28 de octubre de 2010

Beatus ille y la poesía de Miguel Hernández

Muy temprano, mientras hacía fila en un café para pedir el primer exprés del día, escuché que alguien detrás de mí declamaba: Besarse, mujer, / al sol, es besarnos / en toda la vida. / Asciende los labios, / eléctricamente / vibrantes de rayos... Me volví y vi a un hombre muy joven, con la cara estragada, lo sé, por el amor, la poesía, el desvelo.

En el café había casi una penumbra, casi un silencio. Los clientes pedían discretamente capuchinos y americanos, los empleados los servían, pero nadie dijo ni hizo nada más. Del fondo de la fila aquel hombre, herido de un zarpazo poético, desgranaba: Boca que arrastra mi boca, / boca que me has arrastrado: / boca que vienes de lejos / a iluminarme de rayos.

Me volví abiertamente con rotunda simpatía. Aquel hombre me vio, y entendió que yo entendía. Hermanos fugaces en Miguel Hernández, lo acompañé, contagiado de pronto: Alba que das a mis noches / un resplandor rojo y blanco. / Boca poblada de bocas: / pájaro lleno de pájaros.

Nadie más en el café dijo ni hizo nada. Aquello me pareció un escándalo. De pie, bebí mi exprés de dos sorbos. Lo trascendente seguía implacable: He de volver a besarte, / he de volver... Lo seguí hasta el final: Boca que desenterraste / el amanecer más claro / con tu lengua. Tres palabras, / tres fuegos has heredado: / vida, muerte, amor. Ahí quedan / escritos sobre tus labios.

Me acordé de un adolescente que quiso ser poeta y se aprendió para siempre, deslumbrado, muchos poemas de Miguel Hernández. A pesar de los años, por un apego inútil, creo que aún conservo una carpeta con papeles impresentables de aquel tiempo.

El que estaba frente a mí en el café, lo sé, era un hombre en estado de gracia, luminoso. Dichoso él: Beatus ille, pensé. Que nada lo perturbe, me dije, que nada ni nadie lo trastorne. En el café, lo sé, pronto sería un loco, un raro, un apestado.

Salí a la calle para ir a la oficina, la cruda luz de la mañana era más densa, el aire más pesado, los ruidos opacos; el mundo era distinto, parecía irreal, desdibujado.

25 de octubre de 2010

Elizabeth Smart lloró en Grand Central Station

A veces la vida de un escritor, la leyenda del origen de una obra, gana fama, se extiende y acaba por imponerse y suplantar al libro al que se debe. Yo conocí algunos aspectos de la biografía de Elizabeth Smart antes que su novela. Para ella, ahora lo sé, su vida y su obra fueron dos expresiones de un mismo impulso, de una misma actitud, de la misma manera de estar, de ser.

Elizabeth Smart vivió como escribió y escribió como vivió, por ello es una autora esencial y vital como pocas: entre vivir y escribir no hizo diferencias. Un día, muy joven, leyó unos poemas de George Barker y decidió, antes de conocerlo, que ese hombre sería el amor de su vida. Lo fue, y el padre de sus hijos, aunque él estuviera casado.

La historia de Elizabeth Smart y George Barker fue cualquier cosa menos un cuento de hadas. El amor y el desamor, los tiempos y destiempos, los celos, el alcohol y el egoísmo tejieron las tramas de sus amores clandestinos, de esas vidas, a su modo, unidas para siempre. Luego, la intromisión de la familia, la policía, la pobreza, la moral pública, la distancia, fueron el complemento perfecto de la leyenda.

En Grand Central Station me senté y lloré (By Grand Central Station I Sat Down and Wept) es la novela, si es que es una, que ha trascendido a esos amores. Pero que nadie piense en una novela rosa ni una historia de amor domesticado. En realidad es un libro sobre la pasión sin límites, rabiosamente inteligente y sensible de cuya lectura uno sale devastado, con la conciencia perdida y el alma maltrecha. Así me ha sucedido, pero conservé la lucidez necesaria para apenas decirme: “Sí, esto es una pequeña obra maestra, aturdimiento y vino para los enamorados”.

En estas páginas se levanta una flor perfecta de cierta literatura en estado puro cuya intensidad no podría ser mayor, que no podría contener más poesía (ni más referencias ocultas), ni más dolor y acaso, si es posible, más amor. Amor (con alta inicial) atraviesa esta historia, pero el amor también es sufrimiento.

Después de cerrar el libro, muchas horas después de su lectura, en mi ánimo sigue intacto el asombro y tengo la sospecha de que me ha sido dado gozar (y sufrir) de algo extraordinario, ser testigo y vivir un prodigio literario y amoroso que se extiende más allá de la leyenda y la última página.

19 de octubre de 2010

Dos cuadros, una huella, la mirada a lo perfecto femenino

I
En un cuadro de Paul Laurenzi, cuyo título desconozco pero bien podría llamarse Muchacha con las piernas recogidas o Muchacha abrazándose las piernas, encuentro de pronto, una vez más, el doble misterio de la belleza, dos de sus implacables revelaciones. Primero, la del cuadro, luego, la contenida en la representación de la belleza femenina. En esa obra hecha de trazos, líneas, puntos, colores, contornos, sombras, el artista dibujó una vez más, intacto y a la vez distinto el encanto tantas veces vislumbrado.

En la figura está todo, lo que se muestra y lo sugerido. Está el artista, la obra y la figura de la muchacha. También la historia de la pintura y el eterno femenino, el asombro, la sonrisa del alma. En el ojo del artista está el misterio, la secreta geometría, las formas de esa muchacha que se abraza las piernas y en la que podría reconocerse alguna mujer. Ahí está, en esa chica que mira de frente y cuya falda descubre sus muslos, en el fulgor del cuadro, revelado como el ser, una presencia, el erotismo, la feminidad. Sólo faltaba el espectador para cerrar el círculo.

¿Estaba ya también ahí su mirada, el milagro revelado de un instante perfecto de lo femenino y del arte fundidos en el golpe de una mirada entre dos aletazos, dos instantes señalados por el asombro de los párpados?


II
E
n el retrato de Bianca Sforza, hija de Ludovico Sforza, duque de Milán, y de su amante Bernardina de Corradis, conocido como Joven de perfil con vestido del Renacimiento, vuelvo a encontrar intacto el misterio. Se imponen la seriedad, el recato, el pudor solemne de una mujer con peinado alto, de perfil, que está siendo dibujada quizá a su pesar, posando de perfil, indiferente al artista, a la mirada omnipotente de un dibujante prodigioso que reveló el secreto de su rostro, su peinado, su cuello.

Ahí está su presencia, y con un poco de esfuerzo y paciencia podría imaginar su vida en alguna ciudad italiana, durante el Renacimiento. El artista encontró la encrucijada, el ángulo único perfecto, el punto exacto en que convergen en un instante la mirada del artista y el alma de Bianca Sforza. Una vez más, el milagro del misterio artístico de lo femenino se ha consumado y revive en un instante en la mirada del espectador.

Pero en este cuadro que se creía obra de un artista alemán de hace dos siglos, han descubierto una huella dactilar y la investigación, la imaginación y la literatura sugieren que es de Leonardo da Vinci, según la revista Antiques Trade Gazette. Las pruebas con carbono, los análisis con rayos infrarrojos, la técnica del gran Leonardo pero sobre todo la huella, captada por una cámara multiespectral confirman esa conclusión.

La huella dactilar corresponde a la punta del dedo índice o corazón y es “muy comparable” a la encontrada en otro cuadro de Da Vinci. Sería la primera o la única obra en pergamino, aunque sabemos que conoció esa técnica. Profesores eméritos, sabios y científicos darán algún día su veredicto.

Por supuesto, su costo pasaría de 12,800 a más de cien millones de euros. Me gusta pensar que aparece un nuevo cuadro de Leonardo da Vinci, pero su autoría confirmada por al ciencia cambiaría el rostro revelado, la verdad de Bianca Sforza, porque el cuadro sería mucho más caro, pero no podría cambiar la mirada, no podría ser más bello.

Yo, que no sé dibujar, miro el cuadro de Laurenzi y el de Da Vinci. Sus diferencias son obvias, pero en ambos imagino sus miradas, la ejecución poderosa, el virtuosismo del artista empeñado en transformar un lienzo en la imagen inolvidable de una mujer de perfil, de una muchacha abrazándose las piernas.

14 de octubre de 2010

Un libro y sus efímeros pájaros de papel

En la última escena de The Ghost Writer (El escritor fantasma), película del poco honorable Roman Polanski, basada en la novela The Ghost de Robert Harris, el destino del protagonista se adivina trágico en el vuelo infame de las cuartillas de un libro que huyen por la calle animadas por el viento. No es la primera vez que el cine retrata las hojas blancas, sueltas, en pleno vuelo, que se disgregan en el aire para dejar de ser un libro por ese orden gregario, esa unidad que les da sentido.

Wonder Boys (absurdamente: Loco fin de semana), de Curtis Hanson, basada en la novela del mismo nombre de Michael Chabon, también retrata ese vuelo fatal de la novela del profesor Grady Tripp. Las hojas de una novela se pierden en el aire con un gesto doloroso y una dignidad que no siempre alcanzan los libros impresos.

Deshojado, desmembrado de su forma original, no puedo imaginarme un final más triste y miserable para un libro. Pero la imagen del vuelo de las hojas que se pierden para siempre, arrastradas por el viento, lejos, en la calle, o al fondo del lago tiene una belleza sobrecogedora. Esos folios blanquísimos han dejado de ser un libro, un rimero de papel escrito para convertirse en una parvada en vuelo, pájaros efímeros y absurdos, perturbadoramente bellos, cargados de palabras, en dispersión hacia la lluvia, la nada, el olvido o el silencio.

Oleanna

En esa pieza de David Mamet, Oleanna, no hay respiro ni tregua, no hay silencios ni resquicio por el que pueda escapar la mirada. No hay certezas ni verdades absolutas. Tampoco hay solución. En el escenario, John, el profesor universitario, y Carol, su alumna, con una riqueza de matices y guiños de inteligencia, se hacen la guerra verbal. Crónica del enfrentamiento puro entre dos puntos de vista, los contrarios, los opuestos, las jerarquías, lo masculino y lo femenino.

Oleanna, expresión logradísima, en un discurso aniquilante, del desencuentro esencial, en el que sucede en dos planos lo que cada quien quiera ver, en el malentendido de los antagonistas. El punto de vista es una mixtura extraña de verdades subjetivas, mentiras y medias verdades. La psicología, huérfana de la ciencia y cenicienta de las humanidades, no acaba de explicar lo que sucede en el conflicto y la lucha de poder, en las suposiciones, en el juego sucio de los egos y las dobles intenciones.

Oleanna es una palabra muy bella y el nombre de una canción popular, pero podría también ser un sinónimo de la incomprensión y la rivalidad. Oleanna, metáfora del mundo, espejo terrible de la condición humana. En la puesta en escena que vi, Juan Manuel Bernal e Irene Azuela, maestros en su arte, en su soledad, frente a frente, eran todos los hombres, todas las mujeres.