31 de diciembre de 2011

El tiempo se rompe en el aire

Lavé las copas de vino tinto con extremo cuidado. Grandes, finas, tienen la discreta altivez de los objetos de cristal, a los que la transparente geometría les confiere una sobria elegancia alada. Su fragilidad no es el menor de sus encantos, y al beber en ellas el vino, al tiempo que lo mejoran, pareciera que nos recuerdan que cada sorbo es único, sobrio y efímero.

Una vez que terminaba de lavarlas y las enjuagaba hasta que no tuvieran el menor rastro de jabón, las colocaba en el borde del fregadero, apoyadas en el alféizar de la ventana. Era un conjunto en perfecta simetría.

Coloqué mal la última copa y resbaló. Antes de que se estrellara contra el fregadero, con buenos reflejos pude tomarla en su caída en una acción tan rápida y afortunada que algo tiene de inexplicable. Quedé sobresaltado de mi pequeña hazaña, con la copa en la mano cubierta de jabón. La miré feliz, satisfecho de haberla salvado.

Entonces recibí una lección sobre el azar y la finitud. Decidí separarla de sus compañeras y sellé su destino al no volver a ponerla en el borde del fregadero. Al llevarla al escurridor la copa en mi mano rozó un plato. No fue un golpe, fue apenas como una caricia, como un sutil encuentro.

Unos segundos antes me sentía satisfecho de haberla salvado y ahora tenía la copa rota entre mis dedos. Sentí miedo. Comprendí que las cosas suceden, sólo suceden, aunque no tengan sentido. Tuve una visión lúcida del infortunio, el absurdo, el sinsentido, sustantivos que del todo no comprendo. De vez en cuando nos enteramos que alguien sobrevivió como un milagro a un accidente aéreo y que unos días después muere al cruzar la calle de su casa o al caerse de una bicicleta.

La rotura de una copa puede ser una metáfora. Así también es el tiempo, se nos rompe en el aire a cada instante. El tiempo no es circular. Son cíclicos los movimientos de los astros, las estaciones, los periodos agrícolas, los calendarios y las costumbres. Salvamos una copa y un segundo después se estrella. El tiempo se fuga y se rompe en el aire a cada instante.

Feliz año nuevo.

29 de diciembre de 2011

Borges y las mujeres

Recelo de los biógrafos que pretenden saber todo de la vida de sus biografiados y que dan explicaciones y conjeturas y motivaciones psicológicas y explican traumas y deseos y frustraciones, de esos que interpretan los sueños y cada gesto de aquellos a los que han convertido en su objeto de estudio. Pero hay hechos inobjetables, hay hechos históricos, testimonios y documentos que nos permiten decir con certeza que Colón se hizo a la mar en tres carabelas.

“Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía", escribió Borges. Una búsqueda rápida y superficial en la bibliografía señala al menos una docena de biografías de Borges. Deben ser muy pocos los momentos y rasgos de Borges de los que no tengamos noticias. Sabemos de su origen y su situación familiar, conocemos sus gustos, sus lecturas y opiniones. Podemos seguirlo casi paso a paso por sus viajes.

Tenemos muchos testimonios de sus amigos y conocidos, y el propio Borges conversó muchas veces con periodistas que lo entrevistaron, en ellas habló casi siempre de sí mismo. Sus libros han sido comentados y estudiados en todo el mundo. También sabemos de sus desdichas, de su ceguera y sus decepciones amorosas.

Todo estaba en su sitio, hasta que mi amigo Félix me trajo de Buenos Aires una biografía cuyo título no podría ser más engañoso: Las novias de Borges, tal vez porque Borges, en sentido estricto, no tuvo novias. “Borges y el amor”, el primer capítulo de esta nueva biografía de Mario Paoletti, revisa la vida amorosa de Borges, con lo que se muestra más claro que nunca el monumental desastre que fueron la relaciones de Borges con las mujeres. Vuelvo a otros libros y aparece una y otra vez la desdicha, la incapacidad de amar, de enamorar a una mujer y, sobre todo, de ser amado.

La búsqueda del amor fue una constante en la vida de Borges. Con tenacidad digna de la épica, Borge se enamoró una y otra y otra y otra vez y siempre con lamentables resultados. Borges no dejó de buscar una mujer y no dejó de fracasar. La mujer más importante de su vida fue su madre, Leonor Acevedo. Tal vez su único noviazgo, en el sentido pleno de la palabra, lo vivió en su juventud con Concepción Guerrero. Las otras relaciones, algunas muy importantes, fueron amoríos frustrados, relaciones sin rumbo, sin compromiso, sin proyecto. Los biógrafos mencionan entre esas relaciones los nombres de Cecilia Ingenieros, Estela Canto y María Esther Vázquez. Borges, si acaso, conseguía la admiración y el reconocimiento, nunca el cariño y el amor de esas mujeres.

No es un secreto su matrimonio tardío y blanco con Elsa Astete, viuda, a la que Borges había pretendido en su juventud. Pero este primer matrimonio, cuando el novio tenía sesenta y ocho años, no fue para él la realización de un viejo amor y la encarnación de una célebre novela colombiana, por el contrario, fue un naufragio del que Borges literalmente huyó. Luego, al final de sus días, encontró en María Kodama, una antigua discípula, la compañía constante y delicada y el amor de una esposa. Menos mal.

La incapacidad de Borges para el amor físico es tema central de biógrafos y críticos, así como sus causas, pero tal vez se ha mencionado mucho menos sus sufrimientos, de los que dejó constancia en algunos de sus relatos pero sobre todo en sus poemas. El amor es un tema recurrente en la poesía de Borges: "Es el amor. Tendré que ocultarme o huir". / “Me duele una mujer en todo el cuerpo”. / “La dicha que me diste y me quitaste debe ser borrada; lo que era todo tiene que ser nada”. / "Sólo me queda el goce de estar triste, esa vana costumbre que me inclina al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina". / "Sólo una cosa no hay. Es el olvido.”

Es posible que la de Borges sea la más desastrosa vida sentimental en la historia de la Literatura. Nunca dejó de buscar y pretender mujeres, pese a la serie larga y documentada de fracasos amorosos. Se enamoraba de mujeres imposibles, vivía amores desafortunados más en su ánimo y su imaginación que en la vida.

Borges fue inepto para el amor, lisiado para el amor, minusválido para el amor. Borges fue el modelo del incompetente en el arte de seducir y enamorar a una mujer, y sin embargo sabía muy bien de los sinsabores y desengaños, de la amargura y los dolores del desamor y el fracaso.

Adolfo Bioy Casares, amigo de Borges durante cuarenta años, anota en su libro Borges, en la entrada del 20 de junio de 1958: “Con Silvina [Ocampo; la mujer de Bioy] recordamos las mujeres de Borges: Margot Guerrero, Silvina Bullrich, Estela Canto, la condesa Álvarez de Toledo, la condesa de Wrede, la Rubia Daly Nelson, Cecilia Ingenieros, Marta Mosquera, Alicia Jurado, Susana Bombal, Pipina Diehl, Mandie Molina Vedia, Gloria Alcorta, Wally Zenner, la cuñada de Ibarra [Elsa Astete Millán].

Por “mujeres de Borges” debe entenderse sus musas, las mujeres que pretendió o idealizó. La lista no es exhaustiva. Según Mario Paoletti habría que añadir a las mencionadas los nombres de Elvira de Alvear, Ulrike von Kühlmann, Norah Lange, Haydée Lange, Elvira Sureda, Viviana Aguilar. Una de ellas, Ema Risso Platero, declaró: “Borges jugó a que nos queríamos”.

Esta galería del no seductor no deja ser impresionante. La contumacia de Borges sería un hecho notable en su vida. No sabía de amores, pero vivió con absoluta intensidad el dolor del abandono y el desamor. Escribió con conocimiento de causa que una mujer puede dolerle a un hombre en todo el cuerpo, sabía que con su ausencia se miden las horas del tiempo. Borges, experto en decepciones amorosas, sabía que: "enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible".

Perseverante, una y otra vez, hasta el final, no dejó de enamorarse.

21 de diciembre de 2011

El ceramista

Hace años lo visité en su taller, en las afueras de Jalapa. Nos recibió un hombre serio y amable. Enamorado de su oficio, acaso perplejo de las maravillas que emergían de la tierra entre sus manos, nos habló con el alivio de algunos artistas de poder conversar con alguien después de haber pasado muchas horas en la soledad de su trabajo, en el silencio creativo de su arte. Habló del barro con asombro, entusiasmo por descubrir poco a poco los secretos de la materia, en particular habló de las texturas que imprime a sus vasijas que le han dado fama en el mundo.

Entonces, Gustavo Pérez ya era un artesano destacado, pero ahora es reconocido como un artista singular, y una pieza que lleva su nombre se cotiza sólo por ese hecho como un cuadro firmado por un pintor célebre.

Sensible y culto, le costaba hablar de sí mismo y su trayectoria, el largo camino, los estudios de filosofía y matemáticas y diseño para llegar por fin a encontrar en el barro su vocación y su alegría. “Descubrir el torno y la posibilidad de dar forma al barro se volvió el sentido de mi vida”, ha dicho. Gustavo Pérez trabaja el barro con la plena conciencia de que la tierra es sagrada, y que las formas geométricas y la arquitectura que se levantan entre sus dedos algo tienen de mágicas y misteriosas. Algo que no estaba ahí se revela al tacto de sus manos sabias, que saben tomar, preparar, acariciar, moldear el barro como si esa relación no estuviera exenta de un erotismo y una sensualidad primigenia y original.

Nos permitió curiosear y preguntar, nos mostró el torno, el barro, el horno, las piezas a medio hacer, las piezas terminadas puestas en un estante. También habló de música y de literatura, que forman parte de su universo creativo. En la mesa de trabajo, entre herramientas, había un volumen con la poesía de Saint-John Perse en francés.

Generoso, Gustavo Pérez fue al estante y nos regaló una hermosa pieza, a cada uno de los visitantes de esa mañana, mis amigos jalapeños que nos llevaron a su taller. Valoro esa vasija tanto como su gesto, y la conservo en casa como un tesoro.

Desde aquel día no he vuelto a verlo. Pero cada vez que miro mi vasija, que es un prodigio de color azul y arena, de armonía en líneas puras y elegantes, pienso que me hubiera gustado aprender un oficio, uno de esos que se van muriendo, tener alguna habilidad con las manos para hacer algo útil o algo bello. Vaya si me hubiera gustado poder hacer una vasija de barro, una pieza bien hecha, con eso me conformaría, ya no digamos una como esas inimaginables obras maestras que levanta de la tierra, como de la nada, la maestría asombrosa de Gustavo Pérez.

20 de diciembre de 2011

Feliz Navidad

No soy el único. No estoy sólo, pero sí aislado. Desde antes de diciembre, otros, como yo, también empiezan a sentir esa opresión que lejos de la alegría despierta emociones y sentimientos melancólicos y tristes. Los comerciantes nos acosan con sus mercancías y ofertas, con sus anuncios zafios y ordinarios. A mediados de diciembre, el llamado espíritu navideño ha clavado sus dientas en el cuello y se respira en el aire como un pacto de estulticia y engaño o enajenación colectiva.

La gente corre a gastar más de que tiene, a desear felicidad a quienes desprecian y evitan todo el año. Las casas se iluminan de lucecitas baratas y árboles de verdad que en unos días veremos morir en el centro de la sala. Medio mundo sin ningún pudor prodiga abrazos y besos, felicitaciones, se siente obligada a dar regalos por compromiso (muy pocos se entregan por cariño), injustificados, porque el beneficario no es el del cumpleaños y ha llegado a estas fiestas sin haber hecho algo digno de mérito y celebración.

La majadería y vulgaridad de los objetos con los llamados motivos navideños alcanza sin piedad lo inverosímil (pocas cosas en el mundo más horteras que ese personaje siniestro llamado Santa Claus). En todas partes se oyen cancioncitas dulces y tontas. Se hacen planes y compromisos para comer y beber en exceso, para apurar lo que no se dijo ni hizo en todo el año, para convivir con pocos amigos y con algunos otros que olvidaremos hasta bien entrado el próximo diciembre.

Ya está aquí la Navidad, que en sus rasgos sociales más visibles y molestos es todo menos una fiesta religiosa, cristiana. La presión familiar por reunirse y celebrar se torna una soga al cuello. Uno puede sentirse culpable por el profundo desdén que siente hacia todos esos actos que aparecen como una temporal vesania colectiva; uno está obligado a participar de las celebraciones de la tribu y fingir una felicidad súbita, de pronto estimulada por el calendario, la tradición o el aniversario del nacimiento de Jesús; uno se encuentra perseguido para seguir el falso juego de la paz y la armonía en los corazones y todos los hogares.

Negarse a participar de buena gana en la gran mascarada simplemente porque uno no comparte el código emocional y sentimental que la motiva, es asunto de anatema y condenas y conflictos. Florece el chantaje y las malas artes.

Yo quisiera que la libre y soberana decisión de no celebrar la Navidad se convirtiera en uno de los derechos humanos fundamentales. Que los otros entendieran y respetaran ese derecho. En esta época del año, pareciera que uno pierde su individualidad y la facultad de decir: “No, gracias, no quiero participar. Es el aniversario del nacimiento de Jesús, pero eso no es suficiente para que vaya al baile o al bacanal”.

No me opongo a que otros festejen y lo hagan como mejor les parezca, pero yo sólo pido que respeten a los que no queremos hacerlo a su manera, los que de lejos le decimos a esa gran mayoría: “En estos días, y en particular en Nochebuena, por favor déjenme en paz. Sin embargo, les deseo que tengan una muy, muy feliz Navidad”. Amén.

6 de diciembre de 2011

Philip Marlowe

Apunte para un pequeño ensayo. La figura del detective se impone en la lectura:

Tengo algo de lobo solitario, no estoy casado, ya no soy un jovencito y carezco de dinero. He estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de casos de divorcio. Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y algunas cosas más.

El mayor encanto de las novelas de Raymond Chandler protagonizadas por Philip Marlowe, el entrañable, consiste en que el detective, su vida, su soledad, sus aventuras y peligros, él mismo son más importantes que la trama y el caso que resuelve. Marlowe es la novela, lo demás es novelesco. Él es el contenido, lo demás el continente. Chandler, maestro del oficio, es responsable de un prodigio: imaginó y encontró un personaje verdadero que vive aún fuera de los libros y acompaña a los lectores mucho después de que han dado la vuelta a la última página y han cerrado la novela. A veces pienso que podría ser el solitario que se sentaría a mi mesa. Sería espléndido poder invitarle una cerveza a Philip Marlowe, conversar con él de mujeres y ganarle una partida de ajedrez.

5 de diciembre de 2011

Lolitas

Alguien me lo dijo hace muchos años: existe una Lolita anterior a la de Nabokov. Luego, en otro momento y lugar, alguien más me dijo: Nabokov se basó en un cuento que se llama «Lolita». Es un secreto a voces que se plagió la novela de un autor alemán poco conocido, me dijo un tercero hace muy poco.

La preocupación por la originalidad en el argumento y la trama es muy reciente en la larga historia de la literatura. Shakespeare y otros grandes maestros escribieron sobre temas que otros antes habían cultivado. El talento consiste en lo que se hace con un argumento que puede resumirse en unas cuantas líneas. Me parece que sería casi imposible que un dramaturgo superara la belleza y la tensión dramática de Hamlet si sólo se le diera el argumento de esta tragedia y se le encerrara en una habitación sin las obras de Shakespeare para que escribiera su versión. Casi siempre la literatura es forma.

El supuesto plagio o el préstamo de Nabokov me tenía sin cuidado. Además, el gran escritor ruso ya había escrito en El hechicero, libro de 1939, sobre la relación malsana de un hombre maduro con una niña.

Una mañana, en la sección internacional de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en una caseta con pocos libros, encontré un pequeño volumen de apenas cincuenta y nueva páginas (con prólogo y epílogo): Lolita, de Heinz von Lichberg (Funambulista, 2004). Lo compré, por supuesto.

Nabokov no plagió a Von Lichberg. La “Lolita” de éste es un relato de fantasmas, de 1916, que seguramente Nabokov conoció y del que tomó algunos elementos, la fascinación de un hombre adulto por una niña, el nombre de la chica y poco más. Con eso no se hace una de las grandes novelas del siglo XX. Las diferencias en los personajes, los argumentos, son abismales. Dice la autora del prólogo: “resulta evidente que la Lolita americana [la de Nabokov] tiene tanta relación con este pequeño texto de von Lichberg como una fresa con un hipopótamo”. Quizá no hablaríamos de Heinz von Lichberg si no fuera por Nabokov. Tal vez Nabokov le ha dado más, mucho más, de lo que el oscuro autor alemán le prestó.

De vuelta a casa, fui al estante y tomé mi viejo ejemplar de Lolita, que me guardaba una lección más de Nabokov, una hoja de papel doblada, que no recordaba, con un apunte a mano que tomé no sé de dónde ni cuándo. Es una cita de Nabokov sobre lo que es y no es su personaje. No me sorprendería que más de uno se sienta decepcionado con estas declaraciones, que deshacen un entuerto sobre la supuesta perversidad de Lolita. Dice:

«Pues bien, no, Lolita no es ninguna niña perversa. Es una pobre niña, a la que corrompen, y cuyos sentidos nunca llegan a despertarse bajo las caricias del inmundo señor Humbert […] Y es bastante interesante plantearse, como dicen los periodistas, el problema de la estúpida degradación que el personaje de la nínfula, que yo inventé en 1955, ha sufrido en el ánimo del gran público. No sólo la perversidad de esa pobre criatura ha sido grotescamente exagerada, sino también su aspecto físico, su edad, todo ha sido modificado por las ilustraciones de las publicaciones extranjeras […] En realidad, Lolita, repito, es una niña de doce años, mientras que el señor Humbert es un hombre maduro, y es el abismo entre su edad y la de la niña lo que produce el vacío, ese vértigo, la seducción, la atracción de un peligro mortal. En segundo lugar, es la imaginación del triste sátiro la que convierte en criatura mágica a esa pequeña colegiala americana, tan trivial y normal en su tipo como lo es el cura frustrado Humbert en el suyo. Fuera de la mirada maniaca de Humbert, no hay nínfula. La nínfula Lolita sólo existe a través de la obsesión que destruye a Humbert. Éste es un aspecto esencial de un libro singular que fue falseado por una popularidad artificiosa.» (Vladimir Nabokov en entrevista con Bernard Pivot, en 1975 para Antenne 2 de Francia. Los monográficos de Apostrophes: Vladimir Nabokov, Colección Videoteca de la Memoria Literaria, Editrama & Ina, 2001.)

Los libros no cesan de sorprenderme, siempre guardan maravillas y sorpresas entre sus páginas.

4 de diciembre de 2011

La arena y el segundero

Borges lo escribió en "Límites", un pequeño poema (no hay tiempo que perder en palabras necias), y es probable que otros hombres lo hayan pensado. Sumar años de vida es también una resta implacable. Él dice en el poema que a mi edad sabía que no volvería a recordar una cita de Verlaine, que hay una calle a la que no volverían sus pasos, que entre los libros de su biblioteca había alguno que ya no volvería a abrir.

Ahora sé, tras él, que cada día aumenta la cuenta de los días desde que vi por última vez a mi padre, que es finito el número de veces que veré la clara luna. Ahora sé, lo admito, que no aprenderé aquella lengua extranjera que hubiera querido, que no volveré a conversar con algún amigo, ni escribiré aquella novela cuya trama he olvidado. No volveré a alguna ciudad amada, y sé bien que tampoco volveré a ver a alguien que quiero y frecuento en mis sueños.

En este día (¿qué sería de nosotros en el siglo sin las ceremonias y los ritos?) imagino que todavía tengo mucho tiempo (aunque siempre es relativo), pero el aniversario me recuerda que se cierra un ciclo y que a cada instante me queda menos. Aún hay sol en las bardas, me digo que dijo don Quijote. Sí, pero la muerte me desgasta incesante, recuerdo que escribió Borges. Llego a esta fecha y me entretengo perplejo en estas cosas mientras vivo y se me escapa la vida y se agota aniquilador el tiempo: también mientras escribo estas palabras, cae la arena y avanza implacable el segundero.