21 de octubre de 2019

Borges y Reyes

Se conocieron cuando éste era el embajador de México en Argentina, a fines de los años veinte. Si sólo escribo la palabra «Borges», sin sus nombres de pila, no hay equívoco posible; si sólo escribo «Reyes», no estoy seguro de que se reconozca a quien me refiero, con la misma certeza universal.

Borges y Alfonso Reyes cultivaron una amistad intensa, epistolar durante muchos años, hasta la muerte de Reyes, sustentada en la simpatía, en su implacable amor por los libros, y en la mutua admiración.

Borges consideraba a Reyes el mejor estilista de la lengua; Reyes correspondió a la altura, e hizo de su amigo un protagonista de su tertulia, célebre en Buenos Aires y más allá. Borges dice en un poema uno de los más grandes elogios posibles a un contemporáneo (Reyes era diez años mayor) al que consideraba su maestro:

«Reyes, la indescifrable providencia / Que administra lo pródigo y lo parco / Nos dio a los unos el sector o el arco, / Pero a ti la total circunferencia. / Lo dichoso buscabas o lo triste / Que ocultan frontispicios y renombres:/ Como el Dios de Erígena, quisiste / Ser nadie para ser todos los hombres.»

Fama y gloria aparte, vanas y engañosas, díscolas y esquivas, Borges es un autor leído y traducido en todo el mundo, celebrado y comentado; tiene imitadores y continuadores, parodiadores, seguidores y enemigos. Parece que la obra de Reyes, y con ella su nombre, su memoria y su legado, se aproximan al olvido.

La obra de Reyes, lúcida e intensa como pocas, inteligente y erudita como ninguna, se desvanece acaso sin remedio (como las Humanidades y los estudios que cultivó). Reyes es ya un autor de museo, de filólogos, historiadores y gramáticos especializados, y a pesar de que sus obras completas, parte de su correspondencia y diarios están editados y a veces se encuentran en las librerías, casi nada le dicen ni mueven a los lectores de hoy. Reyes no tiene quien le lea.

Acabo de visitar la llamada Capilla Alfonsina, la casa de Reyes en la colonia Condesa en la Ciudad de México, que funciona como museo (aguarda la hora de una intensa y necesaria, más: urgente renovación museográfica, además de la digitalización de los miles de documentos) con un grupo de jóvenes que inician sus estudios de letras. Esa generación nació cuarenta años después de la muerte de Reyes: unos pocos tenían alguna referencia, la mayoría no sabía quién fue Reyes: ninguno lo había leído.

Hugo Hiriart, con perspicacia, se dio cuenta de ese asimétrico contrapunto entre dos escritores, de los dos extremos geográficos americanos de la lengua, que representan dos puntos brillantes y fijos en el cosmos literario de la lengua.

En El arte de perdurar (Almadía) Hiriart busca y explora las razones del auge o éxito borgiano y el declive de Reyes. Dice que Reyes tuvo «maestría» pero no «representatividad», y no logró personalizar su conocimiento y erudición. Borges, en cambio, hizo de Borges su primer personaje e hizo una literatura luminosa y singular.

Aunque su libro ya sea imprescindible para el tema, las razones de Hiriart no acaban de convencerme. No le falta razón, pero no termina de explicar ese abismo en la recepción de las dos obras, a las que apenas les encuentro puntos de comparación.

Creo que son obras muy distintas. Reyes fue un maestro que enseñaba Grecia y retórica, gramática y filología, además de cultivar la poesía y escribir algunos relatos, que no gozan del encanto de los de Borges.

Reyes fue un humanista que cultivó el ensayo duro, el artículo profundo, que nunca interesaron al lector común. Los ensayos más ambiciosos de Borges se leen, lo he visto, como ficciones. El cultivo ejemplar de la lengua es una característica que comparten, sin embargo sus obras han transitado por senderos que se bifurcan. Reyes cultivó como pocos la erudición; Borges, la imaginación.

Existe un tomo con la correspondencia entre Reyes y Borges. Valdría adentrarse para conocer las opiniones y comentarios de sus obras, su acompañarse en sendas aventuras intelectuales a lo largo de poco más de treinta años. Como muestra basta una carta:

En una fechada en Buenos Aires el 14 de marzo de 1957, Borges se dirige a Reyes como «querido maestro y amigo» y le anuncia el envío del «primer número de La Biblioteca, inferior, como todas las obras humanas, a nuestras esperanzas». Luego promete el envío de un ejemplar del «trabajo didáctico sobre Lugones que hice con Bettina Edelberg».

En su correspondencia no faltan los comentarios bibliográficos, las noticias de envío de ejemplares de sus obras y comentarios sobre libros. Si la Biblioteca era el universo, sabían que en el firmamento brillarían con luz propia las estrellas, sus mismos escritos, que ellos sumaban a esa galería infinita.

Al final de la carta aparecen las menciones de amigos y algo personal, un toque de vida: «El País y yo lo extrañamos minuciosamente. Mis ojos no me dejan escribir y tengo que dictar esta carta y borrajear, acaso ilegiblemente, esta firma.»

Y bajo una firma en la que sería muy difícil reconocer las palabras «Jorge Luis Borges», una postdata, una línea, que es toda la carta: «La lectura de su obra es una de mis grandes alegrías.»

Borges sabía, y habrá que decirlo una vez más: el fin es el olvido. Pero, ¿qué pensaría del destino de la obra de su amigo y maestro, al parecer sin redención, condenada e ignorada, como caída en un pozo insondable, esa que era una de sus grandes alegrías?