31 de diciembre de 2014

Un diálogo: Magris y Vargas Llosa

Claudio Magris y Mario Vargas Llosa conversaron en Lima, Perú, en diciembre de 2009, sobre sus dos temas favoritos: la literatura y la política. Fue un encuentro planeado, público. Ahora, ese diálogo ha sido editado en un volumen con el poco afortunado nombre de La literatura es mi venganza (Anagrama, 2014). En sus escasas páginas no hay venganza alguna, sino inteligencia, ideas, y una admiración y respeto hacia el otro que ya son una lección en sí mismos.

No son muchos los autores que merecen atención una vez que hemos salido de sus mejores páginas. Magris y Vargas Llosa son siempre interesantes porque sus opiniones son tan razonadas como polémicas y honestas. 

En ellos dos se conjuga esa doble condición que es menos común de lo que solemos suponer: son artistas, maestros de la palabra, autores de notables obras literarias, y son también intelectuales, se han formado opiniones a partir de pensar y estudiar los temas (los problemas) que les interesan.

El volumen dividido en cuatro secciones, es una muestra de sus opiniones y experiencia. La sección sobre literatura, sobre las interpretaciones del viaje y el retorno de Ulises bien podría enseñarse en las aulas. 

Las opiniones sobre los derechos y las libertades, la democracia, sobre los autores que equivocaron el camino ideológico, tampoco tienen desperdicio. Leer el diálogo no es lo mismo que terminarlo, que enriquecer la opinión propia, que mirar desde otros puntos de vista. En su brevedad, este diálogo no se agota ni en la primera ni en la segunda lectura.

30 de diciembre de 2014

Una familia infeliz

Tolstói sabía que todas las familias felices se parecen y que cada una de las infelices lo es a su manera. Lo que es más extraño es encontrar una familia desdichada con un talento notable en cada uno de sus miembros para cultivar su desgracia. Un amigo mío sostiene que todas las familias son disfuncionales, pero a juzgar por  El desencanto (1976), el documental de Jaime Chávarri, es difícil encontrar otra más desdichada, desarbolada, herida en su columna vertebral, en su esencia, como la familia Panero.

El padre Leopoldo Panero, impecable poeta y funcionario del franquismo, tal vez nunca imaginó en lo que se convertiría su casa. La madre, Felicidad Blanch (nunca una mujer llevó un nombre más desafortunado) se enfrentó y toleró, sufrió a sus hijos, todos poetas: Juan Luis, el señorito petimetre; Leopoldo María (el loco oficial de la poesía española) y José Moisés, Michi, el menos fuerte, el menos agresivo, el que tenía menos talento, el que murió primero.

La familia Panero podría haber sido flor y espejo de una buena familia, vetusta y rancia de provincias, y resultó el paradigma del infortunio familiar. No creo que otra puedo igualarla en el resentimiento y la rivalidad, la perfecta e impoluta falta de afecto y cariño.

La autodestrucción y la amargura era el pan de cada día, las fomentaban desde su infortunio con inteligencia, con vehemente lucidez y conocimiento de causa, con una perseverancia incansable, desde un pedestal de cultura y poesía. El documental mismo no se explica, el espectador no puede entender lo que ve y escucha. ¿Cómo pudieron enfrentarse así a una cámara? Nadie ha dicho que fuera ficción y ellos espléndidos actores.

Los Panero eran una pandilla impecablemente bien dotada para la perfecta infelicidad. Algo, alguien, habría tenido que protegerlos de sí mismos. La distancia, el olvida, una epidemia. Los miembros de la familia Panero hablan con brillantez, con claridad y precisión. Tantas familias se deshojan por falta de comunicación, y estos se decían y se arrojaban verdades y medias verdades, sus verdades, como piedras.

Eran la madre, y los tres hijos, inteligentes, lúcidos, cultos, con una expresión oral impecable, con un vocabulario rico, muy rico, con un discurso lúcido y asombroso. Ninguna otra familia, tal vez, se ha echado en cara -en particular a la madre- sus miserias y desgracias de esa manera.

En esa casa habitaba la vesanía, el rencor, el discurso lúcido de la locura. La agresión verbal, la distancia,
la absoluta soledad mal acompañada. Allí no hubo ni ternura ni cariño. Allí habitaba el ego, cinco soledades, el dolor, el sufrimiento. También el alcohol.

Y ahora descubro que hay otro documental, Después de tantos años (1994), de Ricardo Franco, que debe ser como una secuela, y Luis Antonio de Villena acaba de publicar un libro, Lúcidos bordes del abismo (2014), en el que, según el autor, "se cuentan muchas cosas de las que fui testigo y que nunca se han contado por escrito".

Los seis miembros de la más infeliz de las familias, y no sólo de España, están muertos (por fortuna, tal vez, ninguno de los tres hijos tuvo descendencia). Sobrevive la poesía que escribieron, las películas y los libros sobre ellos, su leyenda maldita. Su desdicha tal vez no ha muerto.

28 de diciembre de 2014

Instrumentos de escritura

"Nuestros instrumentos de escritura participan en la formación de nuestros pensamientos" escribió Nietzsche, y sabía bien lo que decía. Sócrates quería parir a la verdad y confiaba en la memoria al punto de negar la escritura. Jesús trazó unas palabras en la arena y las borró enseguida.

George Steiner nos recuerda esto con perspicacia: Sócrates y Jesús no escribieron ni publicaron nada, y sin embargo sus palabras cambiaron el mundo. Pero no todos pueden transmitir su pensamiento mediante la mayéutica, la memoria y la parábola. Para el resto nos queda la escritura. Y Malala, la admirable, sabe de la fuerza invencible que transforma, libera y enriquece cuando se conjugan un maestro y un alumno con un cuaderno y lápiz.

Nietzsche tiene razón. No se escribe igual a mano que con una máquina de escribir o que con una computadora. No se escribe igual porque no se piensa igual, con la misma velocidad y el mismo sentido. Porque el texto mismo no revela y sugiere lo mismo.

Tampoco es lo mismo escribir a mano con un lápiz o un bolígrafo o una estilográfica. No es la misma escritura la que aparece en una hoja suelta que un cuaderno. La disposición, el peso del instrumento, la levedad del lápiz frente a la gravedad definitiva de la tinta, todo ello, hacen que cambie no sólo el pensamiento sino también los trazos, la calidad de la caligrafía.

Nietzsche tuvo una máquina de escribir. Una máquina de una extraña belleza que parece todo menos un instrumento de escritura. Una media esfera dorada con teclas arriba que parecen clavos. Podría ser un sismógrafo o un instrumento de navegación. Nietzsche fue un pionero, y escribió con ella cuando ya no veía bien, y descubrió que los instrumentos de escritura participan en nuestros pensamientos.

Luego lo supo T.S. Eliot y otros muchos, y debiera saberlo cualquiera que va de uno a otro instrumento en busca de la expresión justa, la idea central que aglutine lo disperso, el que busca la contundencia absoluta de un verso.

Voy de un instrumento a otro en busca de mi mejor escritura. Voy de uno a otro atento, mirando los cambios en la sintaxis, en la hondura. A mano escribo oraciones más largas y complicadas. En la máquina más directas y cortas. El instrumento ayuda a pensar. Entonces, si de desdobla y cambia, ¿cuál será la escritura más íntima y personal? ¿Dónde estará la escritura más pura y desnuda?

26 de diciembre de 2014

La ka no está en El Quijote

La letra ka no está en El Quijote. Y la uve doble tampoco.* Cervantes no necesitó esas dos letras para escribir la mayor novela de la lengua española.

La letra ka y la uve doble tampoco están en el Cantar del mío Cid, ni en La Celestina, ni en El lazarillo de Tormes, ni en las otras obras fundadoras, tan admirables como tempranas. No están en las "Soledades", ni en El buscón...

No las necesitó Rojas, ni Calderón, ni Quevedo, ni Lope de Vega, ni Góngora, ni Sor Juana, para escribir con Gracián y algunos otros esos libros maestros que son aún ahora las columnas que sostienen el genio y el alma del idioma.

A la ka y la uve doble (complicada ésta en su pronunciación y desde sus tres nombres: uve doble, ve doble o doble ve, sin contar que también la llaman doble u) no las convocó Miguel Hernández a El rayo que no cesa. Y en Pedro Páramo, de las dos, sólo la ka aparece una vez en la palabra kilo.

La uve doble sólo sirve para unas cuantas palabras extranjeras; es como un intruso, el convidado de piedra de las letras. La ka, por su origen griego, da un poco más, pero con el prefijo kilo (mil), y las palabras whisky y vikingo y ketchup y karate y kiwi y unas cuantas más (todas extranjeras), casi la agotamos, si no contamos los nombre propios sobre todo del inglés.

La ka adquiere dignidad literaria en Kafka y lo kafkiano, con Shakespeare, pero es casi invisible, casi prescindible en español. Tal vez la uve doble no goza de ese privilegio. Sin malquerencia me pregunto cuándo y cómo llegaron al español, y sobre todo para qué.

A pesar de sus servicios, su limitada utilidad, no han perdido su extranjería, no han dejado de ser extrañas, casi ajenas. Son en el abecedario como esos parientes mal integrados a la familia, esos lejanos a los que casi nadie ve ni frecuenta.


La Ortografía tiene una posición muy ambigua hacia ellas. Ni acaba de integrarlas, ni acaba de prescindir de ellas.  Y ahí seguirán, por supuesto. De algo sirven y servirán. Pero ahora mismo, como hace varios siglos, podrían escribirse novelas, poemas, ensayos, tratados, obras de teatro, obras maestras con registro amplio y léxico riquísimo, sin que esas dos letras aparecieran. Es posible. Sería como si esas dos se fugaran del abecedario. En realidad, es un poco como si nunca hubieran estado. La ka y la uve doble no están en El Quijote.

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* La uve doble, que no aparece en la edición de Francisco Rico, sólo se asoma tímida un par de veces en la edición de Martín de Riquer en el nombre de Wamba. Rico pone: Bamba.

24 de diciembre de 2014

Cioran pudo ser novelista...

Escribí este libro en 1933, a los veintidós años, en una ciudad que amaba, Sibiu, en Transilvania. Había acabado mis estudios de filosofía y, para engañar a mis padres y engañarme también a mí mismo, fingí trabajar en una tesis sobre Bergson. Debo confesar que en aquella época la jerga filosófica halagaba mi vanidad y me hacía despreciar a todo persona que utilizara el lenguaje normal. Pero una conmoción interior acabó con ello, echando por tierra todos mis proyectos.

Así comienza el Prefacio de En las cimas de la desesperación, el primer libro de E. M. Cioran. Esta obra, escrita en rumano, le salvó la vida. Lo salvó de sí mismo, de la desesperación del título, con arrebatos líricos que le dieron, a través de la escritura, una forma de vida y una forma de estar en la vida. Una forma de vivir y una razón para hacerlo.

Este libro no está compuesto de los aforismos o adagios, de las sentencias luminosas y fulminantes de los libros de madurez, sino de ensayos breves propios de un recién graduado en filosofía. Es este un Cioran que todavía no ha hecho del cinismo y la ironía dos de sus herramientas más poderosas y letales.

Me reconforta leer en Navidad este libro de Cioran, que no conocía. Su lucidez, su pesimismo, me ofrecen un contrapeso necesario y estimulante. Un equilibrio, el otro lado de la medalla. Cioran es tan intenso, tan claro e inteligente, que siempre ofrece algo, aporta, y enriquece el momento, la soledad, el insomnio, la noche.

Pero ahora que leo el Prefacio, me doy cuenta de que sus primeras líneas podrían ser el primer y rotundo párrafo de una novela. Ya está ahí el átomo original de una buena novela. El personaje, su circunstancia; el narrador y su punto de vista, su arrogancia, su calidad moral y la conmoción que acaba con sus proyectos.

Estoy convencido de que hubiera sido un buen novelista, pero Cioran no se sentía filósofo ni escritor. Sin embargo, en esas líneas hay más verdad y ficción, más fuerza y literatura, que en muchas, muchas novelas deslucidas de miles y miles y miles de palabras.

22 de diciembre de 2014

La metáfora, la palabra

Quizá la realidad también es una metáfora, dice Octavio Paz en El mono gramático, una de sus obras maestras. Sí podría serlo, si el lenguaje es una metáfora de esa metáfora que es la realidad. El lenguaje es una aproximación a la realidad, pero hace, construye esa realidad, la nombra y le da forma y consistencia.

¿Cómo sería la realidad sin el lenguaje que le da nombre y un orden, es decir, una gramática? ¿Cómo sería la metáfora llamada realidad si no pudiera ser nombrada, definida, adjetivada y conocida por esa otra metáfora llamada lenguaje?

La palabra al nombrarlo crea el mundo, pero las palabras no son las cosas. Aristóteles ya sabía que la más poderosa herramienta del entendimiento es la metáfora. Este es un asunto para Platón y Borges, que sabían mucho de estas cosas.

Si la realidad es una metáfora, y el poeta sabía bien lo que decía, ¿qué hay detrás del símil, de la metáfora y la retórica? La vida cotidiana y la palabra desnuda. El hombre y la palabra. "La vida sencilla": Llamar al pan el pan y que aparezca / sobre el mantel el pan de cada día...

21 de diciembre de 2014

La noche más larga

Solsticio de invierno podría ser el nombre de un cuento, de una historia que llevara cifrado en el título su razón de ser, la fuerza que lo anima, la clave de su trama.

El cielo cubierto, el viento muy frío y la promesa astronómica de que la noche del 21 de diciembre es la más larga del año en el hemisferio norte, no son pocos elementos para comenzar a tejer una trama. Cada probable autor y cada posible lector imaginaría lo que significa esta noche y lo que es propicio, lo que podría suceder en ella.

El cumplimiento de un plazo, el fin de una infamia, la hora de la venganza, el inicio o fin de un hechizo, el comienzo de una era, el tiempo del crimen, el cierre de una espera. Tal vez por fin la noche de dos amantes para los que en recompensa se pospone un poco el canto de su alondra.

Dice una nota de prensa que esta será la noche más oscura del año, y algo aún más inquietante: esta noche será un poco más larga que las otras noches, que todas las noches en la historia de la Tierra.

Como un conejo salido de la chistera de un mago, como un golpe de teatro, Deus ex machina, sugiere la nota (acaso el verdadero relato de la noche del solsticio de invierno) que la rotación del planeta disminuye su velocidad, por lo que, aunque imperceptibles, las noches son más largas. Cada ciclo de veinticuatro horas, cada día, dura más, entre quince y veinticinco millonésimas de segundo.

Las posibilidades del relato se multiplican. Ahora podría ser un relato de ciencia ficción o de ficción científica, o uno fantástico desde la astronomía o el sueño de alguien sobre el cosmos y el tiempo.

Pensar que la noche será la más larga en la historia del planeta Tierra es estremecedora. No faltará el poeta que la cante en un poema fugazmente célebre. La próxima noche del solsticio de invierno, en año entrante, será un poco más larga.

Pero esta noche me lleva a imaginar un relato efímero, a pensar en sus significados, en el inicio del invierno, en la edad y duración del tiempo. Esta noche me invita al silencio, a su oscuridad.

Me siento un testigo que no comprende lo que está sucediendo Siento que estoy ante un fenómeno de proporciones cósmicas que me invita a la vigilia, a escudriñar el cielo, a lamentar un poco no tener un telescopio, y a pasar la noche más larga en vela.

Una novela de Marguerite Duras

Leí La amante inglesa, con creciente placer, la tarde un domingo. Marguerite Duras, es una escritora enorme, cada día digna de la mayor atención, aunque pareciera que ha pasado su momento de gloria editorial.


Siempre lo he sabido, desde que descubrí hace mucho una posibilidad de la escritura con Los caballitos de Tarquinia, Moderato cantabile, Los ojos azules pelo negro, El square, El amante, El dolor, El amor. Duras sorprende desde los títulos de sus libros, con esa sencillez y claridad que revelan lo profundo con impecable brevedad.

Lamento no haberla frecuentado en muchos años; Marguerite Duras y su tocaya Yourcenar son las dos señoras de las letras francesas. Ambas absolutamente singulares e indispensables. 

Comencé a leer y a gozar tanto el relato como las artes de una maestra de la novela. La estructura, la inteligencia de los diálogos, el dominio de los resortes del suspense sin ocultar nada al lector, la astucia literaria son impecables.

Me he asombrado del registro, de la profundidad y precisión de la historia contada con palabras sencillas, con el vocabulario que podría entender un estudiante de secundaria. ¡Qué asombrosa maestría para contar una historia!

Y por último, la profundidad, la lucidez transparente para adentrarse en lo más oscuro: la derrota del amor, la infelicidad, el tedio conyugal, la fantasía y la imaginación, el sinsentido, el deseo insatisfecho, los celos, la locura. 

Todo está ahí, en esas páginas que se disuelven ante los ojos como una golosina en la boca. Sí, Duras crece en el tiempo; se erige en la distancia como maestra de novelistas, señora de las letras francesas.

Un libro propio y extraño

Escribo un libro por encargo. Desde hace un tiempo que cada vez me parece más extenso, escribo un libro que me es del todo ajeno. No es literatura y no suplanto a nadie. Será el libro de una institución. El tema es más bien árido. No sé nada de la materia y avanzo a fuerza de consultar libros y documentos.

Escribo un libro que no llevará mi nombre y sin embargo tendrá mucho de mí. La escritura neutra y fría tal vez no ocultará del todo las más sutiles huellas del autor. Ciertos rasgos en la  puntuación, algún giro, una particularidad en la sintaxis.

Escribo un libro que es y no es mío. Me pagan por hacerlo y yo procuro escribir con calculada distancia. Tengo un temario, una meta, una fecha que cumplir. No es mi libro, y sin embargo también estoy en esa escritura. Lo hago lo mejor que puedo; soy un profesional, me digo.

Me desdoblo en otro autor, escribo como si fuera otro, un fantasma. Tiendo a disolverme en una insípida neutralidad. El libro no lo escribe nadie porque después de todo no soy yo quien lo escribe. No es mi tema, no es mi escritura. El libro avanza, se acumulan las palabras y las páginas que no serán mías y no me pertenecen.

En ese libro no estoy, y yo lo escribo. Soy y no soy el autor. No soy un impostor, pero no soy yo el que escribe. Entonces soy otro escritor y por tanto otro hombre. Ahora comprendo la sentencia de Rimbaud, el  vidente: Je est un autre.