30 de diciembre de 2014

Una familia infeliz

Tolstói sabía que todas las familias felices se parecen y que cada una de las infelices lo es a su manera. Lo que es más extraño es encontrar una familia desdichada con un talento notable en cada uno de sus miembros para cultivar su desgracia. Un amigo mío sostiene que todas las familias son disfuncionales, pero a juzgar por  El desencanto (1976), el documental de Jaime Chávarri, es difícil encontrar otra más desdichada, desarbolada, herida en su columna vertebral, en su esencia, como la familia Panero.

El padre Leopoldo Panero, impecable poeta y funcionario del franquismo, tal vez nunca imaginó en lo que se convertiría su casa. La madre, Felicidad Blanch (nunca una mujer llevó un nombre más desafortunado) se enfrentó y toleró, sufrió a sus hijos, todos poetas: Juan Luis, el señorito petimetre; Leopoldo María (el loco oficial de la poesía española) y José Moisés, Michi, el menos fuerte, el menos agresivo, el que tenía menos talento, el que murió primero.

La familia Panero podría haber sido flor y espejo de una buena familia, vetusta y rancia de provincias, y resultó el paradigma del infortunio familiar. No creo que otra puedo igualarla en el resentimiento y la rivalidad, la perfecta e impoluta falta de afecto y cariño.

La autodestrucción y la amargura era el pan de cada día, las fomentaban desde su infortunio con inteligencia, con vehemente lucidez y conocimiento de causa, con una perseverancia incansable, desde un pedestal de cultura y poesía. El documental mismo no se explica, el espectador no puede entender lo que ve y escucha. ¿Cómo pudieron enfrentarse así a una cámara? Nadie ha dicho que fuera ficción y ellos espléndidos actores.

Los Panero eran una pandilla impecablemente bien dotada para la perfecta infelicidad. Algo, alguien, habría tenido que protegerlos de sí mismos. La distancia, el olvida, una epidemia. Los miembros de la familia Panero hablan con brillantez, con claridad y precisión. Tantas familias se deshojan por falta de comunicación, y estos se decían y se arrojaban verdades y medias verdades, sus verdades, como piedras.

Eran la madre, y los tres hijos, inteligentes, lúcidos, cultos, con una expresión oral impecable, con un vocabulario rico, muy rico, con un discurso lúcido y asombroso. Ninguna otra familia, tal vez, se ha echado en cara -en particular a la madre- sus miserias y desgracias de esa manera.

En esa casa habitaba la vesanía, el rencor, el discurso lúcido de la locura. La agresión verbal, la distancia,
la absoluta soledad mal acompañada. Allí no hubo ni ternura ni cariño. Allí habitaba el ego, cinco soledades, el dolor, el sufrimiento. También el alcohol.

Y ahora descubro que hay otro documental, Después de tantos años (1994), de Ricardo Franco, que debe ser como una secuela, y Luis Antonio de Villena acaba de publicar un libro, Lúcidos bordes del abismo (2014), en el que, según el autor, "se cuentan muchas cosas de las que fui testigo y que nunca se han contado por escrito".

Los seis miembros de la más infeliz de las familias, y no sólo de España, están muertos (por fortuna, tal vez, ninguno de los tres hijos tuvo descendencia). Sobrevive la poesía que escribieron, las películas y los libros sobre ellos, su leyenda maldita. Su desdicha tal vez no ha muerto.