21 de diciembre de 2011

El ceramista

Hace años lo visité en su taller, en las afueras de Jalapa. Nos recibió un hombre serio y amable. Enamorado de su oficio, acaso perplejo de las maravillas que emergían de la tierra entre sus manos, nos habló con el alivio de algunos artistas de poder conversar con alguien después de haber pasado muchas horas en la soledad de su trabajo, en el silencio creativo de su arte. Habló del barro con asombro, entusiasmo por descubrir poco a poco los secretos de la materia, en particular habló de las texturas que imprime a sus vasijas que le han dado fama en el mundo.

Entonces, Gustavo Pérez ya era un artesano destacado, pero ahora es reconocido como un artista singular, y una pieza que lleva su nombre se cotiza sólo por ese hecho como un cuadro firmado por un pintor célebre.

Sensible y culto, le costaba hablar de sí mismo y su trayectoria, el largo camino, los estudios de filosofía y matemáticas y diseño para llegar por fin a encontrar en el barro su vocación y su alegría. “Descubrir el torno y la posibilidad de dar forma al barro se volvió el sentido de mi vida”, ha dicho. Gustavo Pérez trabaja el barro con la plena conciencia de que la tierra es sagrada, y que las formas geométricas y la arquitectura que se levantan entre sus dedos algo tienen de mágicas y misteriosas. Algo que no estaba ahí se revela al tacto de sus manos sabias, que saben tomar, preparar, acariciar, moldear el barro como si esa relación no estuviera exenta de un erotismo y una sensualidad primigenia y original.

Nos permitió curiosear y preguntar, nos mostró el torno, el barro, el horno, las piezas a medio hacer, las piezas terminadas puestas en un estante. También habló de música y de literatura, que forman parte de su universo creativo. En la mesa de trabajo, entre herramientas, había un volumen con la poesía de Saint-John Perse en francés.

Generoso, Gustavo Pérez fue al estante y nos regaló una hermosa pieza, a cada uno de los visitantes de esa mañana, mis amigos jalapeños que nos llevaron a su taller. Valoro esa vasija tanto como su gesto, y la conservo en casa como un tesoro.

Desde aquel día no he vuelto a verlo. Pero cada vez que miro mi vasija, que es un prodigio de color azul y arena, de armonía en líneas puras y elegantes, pienso que me hubiera gustado aprender un oficio, uno de esos que se van muriendo, tener alguna habilidad con las manos para hacer algo útil o algo bello. Vaya si me hubiera gustado poder hacer una vasija de barro, una pieza bien hecha, con eso me conformaría, ya no digamos una como esas inimaginables obras maestras que levanta de la tierra, como de la nada, la maestría asombrosa de Gustavo Pérez.