Cuentan la vida de los hombres. Lo que viven y lo que anhelan. Sus sueños y sus pesadillas, sus fantasías y deseos. La suma de las novelas es la historia cifrada de la humanidad. ¿Qué cuentan las novelas?
La historia de un hidalgo que por leer libros de caballerías se creyó caballero andante, la de un hombre que a través de la revaloración del pasado le da sentido al tiempo y a su condición de artista, la de un náufrago que sobrevive solo en una isla, la de una muchacha insatisfecha en su matrimonio y sueña con vivir una vida que no es la suya, la de una mujer casada que se enamora al paroxismo y termina por arrojarse a las vías cuando pasa el tren. Hay una novela de un hombre que quiere llegar a un castillo, y otra de un hombre al que le inician un proceso sin saber por qué.
Una novela cuenta los pasos y las horas de un hombre, su vida, por las calles de Dublín, y otra cuenta que un hombre fue a buscar a su padre a un pueblo donde todos están muertos, y otra trata de un pueblo que vive en tinieblas, bajo la oscuridad de la más obtusa religiosidad al filo de la revolución. Otra da noticia de un loco iluminado, un falso mesías que mueve multitudes, otra sigue una larga conversación en una cantina, y otra los sucesos en una casa que es un prostíbulo pintado de verde, y otra es una saga familiar a lo largo de cien años en un pueblo en el que sucede lo nunca imaginado, y otra cuenta el crimen que comete y el castigo que recibe un joven nihilista, y una más cuenta las desventuras de un joven que se suicida por amor, y otra cuenta la vida de una romana, tan joven como bella, que se prostituye, y una más cuenta la historia de un niño que no quería crecer, y otra cuenta la decisión atroz que tiene que tomar una madre para salvar sólo a uno de sus hijos, y otra cuenta la guerra y la derrota de Napoleón en Rusia.
Otra cuenta la historia de un capitán que persigue obsesionado a una ballena blanca por todos los mares y océanos, y otra nos habla de un cónsul que bebe mezcal sin tregua en una ciudad extraña al pie de un volcán, y otra cuenta de un hombre que se enriquece y hace fiestas sin mesura sólo para ver a la muchacha que amó en su juventud, y otra cuenta las historias de los que ocupan cada mesa de un restaurante.
Hay una novela sobre cuatro personajes en Alejandría, y otra cuenta un viaje en globo alrededor del mundo en ochenta días, y otra la historia de un capitán que tiene un submarino, y otra narra el viaje al centro de la Tierra. Existen novelas sobre fumadores y sobre un hombre que quiere dejar de fumar, y otra narra la excursión a un faro, y otra las investigaciones del robo de un diamante llamado la piedra lunar, y otra cuenta la historia sucia de un cuarentón obsesionado con una niña, y otra cuenta la búsqueda y la mediocridad de un argentino sin oficio ni beneficio en París, y otra narra las desdichas de un avaro, y otra las miserias y sufrimientos de un niño mendigo, y otra cuenta las aventuras en la llamada isla del tesoro.
Un novelista imaginó la vida y obra de un músico que le vende su alma al diablo para ser el mejor en su arte, y otra cuenta la sempiterna estancia de tuberculosos en un hospital en lo alto de una montaña, otra se demora en miles de páginas en recuperar el tiempo perdido y encontrando significado en lo vivido, en la infancia. Otra cuenta la búsqueda en la selva del origen de la música, y otra narra la desdicha originada por una extraña piel de zapa, y otra cuenta cómo un hombre impasible mata a un árabe en la playa porque hace calor y brilla mucho el sol.
Hay novelas de guerra, de barcos, de aviones, de aventuras, de viajes al espacio y al fondo del mar. Hay novelas de niños y de viejos, de hombres y mujeres en las más extrañas situaciones. Hay novelas de espías, de deportistas, de artistas, de románticos, soñadores y de asesinos. Hay novelas de pobres y novelas de ricos, de campesinos y aristócratas. Hay novelas urbanas y novelas campestres, fantásticas y realistas, de perros y de gatos, de caballos, de locos, de presos, de esclavos. Hay novelas situadas en el pasado, en el presente, en el futuro, en la prehistoria y fuera del planeta Tierra.
No hay tema que no haya sido desarrollado en una novela al menos. Cada hecho humano, cada circunstancia podría encontrar su lugar en una novela. En las novelas todo tiene su lugar y todos podemos encontrarnos en alguna. Aunque no la conozcamos ni la leamos nunca, hay una novela que es como un espejo y cuenta nuestra vida. Las novelas no tendrán fin porque no lo tienen las historias que se cuentan los hombres desde el principio de los tiempos, y así será hasta el último día.
28 de diciembre de 2015
Las novelas
Lowry
¿De qué está hecha Bajo el volcán, la gran novela de Malcom Lowry? ¿De qué está hecha su literatura toda?
De la fuerza imbatible del mar, de un peregrinar sin fin, de la búsqueda del sosiego perdido, de la pesadilla que lo siguió hasta el fin, del misterio del lado más oscuro de México, de la mirada al abismo, de la melodía que escuchaba sin cesar, de la soledad sin fondo, de la necesidad de la siguiente página, tan imperiosa como la urgencia del siguiente trago.
Reconciliación: los patrimonios de México
Su empresa me parece admirable. La anima la misma curiosidad y el mismo impulso que motivó a los grandes viajeros y descubridores. Es el mismo que impulsó a Heródoto a salir de casa para ver el mundo y volver para contar lo que había encontrado; y es también esa curiosidad la que llevó por el mundo a Ryszard Kapuściński, el periodista y ensayista polaco, que empezó a viajar para saber qué había más allá de la frontera. El doctor Escalante, que ha viajado por el mundo, se propuso ahora hacer el viaje inverso: descubrir el mundo y sus maravillas sin cruzar las fronteras nacionales.
(Y su empeño no termina: en octubre de 2016 visitó el archipiélago de Revillagigedo, en el océano Pacífico, recién elegido por la Unesco. Y que nadie dude de que seguirá visitando los sitios que se incorporen a esa lista. No es demasiado aventurado imaginar que algún día será algo así como asesor de la Unesco y señalará dónde mirar, dónde buscar, y por qué deben ser distinguidos como patrimonio de la humanidad otros sitios y lugares de México.)
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Texto para la presentación de la segunda edición de Sintiendo los patrimonios de México, de José Escalante de la Hidalga.
Un acto nos define
En un instante cabe una vida. Como si una fotografía revelara el sentido y la razón de ser de cada uno. Como si un acto contuviera la existencia entera. Borges dice que a Dante le basta un solo momento para hacernos conocer a alguien, y elogia el don de «presentar un momento como cifra de una vida. [...] Cada uno se define para siempre en un solo instante de su vida, un momento en el que un hombre se encuentra para siempre consigo mismo».
Acaso no soy el que yo pensaba que era, y sospecho que ese malentendido es común a todos los hombres. Y un hecho, un instante, basta para explicarnos ante los demás. Cervantes no imaginó que sería recordado como el autor del Quijote. Si alguien le hubiera prometido la vana fama y la posteridad, él hubiera pensado que la ganaría por su heroísmo en la batalla de Lepanto, o por los méritos de La Galatea o Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Cervantes, como todos, no sabía quien era.
Neil Armstrong dio un pequeño paso y puso un pie en la Luna. Yuri Gagarin dio la vuelta a la Tierra en un cohete. Julio César conquistó las Galias, y Bruto asesinó a César. Sócrates bebió la sicuta. Pilatos se lavó las manos. Penélope tejió la frazada, Homero cantó la Ilíada, Virgilio escribió la Eneida. Wellington venció a Napoleón, y Napoleón se coronó a sí mismo. Galileo dijo: «Y sin embargo se mueve». Colón llegó a América. Alejandro conquistó el mundo conocido. En un instante Francesca y Paolo se enamoraron.
Pedro negó a Jesús, y Judas lo traicionó. Jesús murió en la cruz. El Cid cabalgó muerto. Arquímedes encontró y gritó: «¡Eureka!» Juana la Loca recorrió España con el cadáver de su marido. Hitler devastó Europa. Truman tiró la bomba atómica. Hidalgo dio el gritó de Independencia. Teseo mató al Minotauro (y abandonó a Ariadna). Hamlet conversó con el fantasma de su padre. Don Quijote embistió a los molinos. Newton explicó la Física cuando le cayó una manzana. Eva le dio una a Adán. Tiresias fue hombre y mujer. Caín mató a Abel. Dante imaginó el Paraíso y el Infierno. Bach fijó la música. Mozart escribió la más bella. Beethoven componía sordo. Eiffel erigió una torre. Helena se fugó con Paris. Pasteur encontró una vacuna. Odiseo ideó el caballo de Troya.
Job cultivó la paciencia. Pelé anotó más de mil goles. Maradona hizó uno con la mano. La emperatriz Carlota enloqueció. Espartaco se levantó contra Roma. Los hermano Wright inventaron el avión. Simeón el Estilita pasó la vida en una columna. Enrique VIII decapitó a sus esposas. Fleming se encontró la penicilina. David mató a Goliat. Stalin hizo de Rusia los campos del Gulag. Salomé pidió la cabeza de Juan el Bautista. Antígona enterró a su hermano. Edipo yació con su madre. Lot se acostó con sus hijas, y su mujer se convirtió en estatua de sal...
Un hecho basta para explicar una vida. ¿En qué momento nos reconoceríamos? ¿En qué instante seremos nosotros mismos? ¿Qué acto acabará por definirnos?
27 de diciembre de 2015
Los libros viejos
Se desdibujan. Sus páginas amarillean, se ponen rígidas y quebradizas, frágiles. A veces, el pegamento o la costura ya no los sujetan y se deshojan, o la cubierta cede y se ahonda el surco que se hizo profundo con el uso, y es menos común pero también se descoyuntan del lomo.
Con los años, algunos libros se deterioran, guardan polvo y desprenden un intenso olor impregnado de vainilla. Unos resisten mal el devenir del tiempo, otros en cambio adquieren dignidad y resalta la calidad de sus materiales, el dibujo de las guardas, la tipografía fina, la línea del grabado de las ilustraciones y viñetas.
A pesar de mi torpeza manual, cuando alguno necesita reparación intento rehabilitarlo con remedios caseros. Los entablillo, refuerzo las costuras, busco con pegamento volver a ponerlos en su sitio, unir sus hojas. No siempre consigo resultados aceptables, pero tengo algunos ejemplares que eran de mi padre o de mi abuelo que me han quedado estupendos.
Un libro de papel, cartón, hilo, pegamento y tinta envejece al paso de dos generaciones. Cambia de color, se resquebraja, y no es difícil que se abra y se rompa entre las manos. Un libro de hace ochenta años es como un hombre de esa edad, y no puede ocultarla: se le nota en la piel, los órganos, los huesos.
Algo de humano tienen los libros, salvo que ellos no olvidan, y pueden ser útiles y leídos con provecho por mucho tiempo. Me parece una diferencia esencial, una ventaja implacable. Los libros guardan el pensamiento y la imaginación, razonan las ideas, preservan eléctricos los versos, conservan fielmente el conocimiento, las palabras, mucho después de que sus autores han partido. Como los hombres, al cabo de una vida, los libros también envejecen, pero conservan intacta la más grande virtud humana: todo lo saben, todo lo nombran, todo lo evocan, porque ellos no pierden la memoria.
26 de diciembre de 2015
Marilyn
También fue una lectora. El resplandor de la rubia imponente ocultaba a la muchachita frágil, melancólica y desdichada, amante de la literatura y de la historia. El guion para su vida que Hollywood y los medios le imponían insistía en cultivar la imagen de la mujer más sexy del mundo.
Marilyn Monroe no terminó la high school, algo así como el bachillerato, pero antes de que la devorara la fama se empeñó en ir por las noches a la Universidad de California a tomar cursos sueltos de literatura, después de trabajar como modelo y de buscar pequeños papeles en películas en las que casi siempre hacía papeles de rubia tonta.
Los testimonios de su gusto por los libros son contundentes y firmes, y son muchas las fotografías en las que aparece leyendo o con un libro en las manos. Fragments (FSG, Nueva York, 2010; hay una edición española: Fragmentos, Seix Barral, 2012) publica en edición facsimilar los escritos de Marilyn, sus notas íntimas, reflexiones, apuntes y aproximaciones a la poesía, escritos a máquina o a mano en cuadernos, en blocs de hoteles, en hojas sueltas. Es un libro imprescindible para aproximarse con alguna certeza a Marilyn, para acercarse a la expresión de sus emociones y sentimientos, su soledad y eso que solemos llamar sensibilidad.
Si los testimonios, los libros, los papeles personales, las fotos no fueran suficientes para hablarnos de la Marilyn lectora, los editores de Fragments se preguntan con agudeza si a alguna actriz de 1960 le hubiera interesado, por razones de imagen, aparecer leyendo o al menos con un libro en la mano en decenas de fotografías. Antes lo contrario. Las bellas de Hollywood no deben leer libros. Esas fotografías nos muestran un rasgo personal y un hecho constante y asombroso: Marilyn era una lectora, más que una lectora ocasional, y además leía muy buenos libros.
En su biblioteca había más de cuatrocientos ejemplares de teatro, poesía, filosofía, novelas, relatos, algo de historia y de ciencia. Muchos autores del siglo XX, sus contemporáneos. Su gusto era impecable: Beckett, Russell, Camus, Carroll, Chéjov, Dickinson, Dostoievsky, Durrell, Faulkner, Fitzgerald, Flaubert, Freud, Greene, Heine, Hemingway, James, Joyce, Kazantzakis, Lawrence, Lowry, Mann, Milton, O'Neill, Poe, Proust, Pushkin, Saint-Exupéry, Schopenhauer, Shaw, Shelley, Spinoza, Steinbeck, Stendhal, Styron, Tolstói y Wilde entre otros. El lector curioso y perspicaz puede encontrar la lista de su biblioteca en la Red.
Es cierto que los lectores que con los años formamos una biblioteca personal tenemos libros que no hemos he leído, pero no hemos renunciado a hacerlo, todo lo contrario. Su presencia es una promesa de futuro. No sé cuáles de esos grandes autores cuyos libros estaban en sus estantes no haya leído Marilyn, pero leyó a muchos de ellos. Frecuentó ciertos círculos intelectuales, fue buena amiga de Truman Capote, entre otros escritores, y estuvo casada con Arthur Miller, un notable dramaturgo.
Si comento que Marilyn Monroe fue una mujer sensible a la poesía y leía buenos libros, con frecuencia me miran como buscando la intención, el chiste, con una expresión de burla y sorna o con una ceja arriba de puro escepticismo. A medio mundo le cuesta creer que Marilyn Monroe, con su vida y su leyenda, pudiera ser o hacer algo más que salir en películas simples, aparecer desnuda en el primer número de Playboy o cantarle el "Happy Birthday" al presidente Kennedy. Se niegan a aceptar que en su soledad, en su casa, leía, que la lectura era su placer y su refugio; su pasión secreta era la literatura.
Me desconcierta que sean mujeres sobre todo las que dudan de la afición de Marilyn por la lectura, de sus modestas aficiones intelectuales; que sean mujeres las que la descalifican y refuerzan su papel oficial de rubia teñida que sólo podía saber de frivolidades, coleccionar maridos y una larga lista de amores fallidos, amantes ricos y poderosos. ¿Para qué querría leer libros?, ¿los entendía?, se preguntan.
Marilyn, como cada uno de nosotros, tenía una casilla, un escaque del que no es fácil salir. Marilyn fue una víctima de su belleza, de su circunstancia, de los hombres que la acosaron y aniquilaron, de la fama, del torbellino en el que se giraba su vida.
La belleza impecable y absoluta de ciertas mujeres puede ser su mayor obstáculo en otros ámbitos, la gran desdicha de su vida. Pareciera que no tuvieran otro sitio en el mundo: su única razón de ser, como la rosa, es ser bella. Lo demás, no importa. Más le hubiera valido a Marilyn ser una rubia tonta, una frívola insensible, dispuesta a pagar cualquier precio a cambio de fama, poder y dinero. Pero no fue así. Marilyn no era poeta, pero tenía el alma de una, y la fragilidad de la rosa.
Lo sabía bien Arthur Miller: «To have survived, she would have had to be either more cynical or even further from reality than she was. Instead, she was a poet on a street corner trying to recite to a crowd pulling at her clothes.» Sí, la imagen es justa: «Para sobrevivir, debió ser más cínica y dura ante la realidad. En cambio, era una poeta tratando de decir sus poemas en una esquina a una multitud ansiosa de quitarle la ropa.» Ni más ni menos.
20 de diciembre de 2015
Al final del día
18 de diciembre de 2015
El comienzo de un libro
Empezar a escribir un libro es empuñar la pluma y acercarse al papel y escribir la primera palabra. Escribir es seguir de inmediato con la segunda palabra y luego la tercera y la cuarta, llegar a la primera coma, dibujar la quinta palabra, la séptima, quizá poner el primer punto y seguido de una oración corta. Punto. Qué bien se ve la oración en el cuaderno.
Escribir un libro es volver a recorrer esa primera oración, y tomar el impulso que viene no sólo de ella y del brazo y del puño y de la pluma, sino de muy atrás, de la voluntad de escribir ese libro deseado, de fijar lo que la imaginación y la memoria conversan; empezar la segunda oración con brío. La tercera oración se instala necesaria en el papel, y la cuarta exige su sitio, la quinta se impone y la sexta se abre paso por derecho propio.
La imagen inicial o la primera escena ha cambiado un poco. Fija en el papel ya no es como la había pensado. Algo la ha sucedido, ya es literatura. Tal vez es mejor, se bifurca en ramas y variantes, en otras cosas paralelas que no había considerado. El propio libro que acabo de empezar me habla de sí mismo.
Algo se erige en la página y la pluma. Debo ser prudente, o acabaré por escribir lo que jamás habría imaginado, podría ser el primer sorprendido de esa escritura que no soy yo y sin embargo en ella me reconozco. ¿Qué podrá revelarme? ¿Adónde se dirige el segundo párrafo?
Pareciera que el libro cobra vida. Su numen es mi guía y consejero. Una inteligencia ajena en un instante, como un relámpago, me revela lo que no había pensado, me advierte peligros, le da coherencia a la trama, me señala errores y aciertos, me enseña lo que no sabía.
Como un sortilegio entre la pluma y el papel surgen las palabras afinadas, las que mejor se acompañan para decir lo necesario. El libro mismo aprueba la escritura que lo conforma, y cuando algo no está bien se revela y no puedo seguir, se rompe el encanto. Debo buscar la solución, comprendo que siempre viene de él y sus palabras.
Una a una las palabras y oraciones se unen y engarzan. Se acomodan, encuentran su sitio. Ya está la primera página, con sus oraciones redondas y la prosa en marcha. Avanzo con cautela, atento a los guiños, las señales, los signos. Escribo como en estado de gracia, he comenzado un libro que hace tiempo imaginaba. Tengo el impulso, veo con asombro cómo se fijan limpias las palabras. Algo ha sucedido este día. Ya las primeras páginas de un libro.
17 de diciembre de 2015
El poeta que perdió la voz
Los poemínimos, tan celebrados, siempre me han parecido una caída, un accidente en la obra de un poeta mayor, como un rasgo indeseable o un defecto en alguien que respetamos y apreciamos mucho. Empecé a leer a Efraín Huerta a mis veinte años, y el encuentro con lo mejor de su poesía fue decisivo para la formación de mi gusto poético y mi educación sentimental.
Muy pocos poetas están a la altura de lo mejor de sí mismos en todos sus versos, en todos sus poemas. Tal vez lo consiguieron los que escribieron muy poco, los que valoraron cada palabra en busca de su justo peso poético (esto haría de San Juan de la Cruz el mejor poeta de la lengua española).
Un poeta cambia, su poesía cambia como lo hace el hombre con los años. Pareciera que todo se trastoca. A veces al rigor y la impecable belleza lírica de los primeros libros los suplanta la urgencia de lo importante. El poeta se relaja, confía en su oficio y sus palabras, se confunde, la tensión cede ante otras razones y motivos no siempre poéticos.
Si bien algunos poemínimos son ingeniosos, juegos de palabras, paráfrasis logradas de poetas admirables, pensé que respondían a la intención del autor de llegar a eso que solía llamarse el gran público, de que lo leyeran los que jamás se acercarían a Absoluto amor, Línea del alba o a alguno de sus poemas mayores.
Durante muchos años no fue editado y era casi imposible conseguir un ejemplar de Los hombres del alba (libro admirable, central no sólo en la obra de Huerta, sino de la poesía mexicana), mientras los poemínimos no dejaban de publicarse. Sus muchos lectores, que no se acercaban a la obra mayor, celebraban la agudeza del poeta, del Gran Cocodrilo.
Había una tristeza, un enojo en ese malentendido, que nunca dejó de inquietarme. Me importaban muy poco las opiniones de Efraín Huerta sobre esa veta o registro de su obra. No me convencería de sus atributos poéticos simplemente porque no los tienen; algunos si acaso tendrán gracia. Tal vez los poetas no siempre tienen la luz para apreciar lo que hacen. El propio Huerta cuenta dos anécdotas esclarecedoras:
«... durante mucho tiempo, supuse con ingenuidad que estos breves poemas podían ser algo así como unos epigramas frustrados. Error. Mi hija Raquel (8 años), al leer algunos declaró lo siguiente: 'Son cosas de reír'. Poco después, en la casa de un famoso pintor, Octavio Paz (58 años) los definió de esta manera: 'Son chistes'. Me alegró en extremo que, separados por medio siglo de experiencia y cultura, Raquelito y Octavio hubieran coincidido.» ('El poemínimo', en Estampida de poemínimos, Libros del bicho, 1980.)
En 'Efraín Huerta' (Sombras del obras, 1983), la nota necrológica que Paz dedicó a su amigo, dice: «También cultivó el epigrama, los poemínimos: breves, punzantes y, a veces, alados. A pesar de toda esta diversidad, fue ante todo un poeta lírico...» Si Efraín Huerta no hubiera escrito los poemínimos, seguiría siendo el poeta Efraín Huerta; si no hubiera escrito Los hombres del alba, y su mejor poesía en ese registro, no existiría el poeta Efraín Huerta. Lo mejor de la obra de Huerta ha quedado oculta, salvo para poetas y estudiosos, por sus chistes y epigramas.
El malestar que siento y aparece constante cada vez que vuelvo a leerlo o alguien celebra los poemínimos, gira de pronto. Surge una explicación sombría. En una larga entrevista a David Huerta sobre Efraín, su padre, le dijo a Christopher Domínguez Michael cuando éste le preguntó por los poemínimos:
«Me gustaría mencionar que su origen no es nada festivo ni jocoso. Efraín Huerta tuvo en los años setenta una crisis de salud muy grave: debido a un cáncer, le extrajeron la laringe y por lo tanto perdió la voz. El gran conversador, el gran hacedor de chistes, de ocurrencias, perdió la voz, fue una verdadera tragedia. Durante el tiempo que estuvo hospitalizado, él se comunicaba por escrito con nosotros; como ya no nos podía pedir de viva voz lo que necesitaba, lo escribía, y a veces los chistes que hacía verbalmente los hacía por escrito. Ese es el origen de los poemínimos. La gran cantidad de poemínimos que conocemos se escribieron a raíz de esas hospitalizaciones y de la pérdida de la voz que sufrió Efraín Huerta.» (Letras Libres, junio de 2014.)
Efraín Huerta, poeta mayor, dejó un poemínimo sobre las secuelas de su mal: «'Laringectomía' Lo mejor / De todo / Es que / Ya nadie / Puede dejarme / Hablando / Solo» El poeta perdió la voz, la frágil línea del alba, pero no el humor. A veces negro, pero humor al fin.
16 de diciembre de 2015
El catálogo...
15 de diciembre de 2015
Una colina muy verde
De lejos parece un bosque. Se extiende sobre una gran colina muy arbolada, con muchos tonos y matices de verde, del más oscuro al más tenue y brillante. Visto desde un punto elevado, rodeado por la mancha urbana, podría confundirse con un parque magnífico o una reserva natural muy grande. En realidad esa colina es un cementerio.
Al salir de la vía rápida, es necesario seguir un tramo por un camino estrecho y luego un poco más por una calle que desemboca en la entrada con unos grandes arcos. A un lado del camino, hay muchos puestos de flores, también pequeños talleres de artesanos que inscriben nombres en lápidas de mármol y modelan cruces. Ahora, a un lado, a la izquierda, han abierto una funeraria, a unos metros de los arcos de la entrada.
La pendiente es considerable, y haría falta el vigor de la juventud, una buena condición de alpinista para adentrarse y subir la colina. El ascenso a pie se antoja muy duro o tal vez imposible. Es necesario subir en coche. El cementerio podría parecer, por sus calles anchas bien trazadas, un sitio que pronto sería del todo urbanizado. Las construcciones, los caminos, los árboles delatan el diseño francés del cementerio.
Es un lugar sobrecogedor. La vista se reconforta y se recrea en el follaje de los árboles, por encima de las tumbas. La sensación de paz se impone en el silencio. En la parte alta de la colina, sólo he visto a jardineros, y muchachos que se ofrecen a lavar las tumbas, quitarles las matas que crecen invasoras entre las lápidas y las piedras rotas.
Entre sus muros se impone una sensación de abandono, de recogimiento. Se impone el silencio. No sería difícil dejarse llevar por la melancolía o la nostalgia. Las piedras y los árboles generan un efecto muy dulce de bienestar de lugar fuera del tiempo. Por un instante de arrebato, al respirar profundo, entre tantos árboles, uno se siente vivo.
Hacía mucho tiempo que no iba. Pase bajo los arcos e inicié el ascenso en coche esperando recordar el camino. Sabía que tenía que subir mucho siguiendo un camino, luego dar dos o tres vueltas, a la derecha y luego a la izquierda. No tenía puntos de referencia, no tenía más que el recuerdo. Llegué sin un movimiento en falso como si llegara a mi casa.
Dejé el coche en el punto más cercano a la tumba de mis mayores, de mi padre y mis abuelos. La hierba que la cubre estaba húmeda. Hice una guardia solemne, vigilándome a mí mismo. Levanté la vista y la mañana fría, el cielo, cubierto, la humedad del aire, las piedras y las lápidas y las construcciones funerarias, la hierba, los árboles tan verdes me reconfortaron como si agradecieran la visita.
Fue algo muy extraño, un leve estremecimiento. Miré como afuera del tiempo, como si fuera posible hacerlo cuando ya no lo sea. Miré con la extraña sensación casi dulce de no estar de paso, de sentir que no estaba en un lugar ajeno o extraño, como si ese lugar me revelara con las piedras y el aire, la luz, la hierba y los árboles que, andando el tiempo, también podría ser mi casa.
10 de diciembre de 2015
La novela y la experiencia
Es un tema sobre el que vuelve, con asombro. En un artículo cuenta: «Yo pensaba que aquella novela me había costado tanto porque era la primera que escribía; que el oficio iría facilitando las cosas, limitando las inseguridades, la posibilidad de la equivocación y el fracaso. Al cabo de treinta años, después de escribir novelas que llegaron al final y otras que quedaron interrumpidas, tentativas obstinadas que se me deshicieron en nada, comprendo y acepto que no hay progreso en este trabajo. El aprendizaje necesario para escribir una novela se vuelve irrelevante una vez terminada. Para la próxima, si es que llega, habrá que aprender cosas completamente distintas, insospechadas antes de empezarla.»
Muñoz Molina y Philip Roth saben mucho sobre el arte de escribir novelas, buenas novelas. Entiendo que no se refieren a los rasgos externos de eso que se llama estilo, o el metal de una voz templada en el ejercicio continuo de la escritura, sino a la luz, la revelación de una novela, su centro, cuya búsqueda suele ser la razón para escribirla. «Las historias se escriben desde la oscuridad, a ciegas. Hay que escribir como sonámbulo, pero corregir muy lúcido y despierto.»
La reflexión sobre la utilidad y la sabiduría que da la experiencia es un tema que ya conocían los antiguos, y uno de los ensayos más celebrados de Montaigne se llama precisamente "De la experiencia". Podemos suponer que la experiencia nos guía, que ilumina, aunque sea tenuemente, las páginas en las que se abre paso el personaje y su circunstancia.
Si así fuera, si se acumulara sabiduría, la sexta novela debería ser inevitablemente buena. La verdad es que no es así, y ciertos escritores con muchos novelas en librerías, incluso algunos que han recibido el Premio de manos del rey de Suecia, podrían arrepentirse de algunos de sus libros posteriores. Aunque la novela es considerada como un género de madurez, no todos los escritores veteranos escriben de mayores sus mejores páginas. Tal vez no basta la experiencia.
Durante mucho tiempo pensé que ningún novelista había escrito diez obras maestras. Diez obras absolutas a la altura de lo mejor de su propia obra. Diez grandes novelas es una cima que se antoja tan insalvable como para los compositores de cierto sinfonismo alemán del siglo XIX que no podían terminar su décima sinfonía. Hacer el ejercicio, la búsqueda, tan subjetiva como entretenida, acaso sólo sirve para confirmar una suposición ligera y pasar las horas.
Cervantes es una vez más ejemplar. A su manera es el autor de una novela absoluta; el resto de sus novelas sólo le interesa a los académicos y cervantistas. Y no son pocos los autores de una única y gran novela. En otro ejercicio no exhaustivo, la lista podría considerar a Emily Brontë, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Borís Pasternak, Oscar Wilde, Edgar Allan Poe, Elias Canetti, J. D. Salinger, Juan Rulfo, Juan José Arreola... y tal vez podrían ser incluidos otros autores de libro único absoluto: el Arcipreste de Hita y Fernando de Rojas...
No debemos pasar por alto la sabiduría literaria de Borges y Alfonso Reyes, que cimentaron su gloria, con su prosa admirable, en su desdén por la novela. La prosa de los grandes poetas suele ser muy buena, lo cual no es razón para cultivar la novela; muy pocos entre ellos han necesitado fatigarse en una narración en prosa de trescientas páginas.
Tal vez para ser novelista hace falta algo más que se escapa. Una buena novela, insisto, es un milagro que no depende de la voluntad o la experiencia del autor. Me pregunto si aquellos que cuentan en su haber más novelas olvidables que dedos en las manos habrán escrito una tras otra a partir de la experiencia, falsificándose a sí mismos. «Escribir a ciegas, como un sonámbulo», decía Muñoz Molina, «pero corregir muy lúcido, muy despierto.»
Como casi siempre, en cuanto un tema nos ocupa aparecen aquí y allá, como caracoles después de la lluvia, textos, citas, evidencias. Aunque no es novelista sino cineasta (¿salvo los lenguajes, habrá mucha distancia en los dos oficios?), encuentro sin buscarla una declaración de Arturo Ripstein:
«En estos cincuenta años aprendí una serie de cosas. Me llené de experiencia, es decir, que no tengo la menor idea de lo que estoy haciendo, porque la experiencia no sirve de mucho; tiene una valoración desmesurada. Siempre he caminado por territorios desconocidos; nunca sé por dónde voy. Lo único que puedo decir es que he afinado el instrumento en este oficio; que lo que tengo en la cabeza es cada vez más lejano del resultado final.»
El misterio de una buena novela sigue intacto. Cada novela implica su aprendizaje, como se aprende a vivir cada día. Antonio Machado advertía al caminante que no hay camino, y ahora sabemos que como el camino, se hace novela al andar. El camino es escribir como si uno se jugara la vida. Por lo pronto, se antoja un ensayo que bien podría llamarse "Contra la experiencia". Hay buenas razones para ello, y los testimonios no faltan.
* Conferencia "Algunas divagaciones sobre la novela" dictada el 30 de noviembre de 2015 en el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara en el marco de la Cátedra Julio Cortázar.
2 de diciembre de 2015
El doble, él mismo
Delgado, enjuto como Don Quijote (cuando lo conocí se sometía a una dieta rigurosa, muy baja en calorías para mantener el cuerpo a menor temperatura, lo que redundaría en menor desgaste biológico y una vida más larga), con el saco elegante y discreto, un poco suelto en los hombros huesudos y los largos brazos.
Si algo sé sobre el oficio de editar diez libros al mes se lo debo a él. Fue mi jefe en una editorial de cuyo nombre no quiero acordarme, y me enseñó lo que es orden y la organización y el desempeño por objetivos a un precio alto, pero ahora se lo agradezco. Con el tiempo aprendí a respetarlo, y mi recuerdo lo guarda con aprecio.
Era metódico hasta la obsesión. Perfeccionista. Todo estaba previsto y planeado. Nada debía hacerse a destiempo, nada podía estar fuera de su lugar, nada debía suceder fuera del tiempo programado. A veces, me invitaba un café en su oficina para conversar. Aquellas pocas ocasiones eran deferencias dignas de consideración.
Un día quiso contagiarme su entusiasmo empresarial, y con un gesto que no alcanzaba a expresar a plenitud la verdad que estaba por revelarme, la emoción de su sentencia, me dijo: «Hacer negocios desde el escritorio» y extendía los brazos sobre el suyo, en el que no había ni un papel «es más apasionante que cazar leones, que tripular un submarino o un cohete que viaja al espacio».
Cuando puso las manzanas en su carrito y yo me preparaba para saludarlo, sucedió algo absolutamente inesperado. A ese soltero contumaz se le acercó una mujer con familiaridad. La mujer, de espaldas parecía mucho más joven de lo que luego reveló su rostro. Debe tener nietos bastante mayorcitos.
En un instante me conté una historia. Encontró a una mujer divorciada, tal vez una viuda, y decidió no pasar solo su vejez. La conocía desde antes, claro, cuando estaba casada, pero al cambiar las circunstancias de ella, después de un largo tiempo, de un análisis severo y cruel, frío, analítico, por fin aceptó que estaba cansado de su soltería. Me alegré de que cambiara de vida, se veía que hacía buena pareja con su mujer. De aquel régimen de alimentación draconiano quedaba muy poco, ahora se asomaba goloso al refrigerador de los helados.
Entonces tuve recelo de acercarme, la presencia de aquella mujer cambiaba las condiciones del encuentro. Ahora serían necesarias presentaciones formales, explicaciones. Lo vi alejarse y doblar en un pasillo del supermercado. Es mejor dejar las cosas así, me dije, no lo he visto ni he hablado ni tenido el menor contacto con él en más de veinte años.
Volví a verlo de lejos en otro pasillo, y la tercera vez que lo encontré, de frente, en la sección de lácteos, con un buen cargamento de yogur en su carrito, me acerqué y le dije con una sonrisa: «Gildardo, qué gusto verlo.» Me miro estupefacto, y educadamente, con una mala sonrisa que mostró una dentadura muy dañada, me dijo: «No, no soy yo.» Y se volvió a ver la reacción de su mujer.
Me disculpé sin comprender su reacción, por negarse a sí mismo de esa manera. Aceptó mi disculpa y le restó importancia con gestos limpios y seguros, con voz serena, reposada. La dentadura me había llamado la atención, me había impresionado, no la tenía así, pero en veinte años a un hombre le suceden muchas cosas en la vida, puede casarse, envejecer, perder la memoria o pudrírsele los dientes.
Me alejé desconcertado. Terminé de hacer mi compra y me fui con un malestar que no pude sacudirme. Luego, comprendí. Era él. Claro que era él. Pero no quiso admitirlo. No me había dicho que no me recordaba, que no sabía quién era yo. Me había dicho que no era Gildardo. Me dijo que era otro. Pensé en Rimbaud: Je est un autre.
No quiso saludarme. ¿Por qué? Tal vez quería negar su pasado. Cambió de vida y ahora no quería saber nada de quien lo conoció antes de su avatar, de su renacimiento. Tal vez se oculta con otro nombre, y viaja con un pasaporte que lleva el nombre de otro. En veinte años a un hombre le suceden muchas cosas en la vida que pueden llevarlo a romper con el que fue. La clave, por supuesto, estaba en aquella mujer. Si lo hubiera encontrado solo, las cosas habrían sido distintas, estoy seguro; hubiera conversado conmigo un momento, luego se despediría apresurado y jamás volvería a ese supermercado.
Tal vez ella no conoce su pasado, no sabe que fue un editor convencido de que hacer negocios desde el escritorio es más apasionante que cazar leones, y luego algo sucedió que también ella ignora. O tal vez todo lo contrario. Él cambió de identidad para salvarla a ella. Nunca sabré esos detalles.
Era él. Estoy seguro. Era él. No puede ser otro. Comprendí que la teoría del doble, del otro, el Doppelgänger, es un recurso de la literatura para enunciar una realidad que no podría hacerse de otra manera. El hombre del supermercado no era el sosias de Gildardo, era Gildardo desdoblado en otro. Si no era Gildardo y se negó a sí mismo y a saludarme, entonces, lo escribo consternado, vi a su fantasma, a otro que era su doble y a la vez él mismo. Aterrador.
18 de noviembre de 2015
Rayuela: juicio a la literatura
Saúl
Yurkievich no sólo fue uno de los amigos más queridos de Julio Cortázar, también fue su
albacea literario y, por mucho, su mejor crítico. Muy pocos como él han sabido
sumergirse en la obra y al volver de ella, como si emergieran de
Han sido muchos los críticos entusiastas y perspicaces de la obra de Cortázar, pero no todos han visto el vínculo esencial entre vida y literatura que anima esa
escritura, y si un crítico no ilumina el camino del lector al señalarle los
múltiples sentidos y significados de un texto, su oficio no me interesa ni
tiene razón de ser.
Héctor
Schmucler fue uno de esos pocos lectores privilegiados que comprendieron
cabalmente Rayuela desde el principio. En 1965, apenas dos
años después de la publicación de la novela-poema, escribió "Rayuela: juicio a la literatura", un largo artículo para Pasado y Presente, una revista argentina, célebre y referente de la intelectualidad hispanoamericana de aquellos años.
Rayuela: juicio a la literatura (Fondo de Cultura Económica, 2014) es el nombre del volumen que recupera un artículo en verdad esencial y una nueva vuelta a la obra, "La innovación cortazariana". Sin duda, es un acierto la recuperación de estos textos, que se acompañan de una breve introducción y un epílogo.
"Rayuela: juicio a la literatura" ha cumplido cincuenta años y su voz sigue intacta. Sus argumentos y razones son contundentes, su fuerza impecable, y su asombro se desdobla en un impulso urgente por volver a la novela. Schmucler, lector temprano, fue uno de los primeros en comprender la dimensión del hecho textual que sucedía ante sus ojos y desde entonces en su vida, los múltiples planos de la obra: «la novela en su conjunto es una metáfora de mil sentidos» porque «la escritura de Cortázar coagualaba una demorada promesa, reordenaba nuestra experiencia del mundo».
No son pocos los lectores y críticos que dicen que Rayuela ha envejecido, incluso que ha envejecido mal. En realidad, los que envejecen son los lectores: los libros se mantienen intactos en sus palabras, su estructura. Pero admitamos que una obra con los años deja de mover las fibras más sensibles de un lector y aun de una generación, que deja de sacudirlo y excitarlo, que ya no le ofrece respuestas ni belleza, que ha dejado de ser una puerta por la que entra lo imaginario y deslumbra la belleza.
En el caso de Rayuela ese envejecimiento sólo es posible en los planos más superficiales y anecdóticos, no su búsqueda de lo otro, en su salto metafísico, en su impulso vital para romper el absurdo. Pocos, muy pocos libros siguen moviendo a los lectores más jóvenes de cada generación desde hace cincuenta años. Schmucler nos ofrece también un testimonio de cómo fue leída Rayuela por esos lectores de la primera hora: «algo nuevo, largamente esperado, había acontecido en nuestras vidas».
La obra de Cortázar ha generado una bibliografía inmensa, una montaña de reseñas, artículos, ensayos y libros que podría, reunida, conformar en sí misma una biblioteca. El Fondo Julio Cortázar de
No parece una desmesura publicitaria el texto de la contracubierta: Schmucler hizo una lectura de la novela y un texto excepcional sobre ella: «cuando todos andaban frotándose los ojos sin saber muy bien qué hacer con ese artefacto literario, con apariencia de explosivo, que tenían entre las manos.»
15 de noviembre de 2015
Recurrencias
28 de octubre de 2015
Otredad
¿Qué sucedería si esos hombres y mujeres de buena voluntad que se dicen a sí mismos taurinos y amantes de la fiesta comprendieran, por el reordenamiento significativo de las letras, por la revelación de un simple anagrama, que el otro es el toro?
21 de octubre de 2015
El autor no es el personaje
Pareciera que funciona igual si uno se interesa con viveza por los caballitos de mar o el imperio bizantino, por qué Plutón es un planeta enano o la reducción del ángulo de inclinación de la Torre de Pisa. Basta estar atento para empezar a recibir información, noticias, comentarios: recompensas.
Alguien me pregunta sobre las complicadas relaciones de los autores con sus personajes y aun con lo que cuentan. "Claro, es una novela, pero de cualquier manera usted debe ser un experto en submarinos atómicos, se nota desde las primeras páginas", y "yo no sabía que usted fuera alpinista, aunque no me extraña", escucha un novelista, aquí y allá, todo el tiempo, según los temas de sus obras.
Explicar que uno sólo es un novelista y lo demás es el oficio y una investigación, un poco de estudio y la necesidad de explorar desde la ficción otras posibilidades del ser y la existencia, de ser otro hombre al menos en la página, puede ser arduo y no siempre se consigue del todo, y menos todavía si el personaje es un poco como cualquier hombre, y no un superhéroe.
De pronto, sin intención, sin buscarlo, tres premios Nobel ofrecen su contribución al tema:
Dice Octavio Paz: «La verdadera biografía de un poeta no está en los sucesos de su vida sino en sus poemas. Los sucesos son la materia prima, el material bruto; lo que leemos es un poema, una recreación (a veces una negación) de esta o de aquella experiencia. El poeta no nunca es idéntico a la persona que escribe: al escribir, se escribe, se inventa. Sabemos que Catulo y Lesbia (su verdadero nombre era Clodia) existieron realmente: son personajes históricos. También lo fueron Propercio y Cintia (Hostia). Sabemos asimismo que ni el poeta Catulo y su amante ni el poeta Propercio y su querida son exactamente los individuos que vivieron en Roma en tales y tales años. Las heroínas de esos libros y los autores mismos, sin ser ficticios, pertenecen a otra realidad. Lo mismo puede decirse de todos los otros poetas, cualesquiera que hayan sido su época, sus temas y sus vidas. La poesía, el arte de escribir, poemas, no es natural; a través de un proceso sutil, el autor, al escribir y muchas veces sin darse cuenta, se inventa y se convierte en otro: un poeta. Pero la realidad de sus poemas y la suya propia no es artificial o deshumana; se ha transformado en una forma a un tiempo hermética y transparente que, al abrirse, os muestra una realidad más real y más humana. Los poemas no son confesiones sino revelaciones.» (Preliminar, Obra Poética II, Tomo 12 Obras Completas, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 18.)
Pamuk evoca un caso del siglo XVIII, lo cual nos muestra que los novelistas tienen que dar explicaciones desde hace siglos: «Cuando Daniel Defoe publicó Robinson Crusoe, ocultó el hecho de que la historia era una obra de ficción fruto de su imaginación. Afirmó que era una historia cierta, y entonces, cuando se descubrió que su novela era una "mentira", Defoe se sintió avergonzado y admitió, aunque solo hasta cierto punto, la ficcionalidad de su historia.»
¿Se alcanzará algún día un consenso entre autores y lectores sobre la condición natural de la ficción en la literatura, aunque ésta sea verosímil, verdadera y se sustente en hechos históricos? ¿Alguien le habrá preguntado a Cervantes si alguna vez fue caballero andante o cómo había recuperado la razón?
19 de octubre de 2015
El fracaso no es lo que parece
El profesor Llorenç Valverde, matemático, académico y experto en tecnología, ha escrito un libro con nombre inquietante: Siete fracasos que han cambiado el mundo, del lavavajillas a la telefonía móvil. El título me hizo recordar a Julio Ramón Ribeyro, que reunió sus diarios bajo el implacable nombre de La tentación del fracaso.
Llegué a la presentación del libro, por razones aún no puedo comprender, y mi gozo iba en aumento en aquel acto revelador, que acabó por ser una conferencia en forma. El profesor Valverde, simpático y erudito, dijo cosas asombrosas con impecable acento catalán.
Sucede que detrás de los grandes inventos, de un caso exitoso, la historia registra una larga serie de intentos y pruebas sin fin, testimonios de mala fe, mentiras, intrigas, manipulación de patentes e inventores y toda suerte de trampas, retrasos por intereses de particulares, y por supuesto, errores fecundos y hallazgos afortunados (serendipias).
El teclado que usamos en una máquina de escribir o una computadora (qwert) tiene una historia; es, a fin de cuentas, una posibilidad entre muchas que acabó por imponerse. Y la máquina de calcular de Charles Bobbage (y la máquina que no construyó), como el lavavajillas de Cochrane y el conmutador telefónico de Strower encierran un empeño contumaz, una perseverancia y las motivaciones más extrañas.
El recorrido del profesor por la historia de la invención y la tecnología pasa por Ramón Llull y su máquina lógica, que según el gran sabio podía probar por sí misma la verdad o la mentira de un postulado. ¡En el siglo XIII este genio iluminado estaba buscando acabar con las discusiones teológicas e ideológicas que incendiaban y amenazaban la paz el mundo!
El fracaso es un gran tema. Los fracasos a fin de cuentas han hecho la ciencia y la tecnología, dibujado los mapas y a fuerza de perseverar en la prueba y error podemos suponer con modestia algunas certezas que damos por válidas o verdaderas.
No hay solución que no plantee problemas, no hay solución limpia, una que no genere necesidades o requiera insumos o genere otros problemas. A veces, la humanidad ha tenido las respuestas acertadas de preguntas equivocadas porque no ha sido correcta la relación pregunta-respuesta. Con frecuencia, las respuestas no tienen que ver con las preguntas, y esta situación a veces abre nuevas áreas de investigación y nuevas preguntas.
Y el azar, lo imprevisible, el comportamiento errático del sistema problema-solución, que está en la base de la innovación y del progreso, fue ya iniciado hace mucho tiempo por aquellos homínidos que participaban mal o echaban a perder aquellas partidas de caza o pesca. Lo que nos previene a echar de nuestros juegos y nuestras investigaciones y proyectos a los que consideramos más tontos, ignorantes o menos capacitados. Uno de esos puede ofrecer la solución que resolverá un problema.
Pensemos en el automóvil. Parecía la solución al transporte: eficiente, cómodo, rápido y divertido... Y terminará por ser un problema de consecuencias mundiales y catastróficas para la conservación del planeta, la transportación y la economía. Podría llegar el día en el que, como en "La autopista del sur", de Julio Cortázar, el atasco sea universal y los coches, uno tras otro en filas sin fin, no puedan moverse. Las máquinas que resuelven problemas a los hombres, no dejan de generarles nuevos problemas.
Leibnitz quería una máquina que hiciera los cálculos, una que pudiera usarla hasta un campesino, dice el profesor Valverde, y pareciera que Erich Fromm le respondía: tendremos máquinas que piensen como hombres, manejadas por hombres que piensen como máquinas.
La tecnología es un camino sin fin, que no excluye la belleza, como cuenta la historia glamurosa de Hedy Lamarr, reina y musa de Hollywood y tal vez la primera actriz que apareció desnuda en una película, y que fue también una destaca ingeniera y científica cuyos descubrimientos, esenciales para lanzar misiles con precisión, guardaban una secreta relación con el tamaño de sus pechos.
La historia de los fracasos es la de los éxitos, no es posible el uno sin el otro. Y las máquinas que resuelven problemas generan otros problemas. Más todavía: no hay solución que no presente nuevos problemas.
Al final de una larga serie de fracasos está el éxito, y tal vez al final del éxito está el fracaso. Churchill sabía que el éxito es una suma de fracasos con un objetivo e impecable entusiasmo, y los fracasos aportan conocimiento, experiencia y hasta pueden dar consistencia y un perfil único a un currículum.
El que fracasa, aprende. El que fracasó, ya sabe, conoció, aprendió. Y a fin de cuentas, sólo podemos evaluar, decir que algo fue un fracaso con perspectiva y tiempo. El éxito nunca es definitivo, y el fracaso nunca es fatal. (Me gusta pensar que esta idea le gustaría mucho a Enrique Vila-Matas.)
Así que debemos mantenerlos alerta, pues el desánimo y el desconsuelo y el fracaso podrían no dejarnos ver que estamos delante no de un pato feo que está a punto de convertirse en un hermosos cisne negro... sí, como en los cuentos de hadas.
Me alejo de las palabras y conceptos del profesor Valverde y me pregunto si será posible desarrollar, con la bendición de Ramón Llull y de Alfred Jarry una teoría del éxito/fracaso, una máquina que nos vaticinara el futuro de cualquier empresa, artística o científica, tecnológica, intelectual o épica.
Sería estupendo tener una máquina para medir el éxito, fomentarlo, administrarlo en medio del caos y el devenir. Sí, tal vez estoy en terrenos imaginarios cercanos a la patafísica. Y no puede ser de otra manera, esa máquina no podría ser electrónica ni tener software al uso, ni siquiera contar con las ventajas de la computación cuántica: la máquina Llull-Jarry, la que nos daría la excepción de la certeza y la verdad, que trabajaría sin fin ante el fracaso, que buscara y tratara como Sísifo una y otra vez, tendría que ser otra cosa.
El profesor Valverde se despidió de su público con una sentencia y una cita poética. Contó que Sir John Daniel dice que nos pasamos la vida buscando soluciones a problemas, y «ahora que ya sabemos que las tecnologías digitales son la solución, quizás ha llegado el momento de averiguar cuál era el problema».
El gran final fue con una cita imprescindible y conocida de Samuel Beckett tomada de Worstward Ho: All of Old. Nothing else ever. Ever tried. Ever failed. No matter. Try again. Fail again. Fail better. (En versión del maestro Juan Carlos Calvillo, que está construyendo una máquina para traducir la poesía completa de Emily Dickinson: «Todo antaño. Nunca nada más. Haber tratado. Haber fallado. No importa. Tratar de nuevo. Fallar de nuevo. Fallar mejor.»)
Sí, tratar. Tratar de nuevo. Fallar de nuevo. Fracasar mejor.
6 de octubre de 2015
La yegua de la noche
He tenido un sueño, dijo Ferré, inquieto. Le he dado lugar a un sueño de otro, a una pesadilla que yo no debí de haber soñado y cuya osadía, aunque no sea responsable, me avergüenza.
Dormía, en el sueño me despertaron unos golpes enérgicos a mi puerta. Antes de llegar a ella, una voz, amable pero de inapelable autoridad, como venida de otro mundo, me ordenó que le entregara un libro, cualquier volumen de los estantes de mi biblioteca. Me quedé estupefacto. Nadie te despierta a las tres de la mañana para pedirte un libro. Le dije, sin saber a qué o a quién le hablaba, que no comprendía. La voz dijo que tomara cualquier libro y que lo pusiera en el pasillo, al pie de mi puerta y que después volviera a la cama.
Obedecí. En la oscuridad, tomé un volumen al azar, abrí mi puerta y lo dejé no sin tristeza en el pasillo. En el pasillo no había nadie. Volví a la cama. Antes de volver a dormirme, tuve tiempo de justificar mi docilidad, mi cobardía, diciéndome que obedecía un deseo superior, que no podría explicarme del todo, como lo que sucede en algunos sueños. En mi sueño, a la mañana siguiente pensé que todo había sido un sueño. Pero había un hueco inquietante en el librero. Entonces pronuncié esa sombría sentencia que guardaba en la memoria: Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) / hay alguno que ya nunca abriré.
Es verdad que esos versos no hacían justicia a la extraña pérdida, porque lo que veía era la ausencia de un volumen. Había un libro menos. Veía, es un decir, un libro menos. Era un ejemplar estimable de la Ética de Spinoza que había comprado en una visita a Ginebra. No puedo negar que pasé la mañana lamentando su ausencia. Busqué por la casa, salí al pasillo, revisé las escaleras y el depósito de la basura. Nada.
En mi sueño, a la otra noche, me despertó la voz y me dijo que tomara dos libros de mi biblioteca, dos que no apreciara tanto como el otro, cuya ausencia no lamentaría demasiado, y que los dejara al pie de mi puerta, en el pasillo. La petición no me sorprendió, pero sí la extraña concesión. Elegí dos cuyos títulos me reservo, no vale la pena dar nombres, pero tenía la certeza de que aunque viviera cien años no me entretendría entre sus páginas, a veces uno conserva libros con la certeza de que nunca los leerá y esa posesión a la vez que inútil es un misterio y es bella. Entonces comprendí. Me dije: esto es un aviso, está próxima la muerte.
A la tercera noche la voz me demandó cuatro ejemplares. A la cuarta, ocho. Creo que hice vagos cálculos para conocer el número de días que podría satisfacer la cruel demanda con el número de volúmenes de mi modesta biblioteca. Es curioso, pero siempre creí que una biblioteca debería tener en su tamaño una correspondencia con la extensión de la vida de su lector y bibliotecario. Que aunque infinita entre sus páginas, fuera más o menos posible abarcarla en el plazo razonable de una vida, en buena medida dedicada a frecuentarla.
Ahora me aterraba la voracidad de la progresión geométrica. Entonces hice una selección apresurada, aparté la Biblia (King James), la Ilíada, la Odisea, la Comedia (en italiano y en inglés), las tragedias y las comedias de Shakespeare, las Enéadas, la Eneida, el Quijote, Las mil noches y una noche, un volumen de Platón, otro de Stevenson, uno De Quincey, un Chesterton, un Voltaire, un Schopenhauer, un Berkeley, uno de Alfonso Reyes, La invención de Morel, una antología de poesía inglesa, y algunos más, puedo decir que poco más. Me dije, mientras pueda conservar y volver a estos libros, habrá un mañana.
En mi sueño, a la otra noche, la quinta, la voz me demandó dieciséis libros. Obedecí, sin mirar demasiado los tesoros que perdía, pero me armé de valor y le dije a esa voz que fuera de quien fuera, no tenía derecho a perturbar mis noches, a expoliar mi biblioteca.
La voz me explicó educadamente que conservar esos libros era una vieja costumbre que ya me era innecesaria, una posesión inútil, porque estaba en situación de decirme con certeza que ya nunca los leería, me faltaría tiempo o ánimo, pero que todavía gozaría de la compañía de otros, y que no me alarmara demasiado, que aún tendría tiempo de volver a ver la clara luna, que no se había agotado la inalterable suma de veces que me daba el destino. ¿Por qué yo?, pregunté, sin esperanza. Porque así lo has imaginado, respondió. Y se disculpó, dijo que era tarde.
En mi sueño, a la otra noche, la sexta, aguardé la llegada de la voz con más resignación que entereza. Me encontró despierto, con un libro entre las manos. Ya había renunciado a hacer un recuento de lo perdido. Como era previsible, me exigió treinta y dos libros de mi biblioteca. Tómalos, le dije, están en la mesa, ya he hecho un atado para tu infame pedido. ¿Adónde llegaremos?, pregunté. Al final, respondió. Comprendí que estaba cerca, muy cerca... pero entonces me di cuenta que bien podría no ser la muerte la que me rondaba, sino la ceguera.
En mi sueño, a la otra noche, la séptima, a la hora de costumbre la voz me demandó sesenta y cuatro volúmenes. Tómalos tu misma, dije, seas lo que seas. Te has llevado ciento veintisiete libros, déjame el tiempo necesario para leer otro tanto, dije. El universo y una vida caben en mucho menos, dijo. Leerás los que cifren tu vida. Ni uno más. Las lunas, los viajes, los libros, los cantos de los pájaros y los días están contados.
Ferré calló.
Es fantástico, dije. Esos versos y esas señas, esa cita, todo el sueño, bien podrían ser de Borges, está calcado.
No has comprendido, dijo Ferré, con pesadumbre. En mi terrible pesadilla, yo era Borges.
23 de septiembre de 2015
Un lugar en el mundo
En un banquete, entre amigos y parientes, me senté frente a una mujer que no conocía. Tal vez era la única persona de esa larga mesa que nunca había visto, de la que nada sabía. Pronto supe su nombre, Camila, y con entusiasmo me contó una historia.
26 de agosto de 2015
Si ladran los perros o citar en falso
Algunas oraciones
tienen una extraña propiedad: pueden mutar, incluso de autor. Son esas
frases célebres que se citan aquí y allá, con la grave autoridad de las
sentencias y los edictos, y que pueden ser atribuidas a quien le guste, al que
las pronuncia.
Solemos tener tanta confianza en nuestros juicios y opiniones, en nuestra
memoria (esto, claro, es una cita indirecta, tal vez de Montaigne), y los
defendemos con tal seguridad y vehemencia que pareciera que no hay margen a la
duda ni al error.
No faltará quien se empeñe en sostener que el desvirtuado dicho socrático: «Yo
sólo sé que no sé nada» es una frase genial de Cantinflas, aunque de momento no
recuerde en qué película la dijo, y la platónica definición de hombre como un
«bípedo implume» podría ser la cumbre del sentido del humor de Woody Allen.
«Cuántas cosas que no necesito» es una frase atribuida a Sócrates, cuando
visitó un mercado, pero también se la aplican a Diógenes de Sinope y a Diógenes
Laercio. Y los tres también se disputan, inmortales y sin saberlo, la
paternidad de «Busco a un hombre honesto» mientras iba por las calles con una
linterna encendida a mediodía.
«La imaginación es la loca de la casa» es una frase con frecuencia atribuida a
Santa Teresa de Jesús. Pero Fernando del Paso, cauteloso y prudente, aclara en
el epígrafe de su novela Noticias del Imperio que se le
atribuye a Malebranche. Buscar en la Red puede no ser de gran ayuda. Aunque en
páginas de muy sospechosa calidad, la frase también se la endilgan a Voltaire,
Pascal, Sor Juana Inés de la Cruz y Rosa Montero, por lo menos. Y no falta
quien la atribuye a un «filósofo», a «un escritor», «como dijo no sé quién» y
alguien aclara antes de soltar la frasecita: «como decía mi mamá...».
Humboldt no calificó a la de México como «la ciudad de los palacios», como lo dice medio mundo, al menos no según la Enciclopedia de México, que la atribuye a Charles Joseph Latrobe, viajero inglés del siglo XIX.
«Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo» es una
máxima de Jorge Santayana que le ha sido colgada a Napoleón Bonaparte, Lenin y
Winston Churchill, por lo menos. También es de Santayana «Sólo la muerte ha
visto la terminación de la guerra», aunque también ha sido puesta a la cuenta
de Platón por el general Douglas MacArthur.
La lista de atribuciones gratuitas y equivocadas, la suma de los errores en el
juego de soltar frases célebres podría ser infinita, y esto no es una fe de
erratas, apenas una llamada de atención para mí mismo, un recordatorio para
consultar las fuentes, a dudar de otros, sobre todo si me dicen que el adagio
se encuentra en el segundo tomo de las obras completas de Sócrates.
A Maquiavelo se le considera el filósofo político que sentenció «el fin
justifica los medios», sin que sepamos en qué obra lo escribió, y en la
Red circula un texto sobre el lugar correcto de una coma en una oración más o
menos ingeniosa que se atribuye a Julio Cortázar, pero la referencia no aparece
por ningún lado. Nada más fácil que culpar a otros, nada más sencillo que
atribuirle oraciones, adagios y sentencias a otro, a quien sea.
La próxima vez que le digan, lector: Si ladran los perros, Sancho, es señal de que cabalgamos, recuerde que esa oración no la escribió Cervantes. Esas palabras, esa «cita», o sus variantes, le juro, no están en el Quijote.
_____
Adenda: ¿Cuando citamos nos citamos? ¿Al hacer una cita revelamos nuestro
pensamiento? ¿Es lícito o deseable ir por el mundo atribuyéndole palabras y
citas a quien no las dijo? ¿Una oración al ser citada fuera de su contexto
alcanza su mayor expresión? Citar, en cualquier caso, no es un acto inocente.
Desde las Canarias, Elisa Rodríguez Court amablemente me escribe y me ofrece un
complemento a este apunte, «una cita sobre las citas». Dice el correo
electrónico de Elisa:
«En mis obras las citas son como atracadores emboscados en la calle que con
armas asaltan al viandante y le arrebatan sus convicciones.» Según Benjamin, el
poder especial de las citas no nace de su capacidad de transmitir y de hacer
revivir el pasado, sino, por el contrario, de su capacidad de «hacer limpieza
con todo, de extraer del contexto, de destruir». La cita, al separar un
fragmento del pasado de su contexto histórico, le hace perder su carácter de
testimonio auténtico para investirlo de un potencial de enajenación que
constituye su inconfundible fuerza agresiva. Benjamin, que durante toda su vida
persiguió el proyecto de escribir una obra compuesta exclusivamente por citas,
había entendido que la autoridad que reclama la cita se funda, precisamente, en
la destrucción de la autoridad que se le atribuye a un cierto texto por su
situación en la historia de la cultura. G. Agamben, El hombre sin
contenido. Áltera. p. 167.
24 de agosto de 2015
Una habitación, un cubículo y el misterio del gabinete
A media tarde, después de comer, con los minutos contados de libertad condicional antes de verme obligado a volver a la oficina, me tomaba un café y hojeaba una revista con la debida desgana que imponían las circunstancias. Me detuve en un ensayo o capítulo de una novela de Enrique Vila-Matas sobre su relación con la obra de Dominique Gonzalez-Foerster, que «se ha basado siempre en una sucesión de felices equívocos creativos».
Entonces tuve que suspender ese estado de distracción que tiende más a la resignación que a la indiferencia para alegrarme con los desencuentros y enredos, los castillos verbales, la invención de la realidad por la imaginación y la mirada particular, los hallazgos y contribuciones de Vila-Matas. Sus novelas no guardan una relación estrecha con la literatura española de hoy; en realidad, es un excéntrico cuyas ficciones cada vez parecen más ensayos, y con frecuencia sus artículos y otros textos ya publicados se integran o ensamblan de maravilla a sus novelas, como lo demuestra el caso de Dublinesca.
En eso estaba, en el café de la esquina, con los minutos contados, en el último trago del exprés doble cuando llegué hacia el final del capítulo al párrafo que me cambió la tarde. Yo estaba a punto de volver y encerrarme en mi cubículo, cuando leí:
¿Un cubículo de oficina puede ser una habitación, el espacio central de toda tragedia? A punto de irme del café me encontraba ante el dilema más grave del día. Pensé, claro, en Virginia Woolf, que reveló la importancia de un cuarto propio, y en Vincent van Gogh, que pintó tres veces su dormitorio en Arlés, y Fernando Pessoa veía el mundo desde su ventana. Gabriel Fernández Ledesma hizo un libro con el mismo título que Xavier de Maistre, Viaje alrededor de mi habitación, y ambos cuentan la vida desde su habitación (su pieza, hubiera dicho mi abuela).
En mi desasosiego, en el último minuto antes de volver, comprendí que un cubículo algo tiene de celda, de cuarto, aunque no del todo. Entonces llegué a la oración que me salvó la tarde. «Una habitación cerrada es posiblemente [...] el precio que hay que pagar para llegar a ver la luminosidad.»
Emprendí reconfortado el camino de regreso, pensando en las posibilidades ignotas del cubículo de ofrecerme un camino a la luz o la liberación, «pues hay que saber que la literatura permite pensar lo que existe, pero también lo que se anuncia y todavía no es».
Pensé en el enigma del cuarto único, en ese gabinete que, como dice Vila-Matas, por paradójico que parezca, todos acabamos pareciéndonos a Robinson Crusoe. Trabajé con entusiasmo, solitario, aislado de la humanidad, atento a cualquier señal que llegara a mi cubículo. No registré ninguna, pero fue una tarde muy productiva.
8 de julio de 2015
Un rapsoda
Un día, de pronto, por un nuevo empleo, mi madre contaba de lunes a viernes y en horario laboral con los servicios de un chofer. Imagino que yo tendría diez años, y la llegada de Jorge a casa no sólo fue una extraña novedad sino también uno de los encuentros decisivos de mi vida.
Ese hombre, que ahora puedo imaginar en sus cuarenta, era educado, atento, buen conversador y tenía sentido del humor. Regordete, con la coronilla calva y cara de buena persona, con una sotana podría haber pasado por un cura cándido, como los que salían en las películas viejas para todo público.
Al margen de su trabajo, que desempeñaba sin tacha, Jorge reveló su pasión y su vocación secreta, para la que tenía además notables aptitudes didácticas. Era un helenista, un estudioso, un rapsoda urbano que dos mil ochocientos años después de Homero que un día, de pronto, en un trayecto, empezó a contarnos la Ilíada y la Odisea con talento y gracia.
Conocía el oficio, hacía cambios en la entonación, sabía cuándo detenerse y marcar una pausa, en qué pasajes acelerar el ritmo del relato. No se sabía los poemas homéricos de memoria, pero conocía muy bien las obras y las contaba con palabras sencillas y frescas, con enorme talento de rapsoda, que a mí hermano y a mí nos tenían hechizados.
Era un gozo escuchar a Jorge contarnos las aventuras de los héroes aqueos, ya fuera en el coche, en el tránsito de la ciudad, o en la puerta de la casa. Escuchábamos con asombro por primera vez los nombres de Agamenón y Menelao, Aquiles y Ayax, Ulises y Héctor... La disputa de la manzana de la discordia, el rapto de Helena.
Más que contar, Jorge revivía los hechos, y ponía atención a los detalles, de tal suerte que yo podía ver a las innumerables naves griegas surcar el mar rumbo a Troya. Y luego la guerra, la guerra sin fin, cruel y despiadada, durante días y meses y años, en los que los héroes caían y la ciudadela de Troya resistía.
Yo no sé cuánto duró el relato, tal vez días o semanas, en los que aumentaba la tensión y lo emocionante crecía, en los que nada era más importante que seguir las vicisitudes de la guerra... hasta que un día, el más ingenioso de los guerreros, el más astuto de los hombres, el que tendría mil sufrimientos y dificultades asombrosas para volver a su casa, junto a su esposa Penélope y su hijo Telémaco, se le ocurrió construir un enorme caballo de madera...
¡Cómo revivir la emoción por aquel recurso prodigioso! ¡Cómo contar el temor de que fueran descubiertos los soldados que aguardaban en perfecto silencio dentro del caballo! ¡Con qué alegría, con incontenible alegría infantil veíamos cómo los ingenuos troyanos abrían las puertas y metían el caballo y con él la justa debacle de su ciudad!
Y luego las penas de Ulises, que no tenían fin, y los extraños nombres de Nausícaa y Circe, de personajes femeninos tan misteriosos en los que percibía un atisbo, lo sé, ahora, de erotismo.
Jorge me dio a Homero, y lo hizo con una emoción que no he vuelto a sentir en mis sucesivas lecturas. Cuando contó con rabia y sangre fría cómo Ulises con la ayuda de Telémaco daba muerte, uno por uno, a los pretendientes y acosadores de Penélope, yo veía con paroxismo caer uno a esos miserables, creo que conocí, aturdido, el goce infame, tan innoble como humano, de matar.
Jorge, el chofer, hizo por mi paideia más que tantos y tantos profesores en la escuela. No recuerdo cuándo y por qué se fue. Con el tiempo, al paso de los años, aprendí a apreciar el impagable regalo que me hizo. Nunca volví a verlo ni a saber de él. Espero que haya tenido una vida dichosa; un rapsoda moderno como él, que cantaba los poemas homéricos a los niños, debió gozar de la simpatía de los dioses, de la luz de la razón y la belleza para iluminar su vida.
9 de junio de 2015
Un novelista artesano
"En estos días cualquiera es un artista, pero no cualquiera es un artesano", decía hace unos días Antonio Muñoz Molina en una entrevista. Y remató: "pero todo gran artista es un artesano." La diferencia es sutil y abismal, se explica por el conocimiento profundo del oficio, la atención a las minucias; en la sabiduría narrativa, en la actitud al emprender el noble oficio de escribir una novela.
Bajo el título de Como la sombra que se va (Seix Barral) Muñoz Molina, novelista-artesano, ha escrito dos historias que tienen en común muy pocas cosas: la imaginación al servicio no de la ficción sino de hechos, de lo cierto y sucedido antes que de las ficciones, y la ciudad de Lisboa, punto de encuentro, detonadora de novelas y del imaginario de Muñoz Molina, cruce de caminos y mítica ciudad blanca desde Dans la ville blanche, el filme de Alain Tanner que contribuyó hace años a estimular su vocación literaria.
¿Qué pueden tener en común dos historias que no se tocan, que no guardan relación y sucedieron en dos momentos distintos? La ciudad de Lisboa, la imaginación artesanal de un novelista. Sólo Lisboa articula las dos historias que no se cruzan, que no pueden hacerlo porque responden a dos mundos, a dos tiempos que no pueden trenzarse.
Muñoz Molina viajó unos días a Lisboa para huir del tedio conyugal, de un empleo burocrático en el ayuntamiento de Granada e imaginar El invierno en Lisboa, la novela que al publicarse, en 1987, con su éxito le cambiaría la vida. La otra historia es la crónica tan puntual como imaginada del periplo de James Earl Ray, su paso por Lisboa en su fuga hacia ninguna parte después de haber asesinado, el 4 de abril de 1968, en Memphis, Tennessee, a Martin Luther King Jr.
Pero esta no es una novela sobre los derechos humanos o el racismo, y Luther King es un personaje secundario y tardío en la novela. Tampoco es un ejercicio literario sobre un crimen o los motivos de un homicida. Lo es sobre lo que confluye y se aglutina en Lisboa: su atracción literaria, el deseo de escribir sobre ella, el recuerdo de aquel viaje de juventud de un joven novelista, su vuelta muchos años después, ahora a visitar a un hijo ya adulto, y el recuerdo de que James Earl Ray, modelo perfecto de white trash, pasó unos días ahí, muerto de miedo, sin comprender nada, huyendo, en esa ciudad en la que nunca debió de haber estado.
Y con estos elementos, que podrían ser tan ordinarios y tan poco en manos de otro, se abre una novela en la que el autor, como quería Montaigne, es la materia de su propio libro. Muñoz Molina moldea su ficción con la agilidad de un acróbata, con la aparente sencillez con que hace su número un prestidigitador.
Entonces entra y sale de la ficción, monta y desmonta la estructura y los tiempos de la novela a cada giro y hace ficción de su vida, de las claves de la escritura de El invierno en Lisboa, de su divorcio, de su fascinación por Lisboa. La realidad y la ficción se tienden un puente por el que transita el Tajo y una impecable teoría de la novela, las claves del arte de novelar. Ahí, en ese mundo imaginado, cuando la historia y la realidad no le dan la certeza de lo sucedido, cuenta su vida como tal vez nunca había hablado de sí mismo, de su mujer, sus hijos.
Muñoz Molina hace de sus cuadernos de notas, de de su experiencia, de sus lecturas, investigaciones y viajes (a Lisboa, a Memphis) una parte de la novela, también hecha de las condiciones y vicisitudes de la escritura de ella misma. A eso los críticos le llaman metanovela, pero el nombre es lo de menos, lo notable es leerla mientras la novela se hace a sí misma de lo que podrían ser trozos de vida, desechos, apuntes y olvido.
Es necesario ser un novelista-artesano para mostrarse en la propia novela como autor y como personaje, para viajar al fondo del libro y contar con maestría el ejercicio de su escritura, su origen, sus razones, el vínculo con la vida del novelista y su circunstancia.
Si su prosa con los años no ha dejado de cambiar (es un artesano al que no le gusta hacer una pieza como las anteriores), conserva intactos su ritmo y precisión; Muñoz Molina se muestra ahora de cuerpo entero, con otro perfil, contundente, con una escritura tan sugestiva y leve como poderosa.