22 de octubre de 2019

Saramago vs Morrison

José Saramago cuenta en Cuadernos de Lanzarote (1993-1995), un diario de aquellos años, en un apunte del 7 de octubre de 1993, que el Nobel ha sido para una «escritora norteamericana negra, Toni Morrison [...] su nombre me era totalmente desconocido. Pero valorando las declaraciones de la premiada y por lo que he podido saber ahora de su vida, el premio ha sido muy bien dado». Y da a entender que buscará sus libros.

Al parecer, el entusiasmo por la literatura de Morrison le duró poco. En un apunte del 18 de febrero de 1994 dice:

«Lo imposible continúa aconteciendo. En la novela Jazz de Toni Morrison hay un personaje que mata a la mujer a quien amaba. Por amarla demasiado, explicó. Parece absurdo, pero los novelistas son así, ya no saben qué más inventar para captar la fatigada atención de los lectores. Estas cosas, en la vida, no suceden. Suceden otras.»

Saramago no cree que una persona o un personaje (no es lo mismo; y el terreno es resbaloso para esas confusiones) mate a quien amaba. Y luego explica lo que sí sucede en la vida:

«Ahora, en Francia, un muchacho de veintipocos años preguntó a su novia, más joven que él, si sería capaz, para probar su amor, de matar a una persona. Ella respondió que sí. Ocurría esto en un café. En una mesa cerca estaba otro chico, éste de dieciocho años. Los novios entraron en conversación con él, poco después era como si fuesen amigos de siempre. Ella, con señales que hasta un ciego entendería, empezó a seducir al muchachito. Salieron juntos. A cierta altura ella dijo al novio: "No vengas con nosotros. Nos vamos al jardín". El de dieciocho años adivinó la aventura fácil y se fue con la chica. En un rincón escondido ella sacó una pistola del bolso de mano y mató al muchacho. Toni Morrison no sabe nada de la vida. Lo imposible sucede siempre, sobre todo si es horrible.»

Tal vez Morrison no supiera nada de la vida. Pero Milan Kundera (El arte de la novela, Vuelta, 1988), que estaba a un lado, al menos en mi biblioteca, como si estuviera en la mesa contigua de un café y hubiera escuchado el regaño a Morrison, le dice a Saramago que es él quien nada sabe sobre la novela:

«Hay que comprender lo que es la novela. Un historiador relata acontecimientos que han tenido lugar. Por el contrario, el crimen de Raskólnikov jamás ha visto la luz del día. La novela no examina la realidad sino la existencia. Y la existencia no es lo que ha ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de que es capaz. Los novelistas perfilan el mapa de la existencia descubriendo tal o cual posibilidad humana. Pero una vez más: existir quiere decir: "ser-en-el-mundo". Hay que comprender como posibilidades tanto al personaje como a su mundo. En Kakfa, todo esto está claro: el mundo kafkiano no se parece a ninguna realidad conocida, es una posibilidad extrema y no realizada del mundo humano.»

La lección de Kundera merece nuestra atención. Reconozcamos de una vez que la novela se ocupa de lo que sucede, puede o podría suceder.  Entonces, el personaje de Morrison sí puede matar a la persona que ama, es una posibilidad de la existencia. Mientras Saramago concibe la novela atado a la historia (crónica), a una limitada concepción de la verosimilitud que admite lo que sucede y podría suceder pero rechaza (por estrechez o prejucios) lo que cree que no puede suceder.

Repensar las obras de estos autores bajo esta premisa no es un ejercicio vano. Todo lo contrario. Dos concepciones opuestas de la función y posibilidades de la novela arrojan luz sobre la obra de los dos nobel, la obra de Kundera y la novela en general. En la novela sucede lo que acontece por obra y gracia de un novelista, incluso que un personaje mate a la mujer que amaba por amarla demasiado, aunque otro novelista no lo crea posible. No es fácil de aceptar, pero hay que admitir que ese crimen es una posibilidad de la existencia.

Morrison sí sabía lo que escribía, que la novela examina las posibilidades, la potencia de lo que puede ser, las inagotables experiencias de la existencia humana.

21 de octubre de 2019

Borges y Reyes

Se conocieron cuando éste era el embajador de México en Argentina, a fines de los años veinte. Si sólo escribo la palabra «Borges», sin sus nombres de pila, no hay equívoco posible; si sólo escribo «Reyes», no estoy seguro de que se reconozca a quien me refiero, con la misma certeza universal.

Borges y Alfonso Reyes cultivaron una amistad intensa, epistolar durante muchos años, hasta la muerte de Reyes, sustentada en la simpatía, en su implacable amor por los libros, y en la mutua admiración.

Borges consideraba a Reyes el mejor estilista de la lengua; Reyes correspondió a la altura, e hizo de su amigo un protagonista de su tertulia, célebre en Buenos Aires y más allá. Borges dice en un poema uno de los más grandes elogios posibles a un contemporáneo (Reyes era diez años mayor) al que consideraba su maestro:

«Reyes, la indescifrable providencia / Que administra lo pródigo y lo parco / Nos dio a los unos el sector o el arco, / Pero a ti la total circunferencia. / Lo dichoso buscabas o lo triste / Que ocultan frontispicios y renombres:/ Como el Dios de Erígena, quisiste / Ser nadie para ser todos los hombres.»

Fama y gloria aparte, vanas y engañosas, díscolas y esquivas, Borges es un autor leído y traducido en todo el mundo, celebrado y comentado; tiene imitadores y continuadores, parodiadores, seguidores y enemigos. Parece que la obra de Reyes, y con ella su nombre, su memoria y su legado, se aproximan al olvido.

La obra de Reyes, lúcida e intensa como pocas, inteligente y erudita como ninguna, se desvanece acaso sin remedio (como las Humanidades y los estudios que cultivó). Reyes es ya un autor de museo, de filólogos, historiadores y gramáticos especializados, y a pesar de que sus obras completas, parte de su correspondencia y diarios están editados y a veces se encuentran en las librerías, casi nada le dicen ni mueven a los lectores de hoy. Reyes no tiene quien le lea.

Acabo de visitar la llamada Capilla Alfonsina, la casa de Reyes en la colonia Condesa en la Ciudad de México, que funciona como museo (aguarda la hora de una intensa y necesaria, más: urgente renovación museográfica, además de la digitalización de los miles de documentos) con un grupo de jóvenes que inician sus estudios de letras. Esa generación nació cuarenta años después de la muerte de Reyes: unos pocos tenían alguna referencia, la mayoría no sabía quién fue Reyes: ninguno lo había leído.

Hugo Hiriart, con perspicacia, se dio cuenta de ese asimétrico contrapunto entre dos escritores, de los dos extremos geográficos americanos de la lengua, que representan dos puntos brillantes y fijos en el cosmos literario de la lengua.

En El arte de perdurar (Almadía) Hiriart busca y explora las razones del auge o éxito borgiano y el declive de Reyes. Dice que Reyes tuvo «maestría» pero no «representatividad», y no logró personalizar su conocimiento y erudición. Borges, en cambio, hizo de Borges su primer personaje e hizo una literatura luminosa y singular.

Aunque su libro ya sea imprescindible para el tema, las razones de Hiriart no acaban de convencerme. No le falta razón, pero no termina de explicar ese abismo en la recepción de las dos obras, a las que apenas les encuentro puntos de comparación.

Creo que son obras muy distintas. Reyes fue un maestro que enseñaba Grecia y retórica, gramática y filología, además de cultivar la poesía y escribir algunos relatos, que no gozan del encanto de los de Borges.

Reyes fue un humanista que cultivó el ensayo duro, el artículo profundo, que nunca interesaron al lector común. Los ensayos más ambiciosos de Borges se leen, lo he visto, como ficciones. El cultivo ejemplar de la lengua es una característica que comparten, sin embargo sus obras han transitado por senderos que se bifurcan. Reyes cultivó como pocos la erudición; Borges, la imaginación.

Existe un tomo con la correspondencia entre Reyes y Borges. Valdría adentrarse para conocer las opiniones y comentarios de sus obras, su acompañarse en sendas aventuras intelectuales a lo largo de poco más de treinta años. Como muestra basta una carta:

En una fechada en Buenos Aires el 14 de marzo de 1957, Borges se dirige a Reyes como «querido maestro y amigo» y le anuncia el envío del «primer número de La Biblioteca, inferior, como todas las obras humanas, a nuestras esperanzas». Luego promete el envío de un ejemplar del «trabajo didáctico sobre Lugones que hice con Bettina Edelberg».

En su correspondencia no faltan los comentarios bibliográficos, las noticias de envío de ejemplares de sus obras y comentarios sobre libros. Si la Biblioteca era el universo, sabían que en el firmamento brillarían con luz propia las estrellas, sus mismos escritos, que ellos sumaban a esa galería infinita.

Al final de la carta aparecen las menciones de amigos y algo personal, un toque de vida: «El País y yo lo extrañamos minuciosamente. Mis ojos no me dejan escribir y tengo que dictar esta carta y borrajear, acaso ilegiblemente, esta firma.»

Y bajo una firma en la que sería muy difícil reconocer las palabras «Jorge Luis Borges», una postdata, una línea, que es toda la carta: «La lectura de su obra es una de mis grandes alegrías.»

Borges sabía, y habrá que decirlo una vez más: el fin es el olvido. Pero, ¿qué pensaría del destino de la obra de su amigo y maestro, al parecer sin redención, condenada e ignorada, como caída en un pozo insondable, esa que era una de sus grandes alegrías?

13 de octubre de 2019

El país del alma

En Barcelona, en la posguerra, durante la larga dictadura franquista, una pareja (y su entorno, familia, amigos) de la burguesía catalana busca sobrellevar con el peso de su amor y su ilusión las condiciones impuestas al pequeño país por el dictador. 

Sin embargo, esta no es una novela política, tampoco costumbrista. En realidad, no pareciera una novela convencional porque pareciera que no sucede casi nada, y lo que deviene y pasa es la vida. La suma de los años, las pequeñas alegrías y sinsabores de todos los días en las vidas de los protagonistas. 

El país del alma, de Nuria Amat,  sucede en realidad en su lenguaje, en su transparencia, en visión iluminada o poética con una prosa elegante y llana y sencilla; por la arquitectura del relato que sucede y fluye con dulzura. Esta escritora merecería más atención entre nosotros, y conste que no es ninguna desconocida,  fue elogiada por Carlos Fuentes y es autora de una biografía de Juan Rulfo, pero lo importante y digno de atención es la calidad de su prosa, la sobria elegancia con la que ha tejido un libro inolvidable. Nuria Amat ha escrito un relato delicioso con una prosa asombrosa, casi mágica. 

9 de octubre de 2019

Los nobel de literatura

Se dice que Ernest Hemingway dijo que Alfred Nobel había inventado dos artefactos explosivos: la dinamita y el premio Nobel de Literatura. El segundo se caracteriza, con frecuencia, tras la vistosa explosión, por incinerar a los galardonados en sus propios fuegos de artificio.

Casi la mitad de los ungidos por la Academia sueca sucumben ante la maldición escandinava que los condena al silencio y el olvido. Borges, en su sabiduría, comprendía que ese es el fin,  pero a él no lo olvidaremos, tal vez porque el desdén, mitad desprecio, mitad olvido que le impuso la Academia lo libró de aquella maldición.

Si un lector curioso llegara a la librería mejor surtida y pidiera, con la lista en la mano, un libro de cada uno de los premios nobel de literatura, se encontraría que decenas y decenas de ellos, casi la mitad, ya están fuera de catálogo, sus libros no se traducen, no se reeditan, no circulan. Han desaparecido como si no hubieran existido. La muerte literaria es más letal y definitiva que la muerte misma.

Una cuarta parte de los sobrevivientes a la maldición viven en un limbo, en una suerte de purgatorio a la espera de una resurrección gracias a un editor audaz o un suceso que permita exhumar una obra que pronto podría ser devorada por el polvo del tiempo. Han sido víctimas de los efectos terribles de los fuegos de artificio, de la dinamita fulminante que devora obras que deberían refulgir por siglos, al menos más allá de la ceremonia de premiación presidida por el rey de Suecia.

El otro veinticinco por ciento sobrevive a la maldición, son autores conocidos y estudiados en el mundo entero, sus obras están disponibles en las librerías; no tiene sentido enumerar a los grandes cuyos libros reposan en los estantes de las bibliotecas personales y que, a veces, hasta son leídos.

Y no vale la pena hacer una lista severa y exhaustiva de los errores y omisiones, pero es imposible dejar pasar que han sido despreciados, junto a Borges, Tolstói, Chéjov, Proust, Joyce, Woolf, Yourcenar, entre otros muchos campeones absolutos (Kakfa no cuenta, murió casi inédito). Por cada escritor premiado cada año no es difícil encontrar al menos otros cinco de igual o mayor mérito. Si fuera posible alcanzar un consenso mínimo, esa lista de sus omisiones imperdonables, con esa otra de sus pifias monumentales, podría dinamitar el prestigio de la Academia o a la Academia misma.

Los egregios miembros de la Academia, hasta el año 2018,  han posado su mirada once veces en autores que celebran la llamada lengua de Cervantes. Un cifra que no está nada mal si consideramos su chovinismo y su descarado favoritismo por autores estadounidenses y franceses. No seré el primero en decir que Reyes, Carpentier, Lezama Lima, Rulfo y Cortázar también podrían haber sido premiados, pero tal vez es mejor así: a ninguno de ellos le ha caído la maldición y todos son leídos y publicados, incluso en otras lenguas.

De esos once, cinco son españoles: José Echegaray (1904), Jacinto Benavente (1922), Juan Ramón Jiménez (1956), Vicente Aleixandre (1977) y Camilo José Cela (1989); dos chilenos: Gabriela Mistral (1945; la única mujer de nuestro dream team) y Pablo Neruda (1971); un guatemalteco: Miguel Ángel Asturias (1967); un colombiano: Gabriel García Márquez (1982); un mexicano: Octavio Paz (1990), y un peruano: Mario Vargas Llosa (2010), que también tiene pasaporte español.

Casi todos están vivos literariamente. No tengo una idea clara de la vigencia literaria de Jacinto Benavente, pero sé que José Echegaray está rotundamente muerto, por los siglos de los siglos. Lo escandaloso no es el silencio y olvido, sino que alguna vez haya sido reconocido. Al parecer, su teatro tuvo éxito en Madrid en el último cuarto del siglo XIX, del que no debió de haber salido.

Echegaray es uno de esos premios nobel justamente olvidados. Sus libros no se editan, sus obras no se representan, pero su nombre está inscrito entre los elegidos de los suecos. Pero don José tenía otros talentos. Como dramaturgo fue el mejor matemático de España de su tiempo, y fue ingeniero y político y ministro de Hacienda y Fomento.

Algunos de sus contemporáneos, como Clarín y Pardo Bazán, que lo consideraban un autor mediocre, no dejaron de mostrar su asombro por el premio sueco; desde entonces era visto como un autor decimonónico de regular talento.

Echegaray es, de los galardonados que han escrito en español, el ejemplo perfecto de esos nobel cuyo éxito literario duró lo que los fuegos de artificio. Uno más entre esa larga lista de cincuenta o sesenta nombres, de buenos y dignos autores, que por extrañas y suecas razones no han permanecido en el canon, en el gusto literario. No todos ellos son desdeñables, por supuesto que no, pero sus obras no pudieron conservar el entusiasmo y admiración de las sucesivas generaciones de lectores, críticos, editores y profesores.

La Academia pronto anunciará al nuevo ganador (que este año distinguirá a dos escritores). Como ya sabemos que el Premio Nobel no otorga ni garantiza la gloria ni la inmortalidad literarias, tal vez la apuesta, aunque a largo plazo, sería, antes que acertar quién ganará el premio, saber si ese nuevo galardonado será una estrella fija en el firmamento de la literatura o una simple estrella fugaz en una fría noche de diciembre en Estocolmo.

6 de octubre de 2019

Aspirante al Olimpo

«La belleza puede estorbar», ha declarado a un periódico, y uno entonces recuerda que las diosas siempre se han sabido bellas y que por su vanidad empezó el lío que acabó cuando ardió Troya. «La belleza puede estorbar», ha dicho, y uno comprende que la belleza no es inocua, más bien lo contrario, y que a sus devastadores y múltiples efectos también pueden sucumbir las más hermosas. 

Ha dicho, también, que se tiene el derecho de crecer y cambiar y que sus célebres desfiles por las más cotizadas pasarelas de Milán y París están contados, pues no desea ser con los años una modelo jubilada cuando ya no sea escandalosamente bella. Ahora anhela ser actriz y dedicarse al cine para representar papeles dramáticos. 

El cambio no debería sorprendernos demasiado, tal vez ahora Laëtitia Casta encuentre su sitio en este mundo. A fin de cuentas, las pantallas de las salas de cine han sido el verdadero y etéreo Olimpo, morada de las diosas, de nuestro tiempo.

(Este viejo apunte, sin fecha, apareció en un cuaderno de hace muchos años. Al leerlo lo recordé, y juzgo que su lugar es aquí, en este Cuaderno de Bitácora, en el que se registran sucesos como el que aquí se cuenta.)