Se dice que Ernest Hemingway dijo que Alfred Nobel había inventado dos artefactos explosivos: la dinamita y el premio Nobel de Literatura. El segundo se caracteriza, con frecuencia, tras la vistosa explosión, por incinerar a los galardonados en sus propios fuegos de artificio.
Casi la mitad de los ungidos por la Academia sueca sucumben ante la maldición escandinava que los condena al silencio y el olvido. Borges, en su sabiduría, comprendía que ese es el fin, pero a él no lo olvidaremos, tal vez porque el desdén, mitad desprecio, mitad olvido que le impuso la Academia lo libró de aquella maldición.
Si un lector curioso llegara a la librería mejor surtida y pidiera, con la lista en la mano, un libro de cada uno de los premios nobel de literatura, se encontraría que decenas y decenas de ellos, casi la mitad, ya están fuera de catálogo, sus libros no se traducen, no se reeditan, no circulan. Han desaparecido como si no hubieran existido. La muerte literaria es más letal y definitiva que la muerte misma.
Una cuarta parte de los sobrevivientes a la maldición viven en un limbo, en una suerte de purgatorio a la espera de una resurrección gracias a un editor audaz o un suceso que permita exhumar una obra que pronto podría ser devorada por el polvo del tiempo. Han sido víctimas de los efectos terribles de los fuegos de artificio, de la dinamita fulminante que devora obras que deberían refulgir por siglos, al menos más allá de la ceremonia de premiación presidida por el rey de Suecia.
El otro veinticinco por ciento sobrevive a la maldición, son autores conocidos y estudiados en el mundo entero, sus obras están disponibles en las librerías; no tiene sentido enumerar a los grandes cuyos libros reposan en los estantes de las bibliotecas personales y que, a veces, hasta son leídos.
Y no vale la pena hacer una lista severa y exhaustiva de los errores y omisiones, pero es imposible dejar pasar que han sido despreciados, junto a Borges, Tolstói, Chéjov, Proust, Joyce, Woolf, Yourcenar, entre otros muchos campeones absolutos (Kakfa no cuenta, murió casi inédito). Por cada escritor premiado cada año no es difícil encontrar al menos otros cinco de igual o mayor mérito. Si fuera posible alcanzar un consenso mínimo, esa lista de sus omisiones imperdonables, con esa otra de sus pifias monumentales, podría dinamitar el prestigio de la Academia o a la Academia misma.
Los egregios miembros de la Academia, hasta el año 2018, han posado su mirada once veces en autores que celebran la llamada lengua de Cervantes. Un cifra que no está nada mal si consideramos su chovinismo y su descarado favoritismo por autores estadounidenses y franceses. No seré el primero en decir que Reyes, Carpentier, Lezama Lima, Rulfo y Cortázar también podrían haber sido premiados, pero tal vez es mejor así: a ninguno de ellos le ha caído la maldición y todos son leídos y publicados, incluso en otras lenguas.
De esos once, cinco son españoles: José Echegaray (1904), Jacinto Benavente (1922), Juan Ramón Jiménez (1956), Vicente Aleixandre (1977) y Camilo José Cela (1989); dos chilenos: Gabriela Mistral (1945; la única mujer de nuestro dream team) y Pablo Neruda (1971); un guatemalteco: Miguel Ángel Asturias (1967); un colombiano: Gabriel García Márquez (1982); un mexicano: Octavio Paz (1990), y un peruano: Mario Vargas Llosa (2010), que también tiene pasaporte español.
Casi todos están vivos literariamente. No tengo una idea clara de la vigencia literaria de Jacinto Benavente, pero sé que José Echegaray está rotundamente muerto, por los siglos de los siglos. Lo escandaloso no es el silencio y olvido, sino que alguna vez haya sido reconocido. Al parecer, su teatro tuvo éxito en Madrid en el último cuarto del siglo XIX, del que no debió de haber salido.
Echegaray es uno de esos premios nobel justamente olvidados. Sus libros no se editan, sus obras no se representan, pero su nombre está inscrito entre los elegidos de los suecos. Pero don José tenía otros talentos. Como dramaturgo fue el mejor matemático de España de su tiempo, y fue ingeniero y político y ministro de Hacienda y Fomento.
Algunos de sus contemporáneos, como Clarín y Pardo Bazán, que lo consideraban un autor mediocre, no dejaron de mostrar su asombro por el premio sueco; desde entonces era visto como un autor decimonónico de regular talento.
Echegaray es, de los galardonados que han escrito en español, el ejemplo perfecto de esos nobel cuyo éxito literario duró lo que los fuegos de artificio. Uno más entre esa larga lista de cincuenta o sesenta nombres, de buenos y dignos autores, que por extrañas y suecas razones no han permanecido en el canon, en el gusto literario. No todos ellos son desdeñables, por supuesto que no, pero sus obras no pudieron conservar el entusiasmo y admiración de las sucesivas generaciones de lectores, críticos, editores y profesores.
La Academia pronto anunciará al nuevo ganador (que este año distinguirá a dos escritores). Como ya sabemos que el Premio Nobel no otorga ni garantiza la gloria ni la inmortalidad literarias, tal vez la apuesta, aunque a largo plazo, sería, antes que acertar quién ganará el premio, saber si ese nuevo galardonado será una estrella fija en el firmamento de la literatura o una simple estrella fugaz en una fría noche de diciembre en Estocolmo.
9 de octubre de 2019
Los nobel de literatura
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