No son pocos los lectores que admiran sin reservas los libros de Georges Simenon, seducidos por el encanto, la variedad y la extensión de su obra, pero también por lo que conocemos de su vida, por esa biografía tan difundida sin pudor, tan literaria como embustera que alienta la leyenda de este fecundísimo escritor.
Sus novelas y relatos, de estupenda factura, se cuentan por cientos, y, por si fuera poco, un personaje, el comisario Maigret, protagonista nada menos que de setenta y seis novelas, es tal vez el inspector de policía más célebre del mundo, de rasgos tan definidos y personalidad tan dibujada, de hábitos tan arraigados y tan familiar a sus lectores, que algunos no sólo afirman que lo reconocerían si lo encontraran caminando por las calles de Montmartre o en la terraza de un café, aunque no llevara su pipa y su sombrero.
Algunos estarían dispuestos a afirmar que lo visitaron en su despacho (en el que confirmaron que aún estaba allí la vieja estufa de hierro colado), o que no hay ni la menor duda de su cabal existencia porque un personaje tan veraz y entrañable no lo podría haber inventado ni el mismísimo Simenon.
El inspector es el rostro visible, la imagen de la suma de virtudes cívicas que la polis espera de un hombre, serio y honesto, que dedica su vida entera a luchar contra el crimen y cuya mujer, excelente cocinera, lo espera, comprensiva y discreta, cada noche, cuando vuelve cansado a casa con preocupación infinita o satisfecho por haber cumplido su misión.
Con este superhéroe de novela, Simenon logró una popularidad y unas cifras de ventas que aún hoy, casi ochenta años después de la publicación de Pietr el letón, la primera de Maigret, marean. Simenon y Maigret llegaron a fundirse en uno, y en algunas ediciones esas dos palabras aparecen unidas como si fueran el nombre y el apellido, la fusión y confusión del autor con su personaje.
Simenon tenía una fabulosa capacidad de creación, una imaginación y un conocimiento de su oficio que le permitía, en quince jornadas de trabajo intenso, terminar una novela, cualquiera que se propusiera, pues las componía por encargo, ligeras y licenciosas, sentimentales y cursis, de aventuras, policíacas y duras, digamos literarias.
A mí, lo que más me gusta de Simenon, es su pasión por la escritura, su gusto sin fin por escribir a máquina, por encontrar en las teclas que aporreaba con energía, los peldaños que le darían fama y dinero, celebridad y la enorme satisfacción de hacer todos los días a todas lo que más le gustaba hacer en la vida.
Para Simenon, la pasión por las palabras, que conservó intacta hasta el fin, pues cuando viejo y enfermo ya no pudo escribir, dictaba, tenía el goce que los niños encuentran en el prodigio de unir letras que de pronto forman palabras y luego frases que dicen cosas que uno había pensado y que ahora estaban ahí, en el papel, fijas, y que cualquier puede leer.
Esa pasión por las palabras, por fabular, por dar cauce en ellas a una imaginación y un talento desbordante, a un río incesante de pensamientos e ideas, de situaciones y personajes, no es común ni tan frecuente, como podría pensarse, aún entre escritores. Para encontrar una pasión así, hay que remontarse a Balzac, al Marqués de Sade, a Proust.
Esa sed de palabras, que no se apaga al escribir, sino se enciende en la medida en que se van dejando esas salamandras de tinta en el papel y que no se tiene más remedio que dibujar para que renazcan a los ojos de otros, es la gran lección de Simenon.
Pero si Enrique Vila-Matas disertaba en una novela sobre los escritores que dejan de escribir, pues las razones y la fuente de la creación literaria son misteriosas, Simenon podría ser un buen ejemplo de los que no paran de escribir y terminan por escribir demasiado.
La leyenda cuenta que Simenon estaba dispuesto a encerrarse en una caja de cristal y escribir una novela más, a la vista del público, en un alarde del dominio de su oficio, y también se dice que tuvo más mujeres que novelas.
Frente a esa producción en serie, industrial, no muy lejana a la de las plantas de montaje, no vale la pena destacar que hay libros desiguales y prescindibles, sino que muchos de ellos son excelentes y que Gide y Henry Miller, Céline y T. S. Eliot, Faulkner y Pla, gozaron de ellos.
Frente a Simenon no están los que dejaron de escribir, sino esos solitarios que escribieron una y sólo una novela. La lista no es breve, pero sí asombrosa. Basta un nombre para cifrarla: Juan Rulfo.
12 de septiembre de 2010
Simenon o la escritura sin fin
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