Podría escribirse la historia universal de los libros rechazados. Sería una historia monótona e interminable. Mucho menos interesante que narrar las excepciones, como propuso Alfred Jarry; la dificultad consistiría en encontrar autores a los que un editor no les haya rechazado al menos un libro.
No son pocos los testimonios y documentos que revelan el rechazo de libros considerados obras maestras de autores célebres. Ese menosprecio es parte de la leyenda del libro y del autor y un formidable estímulo para autores inéditos. «Si rechazaron a Proust, Joyce y Rowling... el secreto es perseverar y encontrar el editor correcto para mi libro», podrían decir los autores jóvenes.
En algunos países, los editores no sólo se toman la molestia de leer los originales que rechazan, sino que escriben cartas, a veces impecables y rotundas, en las que explican las razones de su respuesta negativa. Las cartas que Italo Calvino envió a los autores como editor de Einaudi han sido reunidas en un volumen, Los libros de los otros (Siruela), y deben leerse como un fascinante ejercicio de crítica literaria; otros editores han publicado también colecciones de cartas y han contado en ellas y en libros de memorias las a veces complejas relaciones que tenían con los autores que publicaban y rechazaban.
(Un escritor que se sentía favorito del infortunio decía que no se cansaría de enviar sus manuscritos una y otra vez a todas las editoriales del mundo, y que lo hacía sin amargura y sin esperanza porque ya sabía que una vez más su obra sería rechazada, pero llegaría el día en que un editor sabría valorarlo, entonces recibiría una carta de aceptación, un contrato, un cheque con un adelanto de sus regalías de derechos de autor, entonces todo esa larga espera habrá valido la pena.)
El improbable autor de esa imposible historia universal de los libros rechazados deberá prestar particular atención al caso del malogrado John Kennedy Toole (1937-1969). Su historia es muy conocida, tanto, que es probable que sea el autor y víctima más celebre de nuestros días del rotundo rechazo de un editor.
No deja de ser una pena que John Kennedy Toole sea tan conocido por el suicidio al que lo llevó la decepción de no ver publicada su novela, A Confederacy of Dunces (La conjura de los necios; Anagrama), como por los méritos de su obra, a la que él mismo consideraba, con buen juicio, una obra maestra. El rechazo del editor en el que confiaba fue un golpe devastador.
John Kennedy Toole eligió un editor de muy altos vuelos para su novela. Robert Adam Gottlieb fue editor en jefe de Simon & Schuster, Alfred A. Knopf y The New Yorker, y publicó libros de autores célebres y algún premio Nobel.
El editing del mundo anglosajón no tiene equivalente en la industria del libro en español. Los editores ingleses y sobre todo estadounidenses pueden ser decisivos para llegar a la versión final de un libro, y en algunos casos pueden ser casi coautores. (El caso de Raymond Carver con su editor Gordon Lish es tan complicado y turbio que podría novelarse; y el cine en Genius [El editor de libros o Pasión por las letras], de Michael Grandage, sobre el mítico Max Perkins, se ha asomado a las intensa relación entre un editor y sus autores.)
Gottlieb, entonces en Simon & Schuster, leyó A Confederacy of Dunces y le escribió a John Kennedy Toole no una carta de aceptación, sino una invitación a que lo visitara. Fue el inicio de una pesadilla, de un gran malentendido, de una desafortunada cadena de sucesos que a lo largo de dos años aniquilaron el entendimiento, la posible publicación de la novela y, al final, la vida del escritor.
El editor creía que el libro no se vendería, que Ignatius J. Reilly, el inolvidable protagonista de la novela, no era tan buen personaje, que había errores de origen y hacía sugerencias y exigía cambios. John Kennedy Toole creía en su editor, pero creía más en su literatura. No haría la novela que Gottlieb quería aunque no se publicara. El precio por pagar fue una depresión de la que no supo librarse, de la que no pudo sobrevivir.
Thelma Toole, la madre, encontró el manuscrito de A Confederacy of Dunces, culpó a Gottlieb de la muerte de su hijo y emprendió su cruzada por publicar la novela. Tras años de rechazos y rechazos en una y otra y otra y otra editorial, el escritor Walker Percy, escribió un prólogo y consiguió que la novela se publicara.
A Confederacy of Dunces apareció por fin en 1980, once años después de la muerte de su autor. El éxito fue inmediato (muy pronto empezó a correr su leyenda negra), ganó un premio Pulitzer póstumo y hasta se publicó de pilón The Neon Bible (La biblia de neón; Anagrama) una primera novela de aprendizaje, que el propio John Kennedy Toole consideraba impublicable. (El mercado es insaciable y no perdona, había que aprovechar el momento.)
Algunos errores son fatales. La decepción de John Kennedy Toole ante el rechazo de Gottlieb le costó la vida; a éste aún lo persigue aquel rechazo editorial, y no estaría mal que fuera recordado como el editor que no publicó A Confederacy of Dunces. Ahora, casi nonagenario, en una entrevista se ve obligado a volver sobre el tema. Su posición no ha cambiado. Dice:
«No me arrepiento. Volví a leer el libro y llegué a la misma conclusión. Reconocí la enorme cantidad de talento y el mismo montón de fallos terribles que la primera vez. Cuando el chico se quitó la vida, la madre me echó la culpa. Supongo que no se lo puedes tener en cuenta, pero la chaladura de ella contribuyó al trágico desenlace.»
La última oración de esta cita de Gottlieb merecería una explicación. La «chaladura» de la madre no fue la causa del «desenlace trágico». A veces publicar un libro no es un asunto de calidad, sino de oportunidad, capricho, azar o relaciones públicas. Un capítulo de aquella imposible historia de los libros rechazados podría estar dedicado a las metidas de pata monumentales, y a los testimonios de los editores arrepentidos que han confesado sus errores, como André Gide que no cesó de lamentar haber rechazado el primer tomo de En busca del tiempo perdido de Proust.
John Kennedy Toole creyó con fe ciega en el editor equivocado. Hoy su novela no cesa de ser editada y ya podríamos considerarla un clásico contemporáneo. Está presente en la memoria de sus miles y miles de lectores, en las librerías, en las bibliotecas, en las aulas y en los cubículos de los profesores, y también en las calles. Ignatius J. Reilly, el personaje inolvidable, gordo, renacentista, idealista y chiflado, es una figura central del Mardi Gras, el carnaval de Nueva Orleans, la ciudad de John Kennedy Toole, y goza de una celebridad creciente, al punto que, como a Don Quijote, ya le han levantado una estatua.