23 de noviembre de 2016

Pensar, escribir

Escribe Albert Camus, en “Los muros absurdos”, ensayo de El mito de Sísifo que: «Pensar es aprender de nuevo a ver, a estar atento; es dirigir la propia conciencia, hacer de cada idea y de cada imagen, a la manera de Proust, un lugar privilegiado.»

La definición me parece admirable. Exacta y sensible. Encierra una propuesta y una visión del mundo. Camus tiene la facultad de estimular el pensamiento, de sacudir, de abrir puertas. De sugerir, de manera impecable. Camus nunca defrauda, y siempre ofrece más.

Vuelvo a leer la definición y algo ha cambiado. En ella, o en mí. Con las mismas palabras me dice otra cosa. Camus me sacude, abre puertas, sugiere. Vuelvo a la oración por tercera vez y ahora, con absoluta nitidez, encuentro que esa definición puede nombrar otra acción, encaja con el verbo escribir: “Escribir es aprender de nuevo a ver…”

Algo ha cambiado. Estoy confundido, salvo que en este instante me convenza de que al menos en un plano escribir es pensar, y pensar es escribir (salvo para Sócrates). Escribir es pensar. Mejor aún: escribir es mirar atentamente el mundo, dirigir la plena conciencia, hacer de cada idea y de cada palabra, como exigen Proust y Camus, un lugar privilegiado. La escritura, entonces, aparece iluminada como la revelación del pensamiento. 

21 de noviembre de 2016

La acumulación primaria de capital intelectual

Fernando Iwasaki publicó hace unos años en un periódico madrileño un artículo ("La acumulación primaria") que revela una de las claves sociológicas de nuestro tiempo. Ni más ni menos. Antes de comentarla debo admitir dos cosas: no entiendo cómo Iwasaki no ha sido debidamente reconocido por su hallazgo, y que me siento afín a su posición y sus enunciados.

Sucede que Iwasaki, al escribir su artículo, tenía hijas universitarias que vivían en otra ciudad, y una vez que ellas volvieron a la casa paterna, él descubrió que su acumulación primaria de capital intelectual era evidentemente distinto al de sus hijas. Ellas entendían el mundo de otra manera, se relacionaban de otra manera, hablaban de otra manera, leían otros libros, escuchaban otra música... Es decir, eran chicas de otra generación. Y para eso no hay remedio.

Uno educa a los hijos lo mejor que puede, y tarde o temprano resulta que dicen palabras que bien merecen el nombre de palabrujas, escuchan canciones de cantantes que uno juzga, prudentemente, que deberían estar en el Infierno, y tienen opiniones que uno jamás pensaría en su sano juicio.

Iwasaki admite que no tiene cuentas en las llamadas redes sociales, que no sabe chatear... No sólo reconoce que la tecnología no perturba su vida y que lo tiene sin cuidado, también admite que cuando eran joven la curiosidad le producía un enorme placer, y ahora cree que el placer es más importante que la curiosidad.

Es más, reconoce que en los últimos veinte años (¿cómo es la letra de aquel tango?) no ha descubierto nada, deslumbrante ni en los musical ni en lo audiovisual. En esto debo guardar distancia con don Fernando. Hace veinte años yo no había disfrutado del talento de Juliette Binoche, Scarlett Johansson o Laetitia Casta, por ejemplo. Sin embargo, reconozco que dice con sabiduría:

«Simplemente dejo constancia de que ya no conecto con lo que se hace ahora. Soy de otra época, de otro tiempo y de otra edad, porque mi acumulación primaria de capital intelectual fue diferente.[...] Lo diré de otra manera: entre los 15 y los 25 años uno se instala el sistema operativo que le permitirá "cargar" nuevos programas en forma de libros, películas, composiciones musicales, obras de teatro, creaciones plásticas, etc. Y ahí está la diferencia con la manera de estar en el mundo de mis hijas: mi "sistema operativo" ya no admite más actualizaciones porque hace años que se dejó de fabricar.»

Vuelve a sus hijas y explica: «Las sensibilidades serán otras, pero la acumulación primaria de capital intelectual debería seguir existiendo. No será la misma porque habrá menos libros y más películas, menos humanidades y más tecnología, menos conocimientos y más habilidades, menos palabras y más idiomas, pero después de todo [el suyo] será el "sistema operativo" con el que tendrán que funcionar por el resto de sus vidas.»

Más claro, imposible. Pero no sé si debo lamentar que vayamos por el mundo con diferentes «sistemas operativos», tal vez la diversidad sea parte esencial del encanto del diálogo entre generaciones, la sal de la vida. Por si el amable lector tiene alguna duda, me apresuro a declarar que escribo en una computadora con sistema operativo Windows XP, que ciertamente no es el más reciente, pero funciona. Ah, la acumulación primaria de capital intelectual.

20 de noviembre de 2016

El acecho de los recuerdos

"No abro los cajones por no encontrar recuerdos", dice Joan Manuel Serrat en una pequeña canción, inolvidable desde hace muchos años para los heridos de nostalgia y recuerdos, para los que guardan objetos en los cajones, con los que podía armarse, en un rompecabezas imposible, una biografía material de alguien, un compendio de vida que nada tiene que ver con lo que dicen los currículum ni los perfiles ni las notas biográficas.

Uno está en los objetos que atesora, en los que guarda en los cajones o pone en una repisa. En los libros que lee y procura, en la música que escucha. Y el que lleva una vida ascética, o franciscana, la notable escasez de objetos no será menos reveladora: entre menos haya, más entrañables o trascendentes. La ausencia y el silencio también son significativos e incluso elocuentes.

Bastaría un examen atento de las fotografías, los cuadernos, los tesoros familiares heredados para hacernos una idea de quién es su poseedor, para imaginar una historia en la que la fantasía no se aleje demasiado de los sucesos de una vida.

Guardar objetos, adornos, a veces centenarios, porque es imposible desprenderse de ellos, por lo que representan, suele ser tarea de melancólicos y sentimentales. Creo que nada censurable hay en ello, el riesgo son las estocadas de la memoria y los secretos y verdades ocultas en los objetos.

No me refiero a un coleccionista, a alguien que busca conformar una colección única y preciosa, hecha a su gusto, semejanza y poder adquisitivo. No. Me refiero al que tiene un abrecartas del abuelo, un álbum de fotos de parientes que no conoció y que no piensa ni remotamente deshacerse de ellos.

Conozco alguien que conserva intacto en un baúl el ajuar de su abuela, el vestido de novia, el velo, los zapatos, la ropa destinada a la noche de bodas, y los frascos con afeites y objetos de belleza guardados en un neceser.

Yo guardo una serie de objetos tan dispares que tal vez un escritor con el talento de Georges Perec haría una nouvelle. Caleidoscopios italianos de lujo y otros hechos por artesanos, postales viejas que ya no podría explicar de dónde salieron, libros tan antiguos que ya es imposible leerlos, un frasco de vidrio repleto de viejas monedas de cobre de veinte centavos. Conservo un pequeño trozo rectangular del Alcázar de Sevilla que mi abuelo de haber recogido del suelo hace un siglo.

En esta tarde de domingo, abro un cajón en busca de papeles que sospecho que no aparecerán por ningún lado, y de una carpeta se ha caído una tarjeta muy blanca, de papel muy fino, que un amigo mío, al que ya no frecuento, me trajo hace años de París. Entonces escribía sus primeros relatos y, deslumbrado por Madame Bovary, declaraba sin rubor que Flaubert era dios.

La tarjeta, con una bellísima composición tipográfica dice: Tout le talent d'écrire ne consiste aprés tout que dans le choix des mots. Al pie, con tinta verde, aparece el autógrafo del autor de la frase, tomada de su Correspondance: Gustave Flaubert.

El reencuentro estimula la memoria. Nadie necesita una máquina del tiempo si cultiva sus recuerdos. Por un instante se aniquila el tiempo. Guardar objetos tiene un precio alto para los proclives a la nostalgia. Por un instante recordé a mi amigo perdido, y al que fui cuando escribíamos nuestros primeros relatos. Serrat sabe bien lo que canta. Hay que tener mucho cuidado al abrir los cajones. En cada uno nos acechan los recuerdos.

18 de noviembre de 2016

Currículum Vítae No. 2

El currículum vítae encierra una paradoja: entre más intensa sea la experiencia de vida y más exitosa la carrera profesional, más breve puede ser. En una oración cabe toda la grandeza alcanzada. 
Ejemplo:

Miguel de Cervantes (1547-1616). Soldado y escritor español. Sirvió en la batalla de Lepanto. Estuvo cautivo. Cultivó la poesía y teatro. Introdujo la novela corta en España. Es autor, entre otras, de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, y de Don Quijote de la Mancha, la primera novela moderna y acaso la mejor de todas.

También:
Miguel de Cervantes (1547-1616). Soldado y escritor español. Sirvió en la batalla de Lepanto. Estuvo cautivo. Cultivó la poesía y teatro. Es autor de Don Quijote de la Mancha, la primera novela moderna.

La tercera opción:
Miguel de Cervantes (1547-1616). Soldado y escritor español. Sirvió en la batalla de Lepanto. Es autor de Don Quijote de la Mancha, la primera novela moderna.

La cuarta posibilidad:
Miguel de Cervantes (1547-1616). Soldado y escritor español. Es autor de Don Quijote de la Mancha.

Pareciera que la ficha entre más breve más contundente. Los diccionarios enciclopédicos ofrecen una lección impecable de estilo y brevedad. Es prudente desconfiar de los currículum de más de dos páginas. No pueden ser más que pequeñeces que requieren de muchas palabras para justificar éxitos efímeros y una olvidable situación, casi siempre pasajera.

Bastan unas cuantas oraciones y un puñado de palabras para dar justa y precisa noticia de los méritos y alcances de una vida. El resto es ruido, ego y vanidad.

11 de noviembre de 2016

El paseante

La mujer que alertó a la policía dijo que el hombre había estado merodeando por su casa. Lo vio por la ventana y lo vigiló un largo rato antes de llamar al 911. Iba de un lado a otro, parecía que miraba los árboles frondosos. La calle es muy arbolada, y él miraba por mucho tiempo como si estuviera observando a los pájaros, pero en realidad miraba las casas. Parecía que no hacía nada, pero nadie se comporta así, su conducta era sospechosa. Estaba al acecho. Por eso llamé a la policía, dijo la mujer.

Llegaron dos patrullas. Una entró en la calle del incidente por el norte, un minuto después la otra entró por el sur. Las patrullas quedaron frente a frente, entre ellas estaba el hombre, que seguía vigilando como si mirara los árboles o buscara pájaros. El hombre no se alteró con la llegada de la policía, a los cuatro oficiales les pareció muy extraña esa conducta. Sin duda, un recurso muy hábil para engañar y confundirlos.

Los oficiales de la primera patrulla le dieron instrucciones al hombre y se acercaron a él lentamente. Los otros dos los cubrían más lejos; los cuatro le apuntaban con sus armas. Dice la mujer que llamó a la policía que el hombre levantó las manos y parecía muy sorprendido. Un oficial lo puso contra un coche, lo cacheó y lo esposó por la espalda.

El hombre debe de haber ofendido al oficial que lo detenía porque éste lo hizo girar y lo golpeó en la cara. El oficial declaró que le pareció necesario hacerlo para saber qué hacía en la acera de una calle tranquila, sin transeúntes, de un barrio residencial en el que no tendría que estar por serle del todo ajeno.

Cuando le preguntó qué estaba haciendo, el hombre respondió que sólo estaba mirando los árboles y escuchando el canto de los pájaros. Al oficial le pareció conveniente golpearlo para conocer la verdad, no sabían cuáles eran sus intenciones y su grado de peligrosidad. Por el golpe, con las manos esposadas en la espalda, el hombre cayó al suelo. El puntapié que le propinó en el estómago el segundo oficial no era necesario y de ninguna manera, a diferencia del primer golpe, fue justificado.

Llegó un tercer oficial y ayudó a sus compañeros a levantar al hombre y llevarlo a la primera patrulla. Tal vez no era necesario jalarle de esa manera los cabellos, dijo la mujer que llamó a la policía, el hombre no se opuso al arresto, pero hay que ser duro con los delincuentes. Nadie duda de que iba a cometer un crimen, aunque nadie ha descubierto cuál.

El hombre fue arrestado y llevado en la primera patrulla a la comandancia de la policía. Se le inició un proceso al que se fueron sumando causas: por conducta sospechosa, vagancia, intento de robo de coche, intento de robo a casa-habitación. No podían soltarlo por falta de una evidencia o acusación firme; la historia demuestra que es un error dejarlos en libertad una vez que han sido capturados.

El hombre declaró lo que el juez no quería oír: Ese día, al salir de su trabajo en el almacén de una librería, subió a un autobús. Decidió pasear hasta el final de la ruta, y luego, animado por su paseo, subió a conocer la parte alta de la ciudad, la más rica, sí, pero sobre todo la más arbolada. Empezó a caminar sin rumbo fijo, gozando de la vista de esas casas tan hermosas, pero sobre todo de los árboles y el fabuloso canto de los pájaros. «Me gusta caminar, me gusta mirar, soy un paseante», dijo.

El juez se lo tomó como una burla a su persona, a la autoridad, al orden y al imperio de la ley. Pidió que se abriera un expediente a fondo. Algo encontrarían, tenía que tener un vínculo con narcotraficantes o con terroristas o con una secta satánica o algo así. Se inició una investigación que no encontró nada. La falta de pruebas o evidencias, lejos de confirmar su inocencia, hacían más graves sus desconocidas faltas. El día que fue arrestado llevaba un libro de William Carlos Williams, que desconcertó mucho a las autoridades. No se puede robar en una casa mientras se tiene un libro de poesía en las manos. Las sospechas se alejaban de los delitos comunes para hacerse más políticas y morales.

Soltero, de veinticinco años, vive con su madre. Nació al sur del estado, y cursó hasta segundo de bachillerato. Al morir su padre, hace diez, se mudó a la ciudad y empezó a trabajar al almacén de la librería, donde es un empleado modelo. Apenas convive con sus compañeros, no sabemos si tiene amigos, es muy reservado, pero todo mundo lo considera una buena persona. Se le conoció una novia; terminaron y ella se casó con otro. Tiene una hermana que vive en otro estado y un hermano que sirve en el ejército. Un solitario.

El abogado defensor insiste en pedir la libertad inmediata para el paseante, como le dicen con sorna en los tribunales. El abogado insiste en que no hay cargos firmes ni pruebas. Sólo un testimonio vago de una vecina que lo vio por la ventana. El hombre sólo estaba de paseo, y eso no es un delito. Es un hombre extraño, tal vez, como el tonto de la colina, ¿recuerdan la canción? Le gustan los atardeceres, los árboles, el canto de los pájaros. Es un hombre que camina sin rumbo, que mira, que se detiene, que va por las calles y caminos por el gusto de recorrerlos. Dice que esas largas caminatas son muy gratificantes.

El juez, en funciones de detective, no puede creer en la inocencia de el paseante sólo porque no lo ha desenmascarado. Ese hombre oculta algo. Dice: ¿Quién anda por la calle sin un celular? Pero no había olvidado el suyo ni lo había perdido. ¡No tiene un teléfono celular! Tampoco tiene una computadora, ¿lo pueden creer? ¡Y tampoco tiene tarjetas de crédito! Ni una sola, ni las ha tenido. Tampoco tiene líneas de crédito en almacenes o tiendas. Ninguna agencia de automóviles lo conoce porque nunca ha tenido uno, y dice que no le gustaría comprar uno. Por supuesto, no tiene cuentas a su nombre en las redes sociales. Dice que escucha la radio. Y sí, en efecto, en su casa encontramos una radio portátil.

No tiene deudas. No está afiliado a ningún club, no es hincha de ningún equipo, no va a los estadios, no pertenece a ningún partido político, no pertenece a ninguna asociación, ni de ex alumnos ni de nada, y no pertenece a ninguna iglesia. No se emborracha en bares, no fuma y no consume sustancias estimulantes. Es un hombre que pasea por lo parques. Sus vecinos dicen que no se mete en líos, que es callado y educado.

Gana poco dinero y no quiere tener más, y paga sus pequeñas cuentas en efectivo. Los sábados pasea por los parques y nunca va al cine. ¡Claro, está limpio para confundirnos! ¡Tiene el perfil perfecto para que los medios se compadezcan de él y dejar impunes sus crímenes. Pero la única verdad es que estamos ante un misántropo, un ser antisocial.

Es un provocador, un resentido social, un anarquista. No sabe si le gustaría formar una familia y sobre todo, tomen nota por favor, no vota. Nunca ha votado. No le interesa fortalecer la democracia y engrandecer a su país. Dice que no tiene opiniones políticas. La suya es la más acabada forma de la resistencia antisistema. Debe pertenecer a una célula política muy  extraña, tiene que tener cómplices. Si comete un crimen no dejará la menor pista.

Si por un momento, continuó el juez, acepto sin conceder que este hombre no es un peligro para la sociedad, un verdadero agente de disolución social, entonces tiene que estar trastornado de sus facultades. No sé si es feliz, pero su felicidad ofende la marcha de la humanidad hacia el progreso y el desarrollo de la civilización, de la moral, de las buenas costumbres. 

En ese caso, y repito, aceptando sin conceder, que es inocente, su crimen no está en el Código pero no es menos grave. Por ello, pido, tras los exámenes de rigor, se considere muy seriamente sea ingresado en un hospital psiquiátrico. Es necesario estudiarlo, llegar al fondo de las cosas.

¿Es que no se dan cuenta? Tenemos que ayudarlo. ¿Quién se atreve a decir que con su malsana conducta es un hombre libre? ¿Quién puede ocupar su tiempo en escuchar el canto de los pájaros en los árboles frondosos? ¿Quién puede decir que no quiere labrarse un futuro y que le basta vivir el momento presente? ¿Quién, en su estado y condición, puede afirmar que no tiene ambiciones y declararse feliz? Es necesario internarlo. Hagámoslo por él, por la sociedad. Su ejemplo sería devastador en nuestros hijos. No podemos dejar que un hombre así ande libre por las calles. Por Dios y por la patria que no podemos.

10 de noviembre de 2016

El graduado

El hombre irrumpió con gesto teatral en el café. Delgado, ágil, con larga cabellera blanca, podría tener nietos universitarios. No sé si se levantó de una mesa o llegó de pronto: no iba mal vestido y no era un mendigo. Se acercó a un grupo de estudiantes que conversaban y discutían con la pasión de su juventud.

El provocador, como actor en escena, exigía atención con sus voces y gritos. Alguien lo llamó «viejo chiflado». Me recordó vagamente al personaje de Mario y el mago de Thomas Mann (pequeña y escalofriante obra maestra). Era un bufón, sí, pero uno patético, porque a diferencia del actor que representa a Pagliaccio o Arlequín se representaba a sí mismo.

De pie, gesticulando mucho, moviéndose de un lado a otro, descalificaba las opiniones de los muchachos por una razón: eran jóvenes, no habían vivido, no sabían lo que decían. Sus palabras eran agresivas, pero sus movimientos y actitud no generaban temor. Su presencia era molesta antes que peligrosa.

Uno de los muchachos le respondió y aceptó la discusión. ; su defensa legitimaba la polémica. El hombre, entonces, se sintió invitado a discutir, ya estaban las condiciones no para la polémica sino para su perorata.

Nadie nunca había visto lo que él había visto, nadie nunca había sufrido lo que él había sufrido, nadie nunca había sido golpeado por el destino como él lo había sido. Y, sobre todo, nadie había vivido lo que él había vivido. Él sabía de la vida más que todos esos muchachos juntos, en realidad él sabía de la vida más que nadie.

Los muchachos le daban la espalda y volvían a su discusión. Un par de minutos concedidos a ese loco eran más que suficientes. Sin embargo, antes que loco me pareció un hombre que sufría, que gritaba su verdad, lo único en lo que creía. Sí, tal vez es una forma leve de locura. Daba pena.

El hombre, al perder la atención de su público, y al ser invitado a alejarse de la terraza, lanzó otra estocada. Les dijo a los muchachos que iban a la universidad pero no sabían nada de nada porque las universidades no enseñaban nada. Que sus títulos no valdrían nada, y que no servirían para nada.

Y como gran final, haciendo alarde de su condición humana, como si fuera el único hombre en la Tierra, como si todos los demás no vivieran cada día, como si no tuvieran penas y alegrías, reveses y satisfacciones.

Como si la experiencia y el aprendizaje del arte de vivir no fuera común y patrimonio de todos y cada uno de los hombres y mujeres de este mundo; como si cada vida no fuera única, preciosa y fascinante, dijo: «Ustedes no saben nada. No entienden nada. Yo sí, porque he vivido mucho. Yo aprendí en la mejor universidad del mundo, en la más grande e importante de todas: yo estoy graduado en la Universidad de la Vida».

8 de noviembre de 2016

Un pequeño argumento

Encuentro en la sección de crónicas o sucesos un hecho irrelevante que me ha devuelto a mí mismo, al que fui hace muchos años. Proust lo sabía. Lo supo antes y mejor que nadie.

Es asombroso el poder evocador del sabor de una magdalena, o de una fruta. Pero también algunos olores, una vieja canción, ciertas palabras, algunos hábitos abandonados, un viejo cuaderno de escritura. Todo eso, como un juguete de la infancia, pueden devolvernos como un latigazo a un momento de vida que teníamos rotundamente olvidado.

Decía la crónica que una mujer de Portland, Oregon (¿en qué otro país esto sería esto una noticia y se publicaría y le daría la vuelta al mundo si no en los Estados Unidos?), robó involuntariamente un coche. Por error, se llevó uno igual al de una amiga que le había pedido el favor de recogerlo.

La mujer, que difícilmente podría ser con justicia llamada ladrona, en cuanto se dio cuenta de su error, tal vez muerta de miedo, regresó el coche al lugar donde lo encontró, dejó una nota de disculpa y dinero para compensar la gasolina que había gastado.

El periódico dice que el marido de la despojada miró esa noche por la ventana cómo el coche robado (como un perrito extraviado que vuelve a su hogar) regresaba y era estacionado a la puerta de su casa.

La crónica ofrece otros detalles, pero sólo uno es relevante: un oficial de policía dijo que las llaves de ese modelo de coche son intercambiables, lo que explicaría lo fácil que le fue a la ladrona llevarse un coche equivocado.

La historia no es relevante ni tiene mucha gracia. Es casi un comentario, una anécdota que pasa y se olvida, y sin embargo para mí fue un chicotazo de vuelta del olvido. El centro del relato es el argumento del primer cuento que escribí.

El personaje, ahora lo recuerdo, se llamaba Luis, y una noche se sube a un coche que no es el suyo. Pronto descubre su error: uno conoce su propio coche. Mira con atención y encuentra documentos, un pasaporte, dinero. Insatisfecho con su vida, sabe que pronto lo buscarán. Decide huir y cambiar de identidad.

Este relato, tan adolescente, ha vuelto a mí con la emoción íntegra y heroica con la que sólo se puede escribir el primer cuento. Me he sentido de pronto, mientras leía la crónica, como se sentía Luis al huir en un coche robado. En realidad, como me sentía yo mismo al escribirlo e imaginar lo que sentiría el personaje o alguien que jamás se hubiera llevado un coche robado.

El relato era muy malo, por supuesto. Y por fortuna no se publicó. Y espero que haya desaparecido del todo, que el fuego acabara con él y con los otros cuentos como ése que escribí luego en un cuaderno.

Todo esto no le interesa a nadie, por supuesto. Y la verdad es que a mí tampoco, salvo por el asombro de leer en un periódico como un hecho un pequeño argumento que imaginé hace muchos años, y con el que escribí mi primer cuento.

A veces, sucede lo que imaginamos. Otras, creemos imaginar lo que sucede. La Historia y la memoria se entretejen, las une el azar, el tiempo y el destiempo. Con frecuencia creemos que imaginamos o inventamos algo sin darnos cuenta de que se trata de un recuerdo deformado.

4 de noviembre de 2016

Ifigenia

Ifigenia es cajera del supermercado al que voy una vez a la semana. La encuentro en su caja de vez en cuando. Es una chica amable, lista y con carácter. Un día me dijo que estudiaba pedagogía. Le dije que estudiara con entusiasmo, que valía la pena. Desde entonces, cada vez que la veo le pregunto por sus estudios y ella me cuenta de sus avances y penas de fin de semestre.

Ayer la encontré en la calle, afuera del supermercado. Me reconoció y me saludó, iba a trabajar. Me dijo que quiere hacer una tesis sobre Séneca, sobre la pedagogía de Séneca, pero sus profesores no valoran esa faceta del filósofo. Es probable que tenga que cambiar de tema, abordar el pensamiento de Séneca desde otro ángulo si no logra convencer a su profesores. Pero todavía falta, me ha dicho, quitándole importancia.

Luego, el silencio. En realidad, no era tal, sino la calma previa a la furia de los elementos. De pronto, ahí, en la calle, sin razón que lo justificara, me dijo que no puede tener hijos, y tal vez no quisiera casarse, por lo que tiene que hacerse un futuro. Por eso su carrera es tan importante; el empleo en el súper es algo temporal, mientras acaba de estudiar. Le pagan mal y le exigen mucho en larguísimas jornadas.

Cuando tenía diecinueve años una tarde tuvo un dolor muy intenso en el vientre. En su anterior empleo no la dejaron salir para que fuera al médico. Ese día, en la noche, con su mamá, fue una clínica donde le diagnosticaron colitis, le dieron el medicamento pertinente para ese mal y la mandaron a su casa. En la noche, cesó el dolor.

Al otro día, volvió el dolor, tenía el vientre muy inflamado. Fue a otra clínica, de donde la enviaron en ambulancia a otro hospital, uno especializado en ginecología porque le diagnosticaron un embarazo ectópico. Ifigenia sabía que no estaba embarazada; aquello era una pesadilla dentro de otra pesadilla.

Al fin, alguien, tal vez un ginecólogo, se dio cuenta de que había tenido una apendicitis. Pero ya era tarde. Se había reventado y había que operarla de urgencia. Al despertar le dijeron que ya no había peligro, pero que no podría tener hijos porque le habían tenido que extirpar la matriz.

El golpe fue duro. Los hijos estaban allá, en algún lejano día, cuando se hubiera casado y ya ejerciera la pedagogía. Desde entonces recibe tratamiento psicológico. Su psicóloga es perfecta: tampoco podía tener hijos y ha adoptado dos. Eso las acerca. Ifigenia se sabe comprendida. Eso fue hace cinco años.

Alguien le dijo que mandara al personal que la atendió. Lo hizo. Por negligencia médica le han dado una cantidad que apenas le alcanzaría para comprar un coche utilitario, por ejemplo. Invirtió su pequeño capital en un fondo de ahorro, y todavía no sabe qué hará con él.

Se le hacía tarde para iniciar su jornada, y yo me preguntaba por qué esa chica me contaba sus penas a media calle. Volvió a decirme que tiene que escribir su tesis sobre la pedagogía de Séneca, sobre la importancia de Séneca como pedagogo porque es algo que casi nadie ha descubierto. No sus profesores, por supuesto. Le pregunté si se sentía afín al estoicismo. Me respondió que tenía que hacerse un futuro, y que era feliz.

Ifigenia se fue. Llegó unos minutos tarde a su trabajo. Cuando me quedé solo, mientras esperaba el autobús, luego de preguntarme las razones de ese encuentro, comprendí algo obvio. Así lo entendí: Ifigenia me había contado su historia, sin saberlo, para que yo la escribiera. Está claro que si vuelvo a verla en su caja del súper, no se lo diré.

Nobleza de espíritu

Rob Riemen, pensador holandés, ha decidido difundir lo que, sin ruborizarnos, deberíamos llamar humanismo. ¿Qué querrá decir esa palabra en nuestros días? ¿Entre violencia y atropellos sin fin, qué puede ser la virtud hoy entre nosotros? La barbarie no es un asunto del pasado.

Riemen, que creó en Ámsterdam una fundación para difundir ideas y valores humanistas, publicó hace unos años un volumen de ensayos que en español se llamó Nobleza de espíritu. Una idea olvidada (UNAM-Conaculta-El Equilibrista; 2008). Si bien el libro fue reseñado y comentado, me parece que no alcanzó la trascendencia que merecía.

Ahora, la obra tiene una segunda oportunidad con una nueva edición (Taurus). Con algunas ideas y pasajes de las vidas de Sócrates, Goethe, Spinoza y Mann, Riemen hace un llamado para recuperar lo que llama nobleza de espíritu, la celebración de la verdad, la justicia, la razón, la bondad y la belleza. La gran cultura aún puede iluminarnos el camino.

La cultura, está claro, no puede florecer sin libertad, y tal vez la libertad sin cultura, sin un motivo trascendente que la anime no valga demasiado. Desdeñar la convocatoria de Riemen es desperdiciar una oportunidad valiosa, tacharla de burguesa y anacrónica sólo revelaría por lo menos ceguera y estulticia.

Estas líneas no son una noticia editorial, ni una reseña. Este texto es una botella al mar, en busca de esos espíritus que están convencidos de que vivimos horas turbias y de que vale la pena dar la batalla por algo tan grave como la civilización. Aún hay tiempo o sol en las bardas. Este texto llegará a alguien, a una mujer o un hombre que comprende que están en peligro los mejores valores, y se sumará a su manera. Si, no todo está perdido.