24 de diciembre de 2018

Objetos de papá

Encuentro, después de tantos años, como en una exhumación, una caja repleta de objetos de papá. No la he abierto en mucho tiempo, y casi diría que la había olvidado, pero no es así o no del todo: sabía que estaba ahí, que sigue ahí después de casi veinte años.

De pronto, en una condensación del tiempo y los recuerdos, vuelven relojes viejos, descompuestos o inservibles; mancuernillas; encendedores caros, una cigarrera de oro, un sello de goma con su firma; un rastrillo de afeitar de metal de un modelo que desapareció del mercado hace decenios; unas frágiles gafas de leer en un estuche de piel muy gastado, algunas monedas conmemorativas; una pipa mordida, muy usada; pequeños ceniceros con la imagen de sitios célebres, la basílica de San Pedro o las cataratas del Niágara. Un par de plumas de Hawái con una bailarina que sube y baja en el cuerpo de la pluma al girarla de arriba abajo, y souvenirs que compran los turistas.

Lo más interesante es una notable colección de cerca de cien cajitas de cerillos de hoteles y restaurantes de varias partes del mundo. Muchas no tienen gracias ni mérito, salvo el estímulo a la imaginación por las distancias en la geografía y el tiempo que ha pasado. Las piezas japonesas son la corona de la colección: pequeñas obras maestras del origami, objetos admirables del refinamiento japonés en el arte de hacer miniaturas de papel con grabados y dibujos muy hermosos. Objetos notables, dignos de guardarse y exhibirse, que no son en modo alguno una caja ordinario de cerillos, útil y desechable.

No hice un inventario ni llegué al fondo de la caja, no es necesario. Esos objetos han estado guardados casi veinte años y ahí seguirán, en un rincón, hasta el día en que vuelva a tropezar con ellos y se agiten de nuevo como si emergieran de aguas profundas los recuerdos. ¿Qué puedo hacer con esos objetos, salvo guardarlos en su caja y conservarlos en su rincón?

Los libros que me interesaban se incorporaron a mis estanterías hace años, y en dos cajones guardó un par de álbumes con fotografías, una carpeta con papeles, otras con notas de periódicos sobre el 10 de junio de 1971. En mis paredes pueden verse algunos de sus cuadros que pareciera que ganan dignidad y calidad conforme pasan los años.

No tengo conflicto con todos esos objetos, que me acompañan en silencio, si no los toco, si no me acerco a ellos. Aunque sé que tarde o temprano tendré que hacer algo con esas dos o tres decenas e casetes que no acaban de encontrar un lugar en la casa, tal vez porque me digo que aún puedo escucharlos, pero no lo hago (conservo, claro, un aparato reproductor, una grabadora de él de los años setenta).

Me dicen que tendría que ponerlos en una bolsa y llevarlos a un museo, a un depósito de objetos de tecnología obsoleta o simplemente depositarlos sin violencia en un basurero. Me dicen que no lo hago por apego, y percibo una conotación negativa. No sé si es respeto, nostalgia, una herencia o posesión inútil, manía o algo en verdad mórbido, no lo sé. Puede ser apego, pero es cierto que me digo, y tal vez me engaño, que un día me sentaré a escucharlos.


Los objetos tienen cualidades extrañas, como una vida secreta. Basta mirarlos y examinarlos, tocarlos, para que nos remitan a personas, situaciones y momentos que no sabíamos que volverían de la memoria a recordarnos palabras, situaciones que dimos irremediablemente por perdidas. A veces los atesoramos aunque no tengan ningún valor, y perder un cabo de lápiz que nos ha acompañado durante un largo tiempo en la escritura, puede ser tan descorazonador como perder un anillo o un reloj de oro.

Los objetos nos dan satisfacciones más plenas de lo que solemos pensar o admitir, y su pérdida puede sumirnos en el desasosiego, tal vez por ello, más que por su utilidad o su valor, existen las oficinas de objetos perdidos, que deberían instalarse en todas partes, aunque para que funcionen hace falta en la sociedad una rectitud cívica de la que con frecuencia carecemos, lo que implica otra pérdida.

En los objetos yacen ocultos mensajes secretos, beneficios secretos más allá de su utilidad. William Carlos Williams decía que «no hay ideas sino en las cosas», y podría añadirse que en los objetos, inertes, fríos, duros, también se guardan emociones y recuerdos.

Elizabeth Bishop escribió «Un arte», un poema célebre con toda justicia que habla del arte de perder objetos, casas, cosas, el ser amado: «El arte de perder se domina fácilmente; tantas cosas parecen decididas a extraviarse que su pérdida no es ningún desastre.»

Vamos por la vida acumulando objetos, y también vamos perdiéndolos uno a uno. Tal vez perder objetos sea también un arte. Algo tendré que hacer con aquellos viejos casetes.

21 de diciembre de 2018

El rechazo a John Kennedy Toole

Podría escribirse la historia universal de los libros rechazados. Sería una historia monótona e interminable. Mucho menos interesante que narrar las excepciones, como propuso Alfred Jarry; la dificultad consistiría en encontrar autores a los que un editor no les haya rechazado al menos un libro.

No son pocos los testimonios y documentos que revelan el rechazo de libros considerados obras maestras de autores célebres. Ese menosprecio es parte de la leyenda del libro y del autor y un formidable estímulo para autores inéditos. «Si rechazaron a Proust, Joyce y Rowling... el secreto es perseverar y encontrar el editor correcto para mi libro», podrían decir los autores jóvenes.

En algunos países, los editores no sólo se toman la molestia de leer los originales que rechazan, sino que escriben cartas, a veces impecables y rotundas, en las que explican las razones de su respuesta negativa. Las cartas que Italo Calvino envió a los autores como editor de Einaudi han sido reunidas en un volumen, Los libros de los otros (Siruela), y deben leerse como un fascinante ejercicio de crítica literaria; otros editores han publicado también colecciones de cartas y han contado en ellas y en libros de memorias las a veces complejas relaciones que tenían con los autores que publicaban y rechazaban.

(Un escritor que se sentía favorito del infortunio decía que no se cansaría de enviar sus manuscritos una y otra vez a todas las editoriales del mundo, y que lo hacía sin amargura y sin esperanza porque ya sabía que una vez más su obra sería rechazada, pero llegaría el día en que un editor sabría valorarlo, entonces recibiría una carta de aceptación, un contrato, un cheque con un adelanto de sus regalías de derechos de autor, entonces todo esa larga espera habrá valido la pena.)

El improbable autor de esa imposible historia universal de los libros rechazados deberá prestar particular atención al caso del malogrado John Kennedy Toole (1937-1969). Su historia es muy conocida, tanto, que es probable que sea el autor y víctima más celebre de nuestros días del rotundo rechazo de un editor.

No deja de ser una pena que John Kennedy Toole sea tan conocido por el suicidio al que lo llevó la decepción de no ver publicada su novela, A Confederacy of Dunces (La conjura de los necios; Anagrama), como por los méritos de su obra, a la que él mismo consideraba, con buen juicio, una obra maestra. El rechazo del editor en el que confiaba fue un golpe devastador.

John Kennedy Toole eligió un editor de muy altos vuelos para su novela. Robert Adam Gottlieb fue editor en jefe de Simon & Schuster, Alfred A. Knopf y The New Yorker, y publicó libros de autores célebres y algún premio Nobel.

El editing del mundo anglosajón no tiene equivalente en la industria del libro en español. Los editores ingleses y sobre todo estadounidenses pueden ser decisivos para llegar a la versión final de un libro, y en algunos casos pueden ser casi coautores. (El caso de Raymond Carver con su editor Gordon Lish es tan complicado y turbio que podría novelarse; y el cine en Genius [El editor de libros o Pasión por las letras], de Michael Grandage, sobre el mítico Max Perkins, se ha asomado a las intensa relación entre un editor y sus autores.)

Gottlieb, entonces en Simon & Schuster, leyó A Confederacy of Dunces y le escribió a John Kennedy Toole no una carta de aceptación, sino una invitación a que lo visitara. Fue el inicio de una pesadilla, de un gran malentendido, de una desafortunada cadena de sucesos que a lo largo de dos años aniquilaron el entendimiento, la posible publicación de la novela y, al final, la vida del escritor.

El editor creía que el libro no se vendería, que Ignatius J. Reilly, el inolvidable protagonista de la novela, no era tan buen personaje, que había errores de origen y hacía sugerencias y exigía cambios. John Kennedy Toole creía en su editor, pero creía más en su literatura. No haría la novela que Gottlieb quería aunque no se publicara. El precio por pagar fue una depresión de la que no supo librarse, de la que no pudo sobrevivir.

Thelma Toole, la madre, encontró el manuscrito de A Confederacy of Dunces, culpó a Gottlieb de la muerte de su hijo y emprendió su cruzada por publicar la novela. Tras años de rechazos y rechazos en una y otra y otra y otra editorial, el escritor Walker Percy, escribió un prólogo y consiguió que la novela se publicara.

A Confederacy of Dunces apareció por fin en 1980, once años después de la muerte de su autor. El éxito fue inmediato (muy pronto empezó a correr su leyenda negra), ganó un premio Pulitzer póstumo y hasta se publicó de pilón The Neon Bible (La biblia de neón; Anagrama) una primera novela de aprendizaje, que el propio John Kennedy Toole consideraba impublicable. (El mercado es insaciable y no perdona, había que aprovechar el momento.)

Algunos errores son fatales. La decepción de John Kennedy Toole ante el rechazo de Gottlieb le costó la vida; a éste aún lo persigue aquel rechazo editorial, y no estaría mal que fuera recordado como el editor que no publicó A Confederacy of Dunces. Ahora, casi nonagenario, en una entrevista se ve obligado a volver sobre el tema. Su posición no ha cambiado. Dice:

«No me arrepiento. Volví a leer el libro y llegué a la misma conclusión. Reconocí la enorme cantidad de talento y el mismo montón de fallos terribles que la primera vez. Cuando el chico se quitó la vida, la madre me echó la culpa. Supongo que no se lo puedes tener en cuenta, pero la chaladura de ella contribuyó al trágico desenlace.»

La última oración de esta cita de Gottlieb merecería una explicación. La «chaladura» de la madre no fue la causa del «desenlace trágico». A veces publicar un libro no es un asunto de calidad, sino de oportunidad, capricho, azar o relaciones públicas. Un capítulo de aquella imposible historia de los libros rechazados podría estar dedicado a las metidas de pata monumentales, y a los testimonios de los editores arrepentidos que han confesado sus errores, como André Gide que no cesó de lamentar haber rechazado el primer tomo de En busca del tiempo perdido de Proust.

John Kennedy Toole creyó con fe ciega en el editor equivocado. Hoy su novela no cesa de ser editada y ya podríamos considerarla un clásico contemporáneo. Está presente en la memoria de sus miles y miles de lectores, en las librerías, en las bibliotecas, en las aulas y en los cubículos de los profesores, y también en las calles. Ignatius J. Reilly, el personaje inolvidable, gordo, renacentista, idealista y chiflado, es una figura central del Mardi Gras, el carnaval de Nueva Orleans, la ciudad de John Kennedy Toole, y goza de una celebridad creciente, al punto que, como a Don Quijote, ya le han levantado una estatua.

4 de diciembre de 2018

La taza y el gis

Es una taza blanca por dentro y negra por fuera. Pareciera una taza ordinaria para beber café, sobria en su diseño, sin nada en particular salvo por un atributo secreto: en su superficie es posible escribir con un gis.

No la usamos para beber, sino para escribir recados, pequeños mensajes urgentes o necesarios, a veces juguetones, que solemos adornar con un pequeño dibujo sin pretensiones. No es fácil escribir con un gis en una superficie pulida y cilíndrica. A veces el gis resbala sin dejar trazo, entonces es necesario desgastarlo como si lo afiláramos, girar un poco la punta o intentarlo por el otro extremo.

Yo debería ser más hábil en el manejo del gis, era el instrumento para escribir en los pizarrones escolares de mi infancia. Ahora están casi en desuso, pero me alegra que todavía en algunas papelerías vendan gises, y como sospecho que pronto desaparecerán del todo, con infantil alegría compré una caja entera de gises blancos para escribir en la taza de los recados, que aguarda muy seria en la mesa de la cocina.

Supongo que los gises de colores no servirían para dibujar en la taza de los recados, tampoco para resaltar la importancia del recado con una advertencia con letras grandes de otro color: ¡Muy importante! Pero me gustaría intentar dibujos en otras superficies. Bueno, hacer garabatos porque nunca aprendí a dibujar.

El gis, esa «arcilla terrosa blanca que se usa para escribir en los encerados [o pizarras]» como lo define el Diccionario, encierra un misterio filológico asombroso. La palabra gis es latina, y significa yeso. Es claro que cruzó el océano Atlántico y en México encontró su hogar. No se usa en muchos otros países americanos y mucho menos en España.

En justa correspondencia, en un admirable intercambio cultural, la palabra náhuatl tiza (tizatl: tierra blanca; barniz blanco) hizo el viaje por el Atlántico en sentido contrario y se asentó en España. Hoy en México nadie llama tiza al gis; en España nadie llama gis a la tiza, aunque sean uno y el mismo objeto.

Existe en el Diccionario otro palabra, un sinónimo de gis y tiza: clarión «barra de yeso mate y greda [...]  que se usa para escribir en los encerados o pizarras de las aulas», pero sospecho que se usa poco o nada, tal vez se le desprecia por extranjera, por francesa.

Me gusta tomar el gis y escribir en la taza: «Es para ti», «No olvides pedir el recibo», «Mañana es el día», «Que te vaya bien», «¿Quién se acabó la crema de cacahuate?» «Te quiero». Los recados en la taza también son un juego, uno que parece de otro tiempo, que no sería posible sin la memoria y la nostalgia para  escribir palabras con letras feas e irregulares.

La taza de los recados también sirve para lanzar un reto y trazar las líneas y la primera X para jugar una lenta sesión de gato. Tal vez lo mejor de todo sea que, al final, casi siempre, uno termina con una sonrisa y polvo del gis en las manos.

3 de diciembre de 2018

Sólo, solo

Las autoridades de la lengua pretenden eliminar una tilde porque no reconocen que sólo y solo son dos palabras distintas, que cumplen distintas funciones.

Sólo Con acento (tilde: ´), en el Diccionario de la lengua española (DLE), [1] es un adverbio que significa «solamente», «únicamente».


Solo Sin tilde es un adjetivo. En el DLE tiene nueve acepciones y significa: «único en su especie», «que está sin otra cosa o se mira separado de ella», «dicho de una persona: sin compañía», «que no tiene quien le ampare, socorra o consuele en sus necesidades o aflicciones», etcétera.

El Diccionario panhispánico de dudas [2] ofrece una explicación más amplia:

«La palabra solo puede ser un adjetivo: No me gusta el café solo; Vive él solo en esa gran mansión; o un adverbio: Solo nos llovió dos días; Contesta solo sí o no. Se trata de una palabra llana terminada en vocal, por lo que, según las reglas generales de acentuación […] no debe llevar tilde. Ahora bien, cuando esta palabra pueda interpretarse en un mismo enunciado como adverbio o como adjetivo, se utilizará obligatoriamente la tilde en el uso adverbial para evitar ambigüedades: Estaré solo un mes (al no llevar tilde, solo se interpreta como adjetivo: ‘en soledad, sin compañía’); Estaré sólo un mes (al llevar tilde, sólo se interpreta como adverbio: ‘solamente, únicamente’); también puede deshacerse la ambigüedad sustituyendo el adverbio solo por los sinónimos solamente o únicamente.» 

El DLE también acepta la tilde: «Cuando hay riesgo de ambigüedad con el adjetivo solo, puede escribirse sólo». 

La Ortografía de la lengua española (OLE) —las tres fuentes son obras de la Real Academia Española (RAE) y la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE)— dice que «se podrá prescindir de la tilde [...] incluso en el caso de doble interpretación». 

La OLE [3] y la página electrónica de la Real Academia Española, en Consultas lingüísticas y Preguntas frecuentes, coinciden casi textualmente en su comentario. Dice en ésta:

«La palabra solo, tanto cuando es adverbio y equivale a solamente (Solo llevaba un par de monedas en el bolsillo) como cuando es adjetivo (No me gusta estar solo), […] no deben llevar tilde según las reglas generales de acentuación, bien por tratarse de palabras bisílabas llanas terminadas en vocal o en –s

»Aun así, las reglas ortográficas anteriores prescribían el uso de tilde diacrítica en el adverbio solo […] para distinguirlo del adjetivo solo […], cuando en un mismo enunciado eran posibles ambas interpretaciones y podían producirse casos de ambigüedad, como en los ejemplos siguientes: Trabaja sólo los domingos [= ‘trabaja solamente los domingos’], para evitar su confusión con Trabaja solo los domingos [= ‘trabaja sin compañía los domingos’].

»Sin embargo, ese empleo tradicional de la tilde en el adverbio solo […] no cumple el requisito fundamental que justifica el uso de la tilde diacrítica, que es el de oponer palabras tónicas o acentuadas a palabras átonas o inacentuadas formalmente idénticas, ya que tanto solo […] es siempre una palabra tónica en cualquiera de sus funciones. Por eso, a partir de ahora se podrá prescindir de la tilde en estas formas incluso en casos de ambigüedad. La recomendación general es, pues, la de no tildar nunca estas palabras».[4] 

Existe una confusión y un malentendido. La RAE y la ASALE no son consistentes en sus documentos normativos. Tal vez porque hay una indecisión justificada, como si no lograran un consenso con razones claras e inobjetablemente convincentes. Decir que «no cumple el requisito fundamental que justifica el uso de la tilde diacrítica, que es el de oponer palabras tónicas o acentuadas a palabras átonas o inacentuadas formalmente idénticas, ya que tanto solo […] es siempre una palabra tónica en cualquiera de sus funciones» es casi una tomadura de pelo.

Sólo y solo son palabras tónicas, nadie propone mover el acento de sílaba. Con ese criterio, y si se pretende simplificar la lengua, tendrían que desaparecer las tildes diacríticas de los monosílabos (no cambia el acento de lugar) del pronombre él (él es su hermano), y del adverbio y del pronombre (volvió en , al fin dijo ), del pronombre ( fuiste seleccionada), del adjetivo posesivo (esa es tu decisión), etcétera. Lo mismo sucede con los pronombres demostrativos (este, ese, aquel): pretenden eliminar la tilde que distingue a éste de este, etcétera.

El malentendido consiste en que los promotores de esta mutilación no distinguen que sólo y solo son dos palabras homógrafas pero distintas, que cumplen funciones distintas en la oración y en la lengua. Esta explicación no es convincente:

«Las posibles ambigüedades pueden resolverse casi siempre por el propio contexto comunicativo (lingüístico o extralingüístico), en función del cual solo suele ser admisible una de las dos opciones interpretativas. Los casos reales en los que se produce una ambigüedad que el contexto comunicativo no es capaz de despejar son raros y rebuscados, y siempre pueden evitarse por otros medios, como el empleo de sinónimos (solamente o únicamente, en el caso del adverbio solo), una puntuación adecuada, la inclusión de algún elemento que impida el doble sentido o un cambio en el orden de palabras que fuerce una única interpretación.»[5]

De hecho, la eliminación de la tilde genera ambigüedades, confusión, debate y conflicto. Pedir «la inclusión de algún elemento que impida el doble sentido o un cambio en el orden de palabras que fuerce una única interpretación» no es digno de lingüistas y académicos, no son soluciones firmes, académicas, gramaticales convincentes, y todo ¡sólo por eliminar una tilde!

Han pasado tal vez ocho años desde la supresión y muchos autores (Arturo Pérez Reverte, escritor y miembro de la RAE ha dado la batalla públicamente por la tilde) siguen tildando el adverbio sólo, y el punto se discute en las redacciones, en foros, en redes sociales. ¿Por qué les pesa tanto una tilde necesaria?  

A Darío Villanueva, director de la RAE y presidente de la ASALE hizo declaraciones en una entrevista que concluyen con otra ambigüedad: «... no consideramos necesario el uso de la tilde ya que los lingüistas dicen que, por ejemplo, en el caso de “solo”, el contexto de la frase permite ver si se trata de un adverbio o de un adjetivo. La Academia no prohíbe el uso de la tilde, sino que dice que no es necesaria [...] hay una polarización: la mayoría de los escritores está a favor del acento y, sin embargo, los lingüistas dicen que no es necesario.»[6]

—¿O sea que se puede acentuar o se puede no acentuar? —le preguntó la periodista.

Villanueva respondió:

«Sí, aunque hay una polarización: la mayoría de los escritores está a favor del acento y, sin embargo, los lingüistas dicen que no es necesario. Estamos empezando a preparar la segunda edición de la ortografía y ahí vamos a procurar ser todavía más claros para que se entienda cuál es la posición. De todas formas, creo que es una tempestad en un vaso de agua.»

No es una tempestad en un vaso de agua, es otra cosa. Los documentos normativos eliminan la tilde sin convencer, y el director de la RAE dice que «la Academia no prohíbe el uso de la tilde»...

No creo que estas actualizaciones forzadas le hagan un favor a la lengua; y aún menos a la RAE y la ASALE, tan rezagadas en otras actualizaciones, en sus pifias y carencias, y tan permisivas y ocurrentes que pareciera han renunciado a su carácter normativo, a las razones lingüísticas y el rigor.

Apelo al uso y la costumbre, al signo que distingue, a la razón y la gramática. Es de sabios cambiar de opinión y respetar las tildes. Aunque lo dijera sólo yo. Pero no estoy solo.