9 de julio de 2021

Traductores, traducciones y derechos

Jorge Brash es un poeta y traductor, esos son sus oficios. Un poeta que traduce, de día y de noche, por placer y para ganarse la vida. Un traductor que escribe poesía para dar testimonio de la vida. Tiene otros dos oficios/vicios ocultos: es un aficionado a la música de tiempo completo (la palabra melómano, tan fea, le queda chica), y es un adorador sin remedio de los gatos. 

Al parecer, cuando Brash no está traduciendo (sobre todo textos científicos, en particular de ciencias médicas) y la musa no lo visita, traduce, por cuenta propia y pura diversión, buena literatura. Hacia el año 2000, tradujo, para su alegría y placer, con Elizabeth Corral Peña, The Catcher in the Rye, y aquí empiezan los problemas, porque en la traducción española, el célebre libro de J.D. Salinger ​se llama El guardián entre el centeno, y en la versión Corral/Brash: El guardián escondido...

Recuerdo el título en la portada de un libro, un cómic español para niños: «Garfield se lo monta.» Ese título no tiene ningún sentido para millones de niños hispanohablantes de América. No dice nada para ellos. Ante reclamos de lectores americanos, el editor de Anagrama, Jorge Herralde, ha dicho, y está publicado en la página digital de la editorial, que libros escritos coloquialmente serán traducidos así. Debemos entender: como lo entienden en su pueblo o le sale de los cojones y se caga en dios. Y pensar que es una delicia y un placer extraordinario leer a los grandes prosistas españoles de hoy, y de siempre, que con su escritura no sólo tienden puentes sino que celebran y hacen más rica la lengua.

No creo que estemos ante el célebre dicho, atribuido a Oscar Wilde, sobre la lengua inglesa británica y la estadounidense: «Una lengua común no separa.» No creo que hayamos llegado a tanto, pero es cierto que los libros de Harry Potter de  J. K. Rowling han sido dos veces traducidos, para las dos orillas del Atlántico, y también los de la saga de Stieg Larsson. Hay giros y construcciones y palabras inadmisibles: intragables.

Brash y Corral, bastante mayorcitos, se dieron a la tarea de traducir un libro para adolescentes que, espero, hayan disfrutado mucho, aunque sin posibilidad de recompensa: no había manera de publicar su versión mexicana porque no tenían los derechos de autor. Por fortuna, su versión fue publicada por Pie a Tierra, Gaceta literaria de la Universidad Veracruzana, que la publicó en tres entregas (números 33, 34 y 35-36 en el año 2000), bajo el recurso jurídico de que, al ser una publicación gratuita, no se lucraba con los derechos de autor, derechos de explotar una traducción, que tiene una editorial española. 

Ahora Brash, querido amigo, me envía, así nomás, sin previo aviso, la traducción de la obra de Louise Glück. Brash ha vertido con oficio, erudición, sabiduría, paciencia y amor la obra poética de más de medio siglo de la más reciente premio Nobel. Tal vez no está fuera de lugar decir que se enamoró de esa mirada poética. Si es así, ha hecho bien: es una poesía que hay que leer y releer. 

Brash me dice en un correo electrónico, con toda delicadeza, en el que me envía traducida por él, en un documento anexo, la poesía completa de Louise Glück, como si me enviara sustancias tóxicas o prohibidas, que comparte conmigo sus esfuerzos, y espera que goce, a la par, de la gran poesía y su traducción. 

Es una pena, me dice, que su versión no pueda publicarse, los derechos de autor, que son un gran tema a debatir, están en otra parte. Brash está seguro, me dice, que la poeta estaría encantada de que se obra, en versión mexicana (jalapeña), con algún arreglo razonable, pudiera ser leída y gozada por ese minúsculo grupo de lectores mexicanos interesados en la poesía. Que así sea.

5 de julio de 2021

Tormenta

 ¿Alguien más lo ha pensado; o mejor aún, alguien tiene una respuesta o explicación para esa variada intensidad, sonora y sobrehumana de truenos y ruidos aéreos? ¿Pudiera ser, para acompañar la lluvia, una sinfonía atonal de música en el gris del cielo? Sí. Todos los románticos se lo han preguntado, y han respondido con sus obras maestras. De cualquier modo, dioses o fuerzas de la naturaleza desatadas se expresan con vehemencias herederas de Beethoven y Mahler sobre mi ciudad esta tarde. ¿Alguien más percibe la fuerza del sinfonismo rotundo y total que se desata en el aire en esta tarde? La furia de los elementos ruge, y despliega su sinfonía, devastadora y total. ¿Tormenta e ímpetu? En el cielo se desata fortísima, plena de metales y momentos heroicos. Nadie puede permanecer indiferente. El estruendo es una descarga fascinante que puede imponer temor. Si el cataclismo durara una noche, se acabaría el mundo. Miro desde la ventana del jardín. Nada tengo que decir. También reina el asombro.

Magdalena

Magdalena es química, y a sus ochenta y tantos años (mi educación me prohíbe, por imprudente e improcedente e impertinente preguntar a las damas su edad exacta, pero no importa) sigue siendo profesora en una escuela preparatoria. Su lucidez y entusiasmo son devastadores, totales, y seguramente también sus enseñanzas. 

Su larga experiencia docente, y su entrega, estoy convencido, deben ser muy valiosas para sus alumnos; sus comentarios o recomendaciones deben ser decisivas a la hora de elegir carrera, de reconocer vocaciones. Así son algunos profesores, y estoy seguro de que Magdalena es uno de ellos.

Frecuento a Magdalena cada semana, en un taller literario. Sé muy poco de su vida, y a la vez lo sé todo. Enviudó muy joven, con tres hijos varones, a los que educó y sacó adelante de manera ejemplar. Hoy son universitarios, adultos exitosos. Calculo que enviudó, quizá, hace medio siglo.

Magdalena nos contó que un día vio en la secundaria a un chico con una camisa verde. Entonces le sentenció a una amiga:

‒‒Es él. El de la camisa verde...

La amiga no entendió. Ni entendería. Nunca comprendió que en ese instante, al verlo, al vislumbrar con la nitidez metafísica que da el hallazgo del amor, que había encontrado / elegido al hombre de su vida. Y sí. No se equivocó. Se casó con él.

‒‒Todavía conservo esa camisa, la tengo lavada, planchada y doblada en un cajón ‒‒nos dijo sin rasgo de sentimentalismo ni emoción en una sesión del taller. 

‒‒¿Conservas la camisa de tu marido, el padre de tus hijos, cuando era un chico de secundaria? 

Y nos respondió serena y orgullosa, con una certeza absoluta:

‒‒Sí. La conservo. La cuido. La guardo. Desde hace más de sesenta años.

Eso es todo. Más allá de su impecable serenidad, es un testimonio admirable y conmovedor de una historia de amor.

2 de julio de 2021

¿De qué trata un libro?

Un amigo con el que no había hablado en mucho tiempo (es triste darse cuenta cómo puede uno dejar de hablar con los amigos queridos, con los que conversar es estupendo, por mucho tiempo), me pregunta de qué la última novela que he escrito, de la que tiene noticia por otro amigo común. 

Entonces trato de hacer un comentario que sea muchas cosas a la vez: una recensión, un juicio lúcido y atractivo digno de la contracubierta de un libro (un género literario poco valorado, por supuesto). ¿Cómo explicar con buen juicio y justicia literaria de qué trata un libro, más allá de la triste trama?

Mi amigo quedó satisfecho con mi respuesta, limitada y miope, sobre todo parcial. Luego, tardé (¡a cuántas cosas llegamos siempre tarde!) recordé un pasaje de un libro inolvidable, El bar de las grandes esperanzas, de ese gran narrador que es J. R. Moehringer. 

Fui al librero y ahí estaba el libro, con un señalador adhesivo en la página correcta. El narrador de esas memorias mantiene un diálogo con alguien, que le pregunta «¿De qué va?» el libro que está leyendo. Y por circunstancias de la trama que no vienen al caso, responde, en la traducción hispana: 

«—No soporto esa pregunta [...]. No soporto que la gente pregunte de qué va un libro. La gente que lee buscando una trama, la gente que chupa las historias como si fueran la nata de una galleta Oreo, debería quedarse con los cómics y las telenovelas. ¿De qué va? Todos los libros que merecen la pena van de emociones y de amor y de muerte y de dolor. Va de palabras. Va de un hombre que se enfrenta a la vida.»

¿De qué va mi novela? De eso, justamente. Moehringer, gracias; no podría decirse con mayor brevedad y precisión; no podría decirse mejor.