La letra ka no está en El Quijote. Y la uve doble tampoco.* Cervantes no necesitó esas dos letras para escribir la mayor novela de la lengua española.
La letra ka y la uve doble tampoco están en el Cantar del mío Cid, ni en La Celestina, ni en El lazarillo de Tormes, ni en las otras obras fundadoras, tan admirables como tempranas. No están en las "Soledades", ni en El buscón...
No las necesitó Rojas, ni Calderón, ni Quevedo, ni Lope de Vega, ni Góngora, ni Sor Juana, para escribir con Gracián y algunos otros esos libros maestros que son aún ahora las columnas que sostienen el genio y el alma del idioma.
A la ka y la uve doble (complicada ésta en su pronunciación y desde sus tres nombres: uve doble, ve doble o doble ve, sin contar que también la llaman doble u) no las convocó Miguel Hernández a El rayo que no cesa. Y en Pedro Páramo, de las dos, sólo la ka aparece una vez en la palabra kilo.
La uve doble sólo sirve para unas cuantas palabras extranjeras; es como un intruso, el convidado de piedra de las letras. La ka, por su origen griego, da un poco más, pero con el prefijo kilo (mil), y las palabras whisky y vikingo y ketchup y karate y kiwi y unas cuantas más (todas extranjeras), casi la agotamos, si no contamos los nombre propios sobre todo del inglés.
La ka adquiere dignidad literaria en Kafka y lo kafkiano, con Shakespeare, pero es casi invisible, casi prescindible en español. Tal vez la uve doble no goza de ese privilegio. Sin malquerencia me pregunto cuándo y cómo llegaron al español, y sobre todo para qué.
A pesar de sus servicios, su limitada utilidad, no han perdido su extranjería, no han dejado de ser extrañas, casi ajenas. Son en el abecedario como esos parientes mal integrados a la familia, esos lejanos a los que casi nadie ve ni frecuenta.
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* La uve doble, que no aparece en la edición de Francisco Rico, sólo se asoma tímida un par de veces en la edición de Martín de Riquer en el nombre de Wamba. Rico pone: Bamba.