«La belleza puede
estorbar», ha declarado a un periódico, y uno entonces recuerda que las diosas
siempre se han sabido bellas y que por su vanidad empezó el lío que acabó
cuando ardió Troya. «La belleza puede estorbar», ha dicho, y uno comprende que
la belleza no es inocua, más bien lo contrario, y que a sus devastadores y
múltiples efectos también pueden sucumbir las más hermosas.
Ha dicho, también,
que se tiene el derecho de crecer y cambiar y que sus célebres desfiles por las
más cotizadas pasarelas de Milán y París están contados, pues no desea ser con
los años una modelo jubilada cuando ya no sea escandalosamente bella. Ahora
anhela ser actriz y dedicarse al cine para representar papeles dramáticos.
El
cambio no debería sorprendernos demasiado, tal vez ahora Laëtitia Casta
encuentre su sitio en este mundo. A fin de cuentas, las pantallas de las salas
de cine han sido el verdadero y etéreo Olimpo, morada de las diosas, de nuestro
tiempo.
(Este viejo apunte, sin fecha, apareció en un cuaderno de hace muchos años. Al leerlo lo recordé, y juzgo que su lugar es aquí, en este Cuaderno de Bitácora, en el que se registran sucesos como el que aquí se cuenta.)