulgar aquí por no faltar a mi palabra. Poco a poco se bebió todo el jarro de agua. Conversamos toda la mañana.

De pronto, sin que yo lo escriba, la muchacha se levanta. Sin que yo lo decida, sin que yo lo quiera, sin decir hasta luego se va a ir de esta página. Sorprendido, no sé qué decirle para que no se vaya. La muchacha, con movimientos muy lentos, sale de la habitación, cierra la puerta y se marcha. Su partida me desconcierta, de pronto estoy triste, acongojado, en el límite de la página. Todo esto es muy extraño. En la mesa ha quedado una lili que no estaba en mi relato, una que no está hecha del polvo de los sueños ni de papel ni de palabras. La flor es de verdad, muy bella y muy blanca.

28 de octubre de 2010

Beatus ille y la poesía de Miguel Hernández

Muy temprano, mientras hacía fila en un café para pedir el primer exprés del día, escuché que alguien detrás de mí declamaba: Besarse, mujer, / al sol, es besarnos / en toda la vida. / Asciende los labios, / eléctricamente / vibrantes de rayos... Me volví y vi a un hombre muy joven, con la cara estragada, lo sé, por el amor, la poesía, el desvelo.

En el café había casi una penumbra, casi un silencio. Los clientes pedían discretamente capuchinos y americanos, los empleados los servían, pero nadie dijo ni hizo nada más. Del fondo de la fila aquel hombre, herido de un zarpazo poético, desgranaba: Boca que arrastra mi boca, / boca que me has arrastrado: / boca que vienes de lejos / a iluminarme de rayos.

Me volví abiertamente con rotunda simpatía. Aquel hombre me vio, y entendió que yo entendía. Hermanos fugaces en Miguel Hernández, lo acompañé, contagiado de pronto: Alba que das a mis noches / un resplandor rojo y blanco. / Boca poblada de bocas: / pájaro lleno de pájaros.

Nadie más en el café dijo ni hizo nada. Aquello me pareció un escándalo. De pie, bebí mi exprés de dos sorbos. Lo trascendente seguía implacable: He de volver a besarte, / he de volver... Lo seguí hasta el final: Boca que desenterraste / el amanecer más claro / con tu lengua. Tres palabras, / tres fuegos has heredado: / vida, muerte, amor. Ahí quedan / escritos sobre tus labios.

Me acordé de un adolescente que quiso ser poeta y se aprendió para siempre, deslumbrado, muchos poemas de Miguel Hernández. A pesar de los años, por un apego inútil, creo que aún conservo una carpeta con papeles impresentables de aquel tiempo.

El que estaba frente a mí en el café, lo sé, era un hombre en estado de gracia, luminoso. Dichoso él: Beatus ille, pensé. Que nada lo perturbe, me dije, que nada ni nadie lo trastorne. En el café, lo sé, pronto sería un loco, un raro, un apestado.

Salí a la calle para ir a la oficina, la cruda luz de la mañana era más densa, el aire más pesado, los ruidos opacos; el mundo era distinto, parecía irreal, desdibujado.

25 de octubre de 2010

Elizabeth Smart lloró en Grand Central Station

A veces la vida de un escritor, la leyenda del origen de una obra, gana fama, se extiende y acaba por imponerse y suplantar al libro al que se debe. Yo conocí algunos aspectos de la biografía de Elizabeth Smart antes que su novela. Para ella, ahora lo sé, su vida y su obra fueron dos expresiones de un mismo impulso, de una misma actitud, de la misma manera de estar, de ser.

Elizabeth Smart vivió como escribió y escribió como vivió, por ello es una autora esencial y vital como pocas: entre vivir y escribir no hizo diferencias. Un día, muy joven, leyó unos poemas de George Barker y decidió, antes de conocerlo, que ese hombre sería el amor de su vida. Lo fue, y el padre de sus hijos, aunque él estuviera casado.

La historia de Elizabeth Smart y George Barker fue cualquier cosa menos un cuento de hadas. El amor y el desamor, los tiempos y destiempos, los celos, el alcohol y el egoísmo tejieron las tramas de sus amores clandestinos, de esas vidas, a su modo, unidas para siempre. Luego, la intromisión de la familia, la policía, la pobreza, la moral pública, la distancia, fueron el complemento perfecto de la leyenda.

En Grand Central Station me senté y lloré (By Grand Central Station I Sat Down and Wept) es la novela, si es que es una, que ha trascendido a esos amores. Pero que nadie piense en una novela rosa ni una historia de amor domesticado. En realidad es un libro sobre la pasión sin límites, rabiosamente inteligente y sensible de cuya lectura uno sale devastado, con la conciencia perdida y el alma maltrecha. Así me ha sucedido, pero conservé la lucidez necesaria para apenas decirme: “Sí, esto es una pequeña obra maestra, aturdimiento y vino para los enamorados”.

En estas páginas se levanta una flor perfecta de cierta literatura en estado puro cuya intensidad no podría ser mayor, que no podría contener más poesía (ni más referencias ocultas), ni más dolor y acaso, si es posible, más amor. Amor (con alta inicial) atraviesa esta historia, pero el amor también es sufrimiento.

Después de cerrar el libro, muchas horas después de su lectura, en mi ánimo sigue intacto el asombro y tengo la sospecha de que me ha sido dado gozar (y sufrir) de algo extraordinario, ser testigo y vivir un prodigio literario y amoroso que se extiende más allá de la leyenda y la última página.

19 de octubre de 2010

Dos cuadros, una huella, la mirada a lo perfecto femenino

I
En un cuadro de Paul Laurenzi, cuyo título desconozco pero bien podría llamarse Muchacha con las piernas recogidas o Muchacha abrazándose las piernas, encuentro de pronto, una vez más, el doble misterio de la belleza, dos de sus implacables revelaciones. Primero, la del cuadro, luego, la contenida en la representación de la belleza femenina. En esa obra hecha de trazos, líneas, puntos, colores, contornos, sombras, el artista dibujó una vez más, intacto y a la vez distinto el encanto tantas veces vislumbrado.

En la figura está todo, lo que se muestra y lo sugerido. Está el artista, la obra y la figura de la muchacha. También la historia de la pintura y el eterno femenino, el asombro, la sonrisa del alma. En el ojo del artista está el misterio, la secreta geometría, las formas de esa muchacha que se abraza las piernas y en la que podría reconocerse alguna mujer. Ahí está, en esa chica que mira de frente y cuya falda descubre sus muslos, en el fulgor del cuadro, revelado como el ser, una presencia, el erotismo, la feminidad. Sólo faltaba el espectador para cerrar el círculo.

¿Estaba ya también ahí su mirada, el milagro revelado de un instante perfecto de lo femenino y del arte fundidos en el golpe de una mirada entre dos aletazos, dos instantes señalados por el asombro de los párpados?


II
E
n el retrato de Bianca Sforza, hija de Ludovico Sforza, duque de Milán, y de su amante Bernardina de Corradis, conocido como Joven de perfil con vestido del Renacimiento, vuelvo a encontrar intacto el misterio. Se imponen la seriedad, el recato, el pudor solemne de una mujer con peinado alto, de perfil, que está siendo dibujada quizá a su pesar, posando de perfil, indiferente al artista, a la mirada omnipotente de un dibujante prodigioso que reveló el secreto de su rostro, su peinado, su cuello.

Ahí está su presencia, y con un poco de esfuerzo y paciencia podría imaginar su vida en alguna ciudad italiana, durante el Renacimiento. El artista encontró la encrucijada, el ángulo único perfecto, el punto exacto en que convergen en un instante la mirada del artista y el alma de Bianca Sforza. Una vez más, el milagro del misterio artístico de lo femenino se ha consumado y revive en un instante en la mirada del espectador.

Pero en este cuadro que se creía obra de un artista alemán de hace dos siglos, han descubierto una huella dactilar y la investigación, la imaginación y la literatura sugieren que es de Leonardo da Vinci, según la revista Antiques Trade Gazette. Las pruebas con carbono, los análisis con rayos infrarrojos, la técnica del gran Leonardo pero sobre todo la huella, captada por una cámara multiespectral confirman esa conclusión.

La huella dactilar corresponde a la punta del dedo índice o corazón y es “muy comparable” a la encontrada en otro cuadro de Da Vinci. Sería la primera o la única obra en pergamino, aunque sabemos que conoció esa técnica. Profesores eméritos, sabios y científicos darán algún día su veredicto.

Por supuesto, su costo pasaría de 12,800 a más de cien millones de euros. Me gusta pensar que aparece un nuevo cuadro de Leonardo da Vinci, pero su autoría confirmada por al ciencia cambiaría el rostro revelado, la verdad de Bianca Sforza, porque el cuadro sería mucho más caro, pero no podría cambiar la mirada, no podría ser más bello.

Yo, que no sé dibujar, miro el cuadro de Laurenzi y el de Da Vinci. Sus diferencias son obvias, pero en ambos imagino sus miradas, la ejecución poderosa, el virtuosismo del artista empeñado en transformar un lienzo en la imagen inolvidable de una mujer de perfil, de una muchacha abrazándose las piernas.

14 de octubre de 2010

Un libro y sus efímeros pájaros de papel

En la última escena de The Ghost Writer (El escritor fantasma), película del poco honorable Roman Polanski, basada en la novela The Ghost de Robert Harris, el destino del protagonista se adivina trágico en el vuelo infame de las cuartillas de un libro que huyen por la calle animadas por el viento. No es la primera vez que el cine retrata las hojas blancas, sueltas, en pleno vuelo, que se disgregan en el aire para dejar de ser un libro por ese orden gregario, esa unidad que les da sentido.

Wonder Boys (absurdamente: Loco fin de semana), de Curtis Hanson, basada en la novela del mismo nombre de Michael Chabon, también retrata ese vuelo fatal de la novela del profesor Grady Tripp. Las hojas de una novela se pierden en el aire con un gesto doloroso y una dignidad que no siempre alcanzan los libros impresos.

Deshojado, desmembrado de su forma original, no puedo imaginarme un final más triste y miserable para un libro. Pero la imagen del vuelo de las hojas que se pierden para siempre, arrastradas por el viento, lejos, en la calle, o al fondo del lago tiene una belleza sobrecogedora. Esos folios blanquísimos han dejado de ser un libro, un rimero de papel escrito para convertirse en una parvada en vuelo, pájaros efímeros y absurdos, perturbadoramente bellos, cargados de palabras, en dispersión hacia la lluvia, la nada, el olvido o el silencio.

Oleanna

En esa pieza de David Mamet, Oleanna, no hay respiro ni tregua, no hay silencios ni resquicio por el que pueda escapar la mirada. No hay certezas ni verdades absolutas. Tampoco hay solución. En el escenario, John, el profesor universitario, y Carol, su alumna, con una riqueza de matices y guiños de inteligencia, se hacen la guerra verbal. Crónica del enfrentamiento puro entre dos puntos de vista, los contrarios, los opuestos, las jerarquías, lo masculino y lo femenino.

Oleanna, expresión logradísima, en un discurso aniquilante, del desencuentro esencial, en el que sucede en dos planos lo que cada quien quiera ver, en el malentendido de los antagonistas. El punto de vista es una mixtura extraña de verdades subjetivas, mentiras y medias verdades. La psicología, huérfana de la ciencia y cenicienta de las humanidades, no acaba de explicar lo que sucede en el conflicto y la lucha de poder, en las suposiciones, en el juego sucio de los egos y las dobles intenciones.

Oleanna es una palabra muy bella y el nombre de una canción popular, pero podría también ser un sinónimo de la incomprensión y la rivalidad. Oleanna, metáfora del mundo, espejo terrible de la condición humana. En la puesta en escena que vi, Juan Manuel Bernal e Irene Azuela, maestros en su arte, en su soledad, frente a frente, eran todos los hombres, todas las mujeres.

29 de septiembre de 2010

La gramática atómica

Especialistas de las más prestigiadas universidades han concluido en un reciente Congreso que el modelo científico de la gramática atómica es correcto. Esta teoría afirma que una letra es indivisible, como el átomo de los antiguos griegos. Una a o una z no tienen partículas subatómicas, no tienen protones, electrones ni bosón de Higgs. El verdadero átomo es una letra.

Esto es una revolución científica absoluta que contrasta con la relatividad de otras teorías. Si bien se ha buscado un modelo cuántico, la gramática atómica es la que responde a la totalidad de las grandes interrogantes del sistema.

Los científicos ya no dudan al afirmar que una palabra es un conjunto de átomos (letras), y no dudan de que este descubrimiento dará gran impulso a la biología lingüística atómica, que podrá considerar a las palabras como células o núcleos. Por su parte, algunos investigadores especialistas en química atómica buscan ya el peso y la masa atómicos de cada letra, como si éstas fueran elementos.

El modelo de la gramática atómica (algunos han preferido llamarla alfabética atómica o abecedaria atómica) dice que cada letra es indivisible, no se crea ni se destruye, sólo se transforma, y esta ley física de las letras es válida para las vocales y para las consonantes, y presenta características muy interesantes.

Las letras, verdaderos átomos y elementos, ya sean mayúsculas o minúsculas, manuscritas o de molde, pueden mutar en otros nombres en otros universos gramaticales atómicos (lenguas o idiomas), y son excelentes conductoras del sonido, por eso pueden expresarse con un número muy variable de acentos y ser bien o mal pronunciadas. Pueden ser dichas rápido o despacio, con vehemencia o con un susurro, incluso pueden no ser escuchadas, como cuando alguien lee en silencio.

Las letras átomos también son grandes transmisoras de energía, por eso pueden ser dichas con pasión o rabia, con naturalidad o con la impostura de un actor, con euforia o la más lamentable de las tristezas.

Una palabra, entonces, debe ser vista por la biología como una célula, y por la química como un elemento, por la física como fuente inagotable de energía y aún la energía misma. Una variante del modelo de la gramática atómica sostiene que las palabras tienen género, de manera que habrá palabras y palabros, aunque aún no se conoce cómo se reproducen, nacen y mueren (pero no mueren, mutan, cambian, se transforman, se enriquecen del uranio de nuevos significados y significan otras cosas).

Lo que está más que comprobado es que con una combinación afortunada de átomos gramáticos (es decir, letras), se pueden formar en un número finito pero desconocido, como el de los números primos, las palabras o palabros, con los que se pueden hacer la lista de la ropa en la tintorería o la de los invitados a una fiesta; las recetas de cocina, los recados, los directorios telefónicos, los inventarios, las minutas, los memorandos, las crónicas, los informes, los discursos, las composiciones escolares, los relatos, los ensayos, las novelas, los poemas y las cartas de amor.

La belleza y verdad de todos estos casos de uso dependerá de los atributos físico químico biológicos de los átomos y las combinaciones de las células que los conforman. Más claro ni la o por lo redondo.

Por fin se entiende porque un vidente llamó (¡Eureka!) pluma atómica al bolígrafo, boli, borime, que bajo esos nombres también se le conoce. Después de todo, los poetas tienen la razón. Antonio Machado ya sabía que sólo se puede escribir golpe a golpe, átomo a letra, palabra a célula, verso a verso.

23 de septiembre de 2010

Francesca Woodman

Veo un libro sobre ella. Empieza a ganar fama y admiradores. Sobre Francesca Woodman y sus fotos se publican libros, se escriben ensayos. Yo tengo emociones e impresiones contradictorias. Más que la razón, una intuición que algunas veces ha guiado mi escritura me acerca a ella. Me hubiera gustado incorporarla a una novela que se va quedando atrás pero que no he olvidado del todo. Me hubiera gustado haber sabido de ella cuando escribí La rosa del calidoscopio, hablar de su vida y sus fotografías. Me hubiera sido muy útil para dibujar el ámbito de cierto personaje. Esta fotógrafa malograda tiene afinidades profundas con algo que imaginé. Así lo creo. Tanto, que a veces pienso que uno no imagina, simplemente encuentra. En este caso, a destiempo.

12 de septiembre de 2010

Simenon o la escritura sin fin

No son pocos los lectores que admiran sin reservas los libros de Georges Simenon, seducidos por el encanto, la variedad y la extensión de su obra, pero también por lo que conocemos de su vida, por esa biografía tan difundida sin pudor, tan literaria como embustera que alienta la leyenda de este fecundísimo escritor.

Sus novelas y relatos, de estupenda factura, se cuentan por cientos, y, por si fuera poco, un personaje, el comisario Maigret, protagonista nada menos que de setenta y seis novelas, es tal vez el inspector de policía más célebre del mundo, de rasgos tan definidos y personalidad tan dibujada, de hábitos tan arraigados y tan familiar a sus lectores, que algunos no sólo afirman que lo reconocerían si lo encontraran caminando por las calles de Montmartre o en la terraza de un café, aunque no llevara su pipa y su sombrero.

Algunos estarían dispuestos a afirmar que lo visitaron en su despacho (en el que confirmaron que aún estaba allí la vieja estufa de hierro colado), o que no hay ni la menor duda de su cabal existencia porque un personaje tan veraz y entrañable no lo podría haber inventado ni el mismísimo Simenon.

El inspector es el rostro visible, la imagen de la suma de virtudes cívicas que la polis espera de un hombre, serio y honesto, que dedica su vida entera a luchar contra el crimen y cuya mujer, excelente cocinera, lo espera, comprensiva y discreta, cada noche, cuando vuelve cansado a casa con preocupación infinita o satisfecho por haber cumplido su misión.

 Con este superhéroe de novela, Simenon logró una popularidad y unas cifras de ventas que aún hoy, casi ochenta años después de la publicación de Pietr el letón, la primera de Maigret, marean. Simenon y Maigret llegaron a fundirse en uno, y en algunas ediciones esas dos palabras aparecen unidas como si fueran el nombre y el apellido, la fusión y confusión del autor con su personaje.

Simenon tenía una fabulosa capacidad de creación, una imaginación y un conocimiento de su oficio que le permitía, en quince jornadas de trabajo intenso, terminar una novela, cualquiera que se propusiera, pues las componía por encargo, ligeras y licenciosas, sentimentales y cursis, de aventuras, policíacas y duras, digamos literarias.

A mí, lo que más me gusta de Simenon, es su pasión por la escritura, su gusto sin fin por escribir a máquina, por encontrar en las teclas que aporreaba con energía, los peldaños que le darían fama y dinero, celebridad y la enorme satisfacción de hacer todos los días a todas lo que más le gustaba hacer en la vida.

Para Simenon, la pasión por las palabras, que conservó intacta hasta el fin, pues cuando viejo y enfermo ya no pudo escribir, dictaba, tenía el goce que los niños encuentran en el prodigio de unir letras que de pronto forman palabras y luego frases que dicen cosas que uno había pensado y que ahora estaban ahí, en el papel, fijas, y que cualquier puede leer.

Esa pasión por las palabras, por fabular, por dar cauce en ellas a una imaginación y un talento desbordante, a un río incesante de pensamientos e ideas, de situaciones y personajes, no es común ni tan frecuente, como podría pensarse, aún entre escritores. Para encontrar una pasión así, hay que remontarse a Balzac, al Marqués de Sade, a Proust.

Esa sed de palabras, que no se apaga al escribir, sino se enciende en la medida en que se van dejando esas salamandras de tinta en el papel y que no se tiene más remedio que dibujar para que renazcan a los ojos de otros, es la gran lección de Simenon.

Pero si Enrique Vila-Matas disertaba en una novela sobre los escritores que dejan de escribir, pues las razones y la fuente de la creación literaria son misteriosas, Simenon podría ser un buen ejemplo de los que no paran de escribir y terminan por escribir demasiado.

La leyenda cuenta que Simenon estaba dispuesto a encerrarse en una caja de cristal y escribir una novela más, a la vista del público, en un alarde del dominio de su oficio, y también se dice que tuvo más mujeres que novelas.

Frente a esa producción en serie, industrial, no muy lejana a la de las plantas de montaje, no vale la pena destacar que hay libros desiguales y prescindibles, sino que muchos de ellos son excelentes y que Gide y Henry Miller, Céline y T. S. Eliot, Faulkner y Pla, gozaron de ellos.

Frente a Simenon no están los que dejaron de escribir, sino esos solitarios que escribieron una y sólo una novela. La lista no es breve, pero sí asombrosa. Basta un nombre para cifrarla: Juan Rulfo.

7 de septiembre de 2010

El amor sitiado

Entre su amor callado y su amada: la música. El silencio de Mr. Kinsky encuentra en su piano y en sus composiciones la hondura que no supieron hallar sus palabras, su torpe declaración de un amor que parecía imposible. Decía Henry Miller en una de sus novelas que ninguna mujer es capaz de resistir la llamada de un absoluto amor. Tal vez eso sea cierto en la literatura, en el cine, en esta película de Bernardo Bertolucci, Besieged, en la que casi todo se dice en silencio, todo lo que importa, el deseo y el amor, la nobleza, la soledad y la gratitud, casi un poco al margen de las condiciones de la trama, del choque brutal de las culturas, de la música africana, de la música europea, de Roma, que asoma eterna por breves instantes en las escalinatas y la Piazza di Spagna. Como aquellos otros célebres amantes, Shandurai y Mr. Kinsky tienen que separarse al amanecer, pero no cuando los despierta el canto de una alondra, sino cuando Winston, el marido de ella recién liberado, toca a su puerta.

6 de septiembre de 2010

Ah las palabras

Hay palabras expósitas, hay palabras bastardas, hay palabras de alcurnia, hay palabras reales. Hay palabras desconocidas, hay palabras impuras, hay palabras inútiles, hay palabras parásitas. Hay palabras admirables, hay palabras impresentables, hay palabras impronunciables, hay palabras extrañas y extranjeras. Hay palabras amigas, hay palabras ajenas, hay palabras vecinas, hay palabras nuevas.

Hay palabras viejas, hay palabras en desuso, hay palabras confusas, hay palabras oscuras, hay palabras luminosas, hay palabras retóricas, hay palabras francas, hay palabras mentirosas, hay palabras profundas. Hay palabras seductoras, hay palabras obscenas, hay palabras coquetas, hay palabras duras, hay palabras durísimas, hay palabras suaves, hay palabras melosas, hay palabras aladas.

Hay palabras graves y jurídicas, hay palabras simpáticas, hay palabras incomprensibles, hay palabras innecesarias, hay palabras hermanas, hay palabras gemelas, hay palabras lejanas. Hay palabras insospechadas, hay palabras espías, hay palabras dobles, hay palabras comprometidas, hay palabras comprometedoras, hay palabras delatoras, hay palabras testimoniales, hay palabras desaliñadas, hay palabras marciales.

Hay palabras solemnes, hay palabras ceremoniales, hay palabras vitaminadas, hay palabras descafeinadas, hay palabras vigorosas, hay palabras anoréxicas, hay palabras espinosas, hay palabras plumíferas, hay palabras arrabaleras, hay palabras palaciegas, hay palabras falsas, hay palabras doradas, hay palabras bailadoras, hay palabras cascabeleras, hay palabras ligeras, hay palabras honorables, hay palabras promiscuas y degeneradas.

Hay palabras infernales, hay palabras paradisíacas. Hay palabras sucias, hay palabras inmaculadas, hay palabras vulgares. Hay palabras leales, hay palabras traidoras, hay palabras delatoras, hay palabras liberadoras. Hay palabras perfumadas, hay palabras deportistas, hay palabras infantiles, hay palabras de mujer, hay palabras femeninas, hay palabras científicas, hay palabras chismosas, hay palabras amistosas, hay palabras insensibles, hay palabras sentimentales.

Hay palabras poéticas, hay palabras literales, hay palabras guerreras, hay palabras desquiciadas, hay palabras neuróticas y esquizofrénicas, hay palabras corruptas, hay palabras envenenadas. Hay palabras benditas, hay palabras transparentes, hay palabras inaceptables, hay palabras inefables, hay palabras embusteras, hay palabras verdaderas.

Hay palabras sabias, hay palabras exactas. Las hay negras y blancas, dulces y amargas, obesas y hambrientas. Las hay sabor ajo, cebolla, menta, chocolate, miel y hierbabuena. Las hay democráticas y autoritarias, otras son mestizas, otras son puras, otras son poderosas.

También es sabido que las hay exuberantes y desérticas, heladas y silvestres. Algunas son boscosas y frutales, otras volcánicas, otras oceánicas, algunas más son endémicas y transgénicas. Sí, y también se sabe que algunas son ignorantes y otras enciclopédicas, y las hay nacionalistas, microscópicas, universales y hasta cómicas y cósmicas…

Me han dicho que es imposible definir y clasificar a todas las palabras. Supongo que así es. Yo sólo las encuentro misteriosas y fascinantes, me rindo ante su misterio y su encantamiento para nombrar y llamar, significar y decir.

Me gusta cómo se ven y cómo se pronuncian, su ortografía y su gramática, y eso que llaman sintaxis, que sirve para ver cómo se mezclan y combinan y forman entre ellas. Qué cosa más rara. Qué bichos de letras más lindos. Yo sólo sé que me gustan mucho las palabras.

30 de agosto de 2010

Disolvente

No, no es el agua, no. No es el aire, no. Tampoco los otros elementos. El disolvente universal es el tiempo.

4 de mayo de 2010

Después de Millennium

(Apuntes para una novela)

Argumento:

Había una vez, en un país muy lejano, un periodista y defensor de los derechos humanos que se llamaba Stieg Larsson. Durante dos años escribió una serie de novelas negras de más de dos mil páginas: Millennium (Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire), de la que se han vendido y se siguen vendiendo millones y millones de ejemplares en treinta idiomas.

Sin embargo, Stieg Larsson no pudo gozar de la fama y mucho menos de la inmensa fortuna que generaron sus obras: murió a los cincuenta años, de un infarto, poco después de entregar a su editora la tercera novela y antes de que se publicara la primera. No sólo no supo del éxito de sus libros, ni siquiera pudo verlos impresos. Mucho menos pudo ver las películas basadas en su saga ni se enteró de que miles de turistas deambulan por Södermalm, una de las islas en las que se levanta Estocolmo, para conocer las calles en las que suceden las vidas de Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander, protagonistas de sus historias. Tampoco pudo enterarse del enorme pleito, con abogados y declaraciones en los medios, entre su padre y su hermano con su viuda, que no es exactamente tal ante la ley sueca, pues nunca se casaron, por lo que ella se ha quedado literalmente sin nada.

Luego, un amigo de Stieg Larsson ha declarado que en realidad no era buen periodista y no escribía tan bien. Además, su ex jefe escribió un artículo en el que sostiene que Stieg no podía escribir dos oraciones bien ordenadas, mucho menos Millennium. Para acabar, Eva, la viuda, ha escrito un libro para contar su verdad, y ha declarado que ella es algo más que la correctora de las novelas. Así de triste es la historia del pobre Stieg Larsson.

***

Una tarde de noviembre, Stieg Larsson, protagonista de nuestra historia, llegó a las oficinas de la revista Expo, en la que trabajaba. No funcionaba el elevador, así que tuvo que subir por las escaleras siete pisos. Llegó sofocado. Se puso mal, le dio un ataque. Murió en la ambulancia que lo llevaba a un hospital. Stieg Larsson fumaba varias cajetillas al día y bebía cafeteras enteras. Además se alimentaba de comida basura, dormía muy poco y trabajaba hasta la madrugada para terminar su trilogía. Confiaba en su obra, en la construcción original de sus personajes. Le había escrito a Eva Gedin, su editora: “He creado protagonistas que se distinguen de los arquetipos policiales al uso.”

Stieg Larsson era un moralista que detestaba las injusticias. Aun a sus propios personajes los someterá al imperio de la ley. Él decía: “Si Mikael Blomkvist dispara a alguien con una pistola, incluso si lo hace en defensa propia, irá a parar al juzgado.” Hombre de izquierda, trotskista, dedicó durante años sus esfuerzos de periodista a investigar las actividades de los neonazis y grupos de extrema derecha en Suecia.

A los doce años, Larsson pidió a sus padres una máquina de escribir. Era algo muy caro, pero insistió, así que sus padres, que no tenían el dinero, pidieron un préstamo para comprarla. Nunca olvidaría ese día de otoño. Desde entonces Stieg supo que sería escritor y no dejó de teclear durante días y noches, tal como seguía haciéndolo muchos años después, al final de la vida, en su computadora portátil, en la escritura y la ardua corrección de sus novelas.

Un día, en una manifestación callejera, Stieg Larsson conoció a Eva Gabrielsson, que sería su mujer durante treinta y dos años, pero no su legítima esposa. No se casaron por razones tan extrañas como literarias: para que el nombre de ella no apareciera en ningún registro público vinculado a él, pues Larsson estaba amenazado por grupos violentos de extrema derecha.


(Nota: este detalle no es convincente, no es verosímil, pero la realidad a veces no lo es. En el fondo es ingenuo pensar que la ausencia de un registro de matrimonio pueda detener o verdaderamente despistar a una trama criminal en contra de Larsson o de la mujer con la que convivió tantos años. Sin embargo, la novela debe ser así porque en este punto se sustentará la segunda parte, cuando Larsson ha muerto y Eva legalmente se queda sin los derechos de autor y las regalías millonarias de la obra de Stieg, pues la ley sueca privilegia los derechos de sangre.)

Durante dos años, de día y de noche, Stieg Larsson se puso a escribir su obra, literalmente hasta su muerte. Como las novelas ya estaban contratadas por la editorial Norstedts y Stieg Larsson murió soltero e intestado, los derechos de autor y la administración de la obra recayeron en Erland y Joakim, padre y hermano de nuestro héroe. Ellos viven en Umeå, en el norte de Suecia.

A pesar de que ahora son ricos, siguen viviendo en la misma casa y Erland conduce el mismo viejo coche que tenía. Por alguna extraña razón no han gastado ni mucho menos dilapidado la fortuna de al menos veinte millones de euros que involuntariamente les dejó Stieg. Según Eva Gabrielsson, Stieg apenas frecuentaba a su familia y cree que ella debe heredar y gestionar la obra, de la que no ha obtenido ningún beneficio.

Erland y Joakim dicen que Eva Gabrielsson miente sistemáticamente y que ella no quiere aceptar el dinero que le ofrecen porque es una caprichosa que lo quiere todo o nada. Erland dice que a través de un amigo le hizo llegar a Eva un cheque en blanco para acabar con la disputa y ella no quiso ni quiere firmar nada. “Le hemos ofrecido dos millones de euros y una tercera parte de los derechos de autor, incluidos los beneficios de las versiones cinematográficas”, dicen, pero Eva rechaza las ofertas. Ella dice que no quiere dinero, sólo quiere administrar el legado de Stieg.

Eva Gabrielsson responde en entrevistas y declaraciones a quien quiera escucharla: “Stieg estaría muy enojado con esta situación. Odiaba las injusticias, y ésta, sin duda, lo es. En Millennium también está mi trabajo, mi vida. Es una cuestión de justicia. La vida de Stieg, mi vida y nuestras inquietudes están plasmadas en las novelas. En ellas se habla mucho de nuestros amigos y las experiencias que vivimos juntos durante tantos años.”

En la computadora portátil de Stieg Larsson, en poder de Eva Gabrielsson, hay al menos doscientas páginas de una novela, inconclusa. Esa cuarta novela se desarrolla en Canadá y en Ciudad Juárez. Erland y Joakim le han ofrecido a Eva que le entregan la parte que recibieron del departamento en el que ella vive a cambio de esa novela. Ella lo consideró un chantaje. Eva tiene el libro pero no puede publicarlo porque no tiene los derechos. Erland y Joakim no tienen la novela pero tienen los derechos sobre ella. El pleito, con abogados de por medio, con insultos y desencuentros, ha sido muy desagradable y sigue sin resolverse. Más todavía, es probable que no se resuelva.

Anders Hellberg, ex jefe de Larsson en la agencia de noticias sueca TT, ha escrito en un periódico: “Stieg no era capaz de escribir”. “El lenguaje que utilizaba era pobre, el orden de las palabras incorrecto; la construcción de las frases era simple y la sintaxis completamente enloquecida.” Es cierto que Stieg Larsson y él no se llevaban bien. Pero Hellberg es contundente: Stieg no tenía ni talento ni tiempo para escribir más de dos mil páginas en dos años. En su opinión, quien escribió Millennium fue Eva Gabrielsson. Ella ha dicho que la teoría de Hellberg es una tontería, aunque admite haber sido “más que una editora” o correctora de los manuscritos, sino que también proponía cambios en el texto. 

(Nota: podría insinuarse que Hellberg trabaja para la extrema derecha, los enemigos de Stieg. Pero también que Hellberg está enamorado de Eva, de manera que quiere que ella sea reconocida como la autora de Millennium y que pueda gozar de la fortuna y la administración de los derechos, aunque eso hundiría la reputación de Stieg, algo que Eva no quiere aceptar.)

Luego, Kurdo Batski, amigo de Stieg, empresario y periodista de origen kurdo, publicó un libro, Mon ami Stieg Larsson: “Me duele escribir estas palabras: Stieg Larsson no era un reportero demasiado bueno. Por una sencilla razón: en el mundo de Stieg Larsson no existía la neutralidad. Y sin embargo hay que reconocer rotundamente que Stieg Larsson era uno de los mejores investigadores del mundo […] No pensaba que a veces él pudiera escribir tan bien”. Sobre su libro ha dicho: “No soy el primer amigo de alguien conocido que escribe un libro sobre su amigo. Ni tampoco el último. Voy a ganar dinero y eso le gustaría a Stieg Larsson”.

“Stieg no necesitaba la ayuda de nadie para escribir”, le respondió Eva Gabrielsson a Batski desde las páginas del periódico italiano La Stampa. “Sucedía exactamente lo contrario: era Stieg quien tenía que corregir los textos de Kurdo. A veces escribía los artículos y Kurdo Batski los firmaba”. Pero luego declaró a la revista alemana Stern: “Cuando leo los libros a veces me resulta difícil distinguir qué era exclusivamente de Stieg y qué era mío, tanto en el estilo como en contenido”, con lo cual se convierte en coautora. (Nota: está claro que Batski quiere dinero a partir de la fama de Stieg, y si apoyar a su amigo le permite forrarse los bolsillos, miel sobre hojuelas.)

No faltan voces críticas que preguntan si alguien que no escribía bien y tampoco era buen periodista pudo escribir libros que han fascinado a millones de lectores en todo el mundo. Entonces, ¿quién escribió Millennium? (Nota: está claro que Eva es poco menos que la autora de las novelas. La del genio y talento es ella, Stieg era el negro que tecleaba. Él escribía por las noches sin parar; ella desechaba, indicaba el rumbo y corregía por las mañanas. Pero no acaba de aceptarlo porque mancharía el nombre de Stieg, y ella lo sigue amando. Además, grupos de izquierda le han dicho que si recibiera los millones de euros que generan los derechos de autor, ella estaría obligada, por decir lo menos, a donarlos.)

Mientras, Eva Gabrielsson no ha recibido ni una corona sueca, ni un euro de la herencia. Aunque los pleitos y declaraciones, especulaciones y abogados han convertido la historia en un culebrón sueco que empieza a cansar al público, hay una gran expectación por saber qué dice Eva en el libro que está escribiendo. Tal vez le dé un giro, un golpe de timón a la trama.

Mientras, Stieg Larsson se ha convertido en un héroe en Suecia y la fortuna generada por Millennium no deja de crecer (crecerá aún más con las siguientes películas). Pero la historia no ha terminado, faltan al menos tres asuntos por resolver: a ver qué declara, reclama o propone un nuevo amigo, un compañero, otra mujer o cualquier otro personaje; ver qué archivos guarda el disco duro de la computadora personal del pobre Stieg, y, según fuentes informadas, se ha sabido que la policía ha abierto una investigación por sospechas fundadas de que Stieg Larsson murió envenenado…

23 de abril de 2010

El Ministerio Mundial de la Literatura y la Biblioteca del Rotundo Fracaso

En un relato imaginado pero nunca escrito se da noticia de la existencia y razón del Ministerio Mundial de la Literatura, de la escrita, de la que se escribirá y de la que jamás se escribió ni será escrita.

En bóvedas herméticas y asépticas se guardan en discos y otros dispositivos los archivos de todos los poemas épicos y líricos, amorosos y satíricos, políticos, místicos, religiosos y de ocasión; todos los dramas, las comedias y las tragedias, las farsas y las piezas; los ensayos y relatos, las crónicas y los cuentos, todas las novelas y aún los textos híbridos y los no clasificados o que pertenecen a más de un género según los divergentes criterios de los sabios y estudiosos. En esas galerías está todo lo que pueda imaginarse o decirse con las palabras tocadas por la belleza.

En el Ministerio los funcionarios trabajan de día y de noche para clasificar y reclasificar los documentos que en cuanto han sido escritos o traducidos, o si han sido revisados y corregidos o aumentados. La Dirección General que se ocupa de la metamorfosis asombrosa de la literatura que se escribirá a la literatura que ha sido escrita presenta un dinamismo impresionante, tanto que es literalmente imposible detenerse a leer la cifra vertiginosa que da cuenta de los textos literarios.

La única sección que duerme en una relativa paz burocrática de oficina de cementerio clandestino es la Dirección General de la literatura que jamás se escribió ni será escrita, que ocupa bóvedas sin fin y discos y discos con información a la que nadie salvo el Numen de la Literatura tiene ni tendrá acceso porque está codificada, por así decirlo, pues nunca ha sido escrita ni lo será jamás.

Pero ahora, se ha sabido que en una ciudad del Medio Oeste, en los Estados Unidos, existe una biblioteca especializada que sólo admite en sus estantes las novelas (en papel tamaño carta y precariamente encuadernadas) que jamás se publicaron, las que permanecen absolutamente inéditas.

Allí, sólo pueden ser depositadas, condición única y draconiana, las novelas que han sido rechazadas una y otra vez y otra vez y otra vez por una serie interminable de editores. Allí sólo tendrían lugar las novelas que duermen el sueño eterno en el baúl perdido de un bisabuelo, las que nunca fueron revisadas y amarillean en las bodegas de las editoriales, aquellas cuyos autores las olvidaron.

En la Biblioteca del Rotundo Fracaso es posible que se encuentren algunos de los más malos libros de la historia, pero también será posible encontrar obras maestras de la estulticia, ejemplos perfectos de la incompetencia, los más grandes monumentos de palabras al lugar común, las catedrales de la impericia y la contradicción, las grandes enemigas de la sintaxis, las de léxico miserable, las historias cuya ejecución rebasa las mayores torpezas concebibles, las inconsistencias inimaginables más allá de lo posible, las historias más falsas y huecas, las más mezquinas, las más abyectas, las mercenarias y pasto de ideologías trasnochadas, las más viles y canallas, las pergeñadas con el único fin de ganar un saco de monedas.

Allí deben dormir el justo sueño del olvido eterno las novelas concebidas como simple vehículo para oscuros intereses ajenos a ellas mismas, allí deben estar las novelas mal pensadas y no sentidas, las hipócritas, las que no le quitaron el sueño ni una noche a su autor, las más falsas historias de amor, las surgidas de odios miserables y falsas locuras.

Quizá esa inigualable colección de las novelas nunca publicadas contenga algunos de los libros más malos del mundo, acaso el peor de todos, y sólo un interés morboso podría despertar el ánimo por demorarse entre ellos, pero surge la duda. El azar y la historia, los hombres y las circunstancias habrán condenado con plena justicia a todos los libros que habitan la Biblioteca del Rotundo Fracaso, o entre sus pasillos se encuentra no ya una obra maestra que nadie ha sabido ver sino simplemente un buen libro.

El fin es el olvido, como bien lo sabía Borges, pero antes, por un instante, ¿qué es la belleza? ¿Cuál es el libro digno de darse a la estampa? ¿Cuál el indigno y justo condenado a las galerías infames de la Biblioteca del Rotundo Fracaso? ¿Cuál será la peor novela de la historia? ¿Cuál será la mejor de todas? No lo sé, pero siento que por pura querencia debo volver a la que más me gusta. Hoy, una vez más, cuando caiga la noche, leeré unas páginas del Quijote.

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Véase en este blog el apunte "La increíble Biblioteca Brautigan", del 21 de diciembre de 2017.

28 de febrero de 2010

Cuando muere un poeta

Cuando muere un poeta, algunas palabras pierden sus atributos, su sonido y su sentido, nada dicen, cuando muere un poeta. Los colores pierden intensidad, los objetos no tienen la misma consistencia, la realidad se desdibuja por un tiempo, los pájaros chillan desorientados y los árboles se mecen en un viento que ha perdido el norte.

Cuando muere un poeta, uno de verdad, uno que nombra el mundo como si lo creara (uno de esos que levantan la voz y pareciera que las cosas se incendian o se inclinan, se hacen y fijan en sus palabras), una lengua es mutilada, quedará incompleta, y una manera de estar y ser en el mundo ha llegado a su fin, pues se pierden para siempre los versos que sólo él podría haber imaginado.

Un poeta es el alma de una lengua y por un instante se levanta y erige en su poema por todos los poetas, por todos los hombres, aun los que ignoran que hay un verso que los anima y los nombra. Cuando muere un poeta, se deslavan un poco las otras palabras y quedan fijas y finitas las suyas, iluminadas. Hoy ha muerto uno. Es la hora de escucharlo, de leerlo; es la hora de guardar silencio.

14 de febrero de 2010

Currículum

-Sí, señor, entiendo su punto de vista. Mi currículum es tan breve porque, antes que empeñarme en cualquier otra actividad, en esta vida me he dedicado intensamente a vivir la mía.

12 de febrero de 2010

Julio Cortázar: aniversario

Un día como hoy murió Julio Cortázar. Habría que salir a la calle a buscar lo ordinario extraordinario, a jugar a la rayuela, brincar en un dibujo hecho de casillas en el suelo o leer un capítulo para llegar al cielo. Hoy sería un buen día para beber un whisky y gozar uno de los cuentos favoritos, de poner un disco y luego otro, hasta que la música del saxofón y el piano se derrame y nos deje al pie de la escalera de las palabras fijas de un poema.

Con la certeza de que lo fantástico está aquí, ahora, en el lado de acá, en el lado de allá, en todos lados, frente al horror de cada día, hoy sería un buen día para acostarse con las palabras, con las de él, tocadas por la alegría y la imaginación. Sus palabras son más que palabras: son la suma cifrada de lo que somos y seremos, la expresión de la inteligencia y un guiño del humor. Nos revelan una figura que nos dice y nos asomamos a ella para dar el salto metafísico al otro instante, por encima del vértigo del precipicio de la realidad de cada día. Por sus palabras, por su literatura, brújula increíble, fundadora de mundos, botella al mar, llegamos a nosotros mismos y resolvemos la vida cotidiana, día a día, antes y después de aniversarios y efemérides, de ritos y ceremonias. Hoy, como todos, es un buen día para leer unas páginas y entrevernos.

2 de febrero de 2010

Entre la ficción y la realidad

Woody Allen ha inventado la vida del guitarrista Emmet Ray, tan verosímil y cinematográfica, con la misma precisión con la que Max Aub trazó la vida de aquel pintor, Jusep Torres Campalans, que nadie vio nunca ni conoció jamás porque sólo existió en la literatura de Aub y del que, sin embargo, parece que dio noticia alguna enciclopedia mal documentada, porque no era la de los personajes célebres que nunca existieron. La apócrifa historia de ese virtuoso del jazz de los años treinta, dulce y vil, que sólo cobra vida cuando se proyecta Sweet and Lowdown, que llevó en nuestras salas el muy lamentable y cursi título de El gran amante, ha engañado a un espectador ingenuo: alguien afirma que Ray existió. Cree que la película es un documental, tal como ha ya mucho tiempo un célebre hidalgo manchego daba por ciertas y verdaderas las aventuras que cuentan los denostados libros de caballerías. La línea entre la ficción y la realidad es tan frágil como la que dibujan y deshacen sin cesar las olas del mar en la arena.

30 de enero de 2010

Mímesis

Betty y Fiedrich Christen, ambos de 76 años, que se conocieron en 1943 en la localidad francesa de Thionville, se casaron recientemente en Woippy, después de una separación de 57 años. [...] Soldado austríaco de la Wermacht, Fiedrich conoció a la francesa Betty en plena ocupación alemana de Francia.

En una capilla de Luxemburgo hicieron la promesa solemne de casarse. El joven soldado fue hecho prisionero por los estadounidenses en 1944 y conducido a Inglaterra, y más tarde a Estados Unidos. Fue liberado en la Navidad de 1946, pero como Betty ya se había casado con otro, regresó a Austria.

Tras la muerte de su marido, pasado un periodo de luto, Betty decidió buscar a su antiguo prometido. Lo encontró con la ayuda de su nieto, a través desde internet. En abril de 2001, con motivo de su encuentro en el aeropuerto de Viena, Fiedrich llevaba un ramo de rosas blancas para la joven de 19 años y otro de rosas rojas para la mujer de 74 años en que Betty se había convertido.

Hablaron durante mucho tiempo y se dieron cuenta de que los sentimientos no mueren. Decidieron casarse, tal como se lo habían prometido. Ahora, viven en una casa que han comprado en Woippy. Fiedrich abandonó su elegante barrió de Viena, y Betty le ha dado la familia que él no tenía, con una docena de nietos.

Este no es el somero argumento de una novela rosa ni el de un guión cinematográfico, sino la transcripción de un cable de la agencia AFP publicado en la última página del periódico, junto al crucigrama y las notas de la vida social, que es justo donde encuentro con frecuencia la noticia que más me interesa del día, la que me da un rostro humano al devenir del mundo; la que me conmueve porque revela las pequeñas gestas, las pequeñas locuras, los actos de dignidad y solidaridad, las historias insólitas y las injusticias insufribles de hombres y mujeres que a nadie le importan.

Betty y Fiedrich nos han dado una lección porque nada en este mundo es más difícil que el amor, dice Gabriel García Márquez en El amor en los tiempos del cólera, novela ejemplar de los amores contrariados de Fermina Daza y Florentino Ariza, un par de viejos que, como Betty y Fiedrich, no pudieron realizar su amor en su juventud, y hasta que ella enviuda, como Betty, pueden por fin vivir su amor, con la convicción de que el amor es el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte, dice García Márquez.

Las historias de Betty y Fiedrich, y la de Fermina y Florentino son paralelas, en realidad son la misma historia. Los estudiosos de la literatura y de la estética le llaman mímesis a la imitación de la naturaleza por el arte.

Ahora, por estas dos parejas de amantes sabemos, una vez más, que a veces es la realidad la que imita al arte. Puedo agregar un elemento a esta historia. ¿Quién podrá ahora convencernos de que Betty no buscó a su antiguo novio para cumplir su solemne promesa y vivir su historia de amor a partir de la lectura apasionada de una buena novela que narra los amores casi imposibles, casi fantasiosos, de novela, de unos viejos amantes?

21 de enero de 2010

Lucía o el nombre del deseo

Germán fue el primero en verla. Su gesto nos anunció aquella presencia. Daniel reaccionó de inmediato. Un espejo de pronto me la mostró. Roberto, de espaldas a la puerta, fue el último en reconocerla. Irrumpió luminosa como una advocación de la Belleza, a la que un poeta genial e insolente encontró amarga en plena adolescencia al sentarla en sus rodillas. Para nosotros no hubo tanto; pero estaba allí, casi vestida, casi desnuda de rosa, de un rosa pálido como ella misma.

«Es argentina», sentenció Germán. «Tiene la tristeza de las uruguayas», dijo Daniel. «Es una furcia, ninguna mujer se viste así para una cita», remató alguno de mis amigos. Nada volvió a ser igual en nuestra mesa, ni la conversación ni el vino tinto ni las olivas ni la tortilla española. Aquella chica y su acompañante, cincuentón, ordinario, con el cabello teñido, ocuparon una mesa cercana a la nuestra.

A mis amigos, los vi mirarla; ellos me vieron mirarla. Nos vimos mirarla en una complicidad perfecta y silenciosa. Ella nos vio mirarla. Era una sirena, una ninfa, una lolita: la seducción encarnada. Y supimos que su presencia no era gratuita y que su nombre no era Nereida.

El cabello cuidadosamente despeinado y lacio, de un rubio imposible, contrastaba con las cejas oscuras. Tenía el rostro afilado, casi infantil, casi demacrado. Tenía la edad perfecta, indefinible, de la primera juventud. Un palmito modelado en el gimnasio y unos pechos, alados, que levantaban el vuelo al borde del escote y que Daniel decretó perfectos.

Nada volvió a ser igual en nuestra mesa en aquel bistrot de la Condesa. La blusa no era tal sino un pretexto para dar realce al tatuaje del hombro y hacer más llamativo el del ombligo. Por debajo de la mesa, desde la nuestra, podían verse sus muslos desnudos, bruñidos con el tono justo hasta el fondo de la minifalda, que era por momentos un atributo de la imaginación.

Hay que tener hambre, agallas, ambición para vestirse así. Su sino era ser mirada, y lo aceptaba con resignación y recato, con un falso estoicismo deliberado y profesional. «Es una furcia», insistió alguno, «nadie se viste así salvo para acompañar a un cliente». «Se llama Verónica», imaginó otro. «No, se llama Betina, se le nota», concluyó el tercero.

De pronto, dejó de acariciarse el pelo, retiró la mano que le retenía como a una paloma el cincuentón teñido. Se levantó y se contoneó impunemente hacia el fondo del bistrot. Daniel, impertérrito, fue tras ella. Los vi a lo lejos cruzar unas palabras. Cada uno volvió a su mesa. «Se llama Lucía», dijo Daniel. Germán puso cara de vértigo. «Es nombre de uruguaya», dijo, y supe que pensó en La Maga.

De pronto, Lucía desapareció. No volvimos a verla. Nada volvió a ser igual en nuestra mesa, ni la conversación de los amigos ni el vino tinto ni las olivas ni la tortilla española. Por una noche, por una aparición llamada Lucía, supimos cuál era el nombre del objeto del deseo.

8 de enero de 2010

Esquizofrenia

Esa palabra está grave, la muy aguda se cree esdrújula.