2 de marzo de 2021

Pal Kepenyes

Pal Kepenyes era alto, fuerte, blanco/rojo y rubio, de rasgos faciales muy acentuados y quijada cuadrada, y no dudo de llamarlo un ser solar, irradiaba energía y fortaleza. Sonreía con frecuencia. Podría haber representado a Poseidón o algún otro dios olímpico; tal vez a Hefesto, numen de los que trabajan con metales: herreros, artesanos, escultores. Eso era Pal, un hijo predilecto de Hefesto.

Pal era uno de los hombres más afables, pacíficos y educados que he conocido. Ensimismado, parecía estar presente y ausente a la vez, con la mente aquí y allá, en otro proyecto artístico: era un hombre, como tantos artistas plásticos, que no dejaba de imaginar y trabajar.

Pal era un creador de piezas monumentales y un artesano de miniaturas. Por épocas creativas, lo mismo hacía dijes, anillos, collares, figuras humanas, parejas de amantes, piezas que caben en una mano, en una mesa, móviles, que animales asombrosos y esculturas monumentales. Y es imposible ver una obra suya y no reconocerla. La esencia de su estilo es asombrosamente poderosa.

Nació en Hungría, padeció la segunda Guerra Mundial. Luego fue prisionero del régimen prosoviético,  estalinista. Pasó dos años en una mazmorra, en la que casi dejó de ser un hombre, y otros tres condenados a trabajos forzados. Las desgracias de Ludvic, el protagonista de La broma, la novela de Milan Kundera, me recordaban las de Pal. Me ayudaban a darle dimensión y forma al horror que padeció.

A Pal no le gustaba hablar de la guerra, ni de su cautiverio; lo poco que sé me lo contó Lumi, su mujer. Vivió, según sus palabras: «humillado y hambriento, una sombra, sin nombre, un número, sin espejo, sin pluma, sin libros ni papel, únicamente yo.» Pal era un sobreviviente.

Al ser liberado, decidió estudiar arte, escultura. Pudo salir de Hungría y en París conoció mexicanos. Y vino a México. Tengo la impresión de que pudo haber ido a una isla de Polinesia o al África central, a cualquier parte, en busca de una nueva patria que lo devolviera a la vida.

Llegó a México y se enamoró del país, de su gente, del sol, de las frutas y las flores (de ellas y sus colores), de Acapulco (su mar, su brisa y su estimulante belleza) y de una mexicana (Lumi). Aquí se consolidó como artista. Motivos más que suficientes para no irse. Y aquí se quedó. Se hizo mexicano. Con la debida nostalgia por la Hungría perdida, amó a su nuevo país.

Supongo que de sus terribles años en prisión le surgió esa necesidad vital de sol y aire y espacios abiertos. Desde su casa de Acapulco, en la punta de un cerro, con una vista espectacular a la bahía, estaba tan cerca del mar como del cielo. Tenía un enorme taller, en el que no cesaba de producir. Su creatividad no tenía fin.

Era un maniático de la salud, cuidaba mucho su alimentación (en su dieta no faltaba el jitomate), supongo que quería vivir cien años; es una pena que le faltaran seis para cumplir la meta: murió en Acapulco, el 28 de febrero de 2021.

Mary Carmen Sánchez Ambriz, Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo, escritores y curtidos periodistas de cultura, conversaron muchas horas con Pal e hicieron un libro, un regalo impagable, Mitomorfosis (El espejo de Urania; 2021), que Pal, al final de su vida, muy enfermo pudo ver. Cuando lo tuvo en sus manos se alegró muchísimo, recobró el ánimo y comió, después de varios días de no hacerlo. El libro será su testimonio y su testamento.

Se ha marchado un artista total, que nos deja su obra, y, no menos valiosa, su impecable lección de amor a la vida con su implacable voluntad de sobreponerse a las adversidades. Hasta luego, querido Pal.