25 de abril de 2011

El amor, un cura y las canciones de la radio

En un texto tan bello como breve, Antonio Muñoz Molina recuerda que en La Femme d'à côté, la película de François Truffaut, Fanny Ardant, en el personaje de una mujer en crisis, dice una frase inolvidable : «Me gustan las canciones de la radio porque sólo ellas dicen la verdad».

Hace unos días asistí a una boda religiosa en un pueblo del Estado de México, en la que hubo algunos hechos notables: la familia en pleno acompañaba al menor de mis primos, los pájaros volaban de un lado a otro de la nave, subían y bajaban por la cúpula, cantó un coro estupendo y ofició un cura con alma de poeta enamorado, uno que quizá equivocó la vocación y seguro tiene un reproductor portátil MP3 con miles de canciones que escucha todo el día.

Lejos de regañar a los novios o hablar de la vida conyugal con la impostura de la falsa experiencia, como si supiera lo que dice después de veinte años de matrimonio, el cura habló del amor, pero no según San Pablo. Para unir los corazones de los contrayentes citó versos ejemplares de canciones de Joan Manual Serrat, Joaquín Sabina y Miguel Bosé.

Teologías aparte, el cura sabía lo que decía. El suyo fue un sermón memorable que mereció la entusiasta aprobación de los fieles mientras la bandada revoloteaba en la luz meridiana sobre nuestras cabezas: Con tu mala ortografía y tu no saber perder, con defectos y manías te amaré. «Ahí también se muestra el amor verdadero», decía el cura. Fue una revelación. Fue conmovedor.

Mientras los recién casados recibían abrazos y felicitaciones en el atrio, yo pensaba en el futuro de San Pablo. ¿Qué será de sus epístolas, me decía, una vez que el clero, tan moderno, ya sabe que sólo las canciones de la radio dicen la verdad?

15 de abril de 2011

Lecturas nocturnas de Cioran

En estas noches cálidas de abril, hasta muy tarde, leí Breviario de los vencidos de Cioran. No fue la primera vez que frecuentaba sus escritos, pero acaso ha sido el verdadero primer encuentro, ahora su lectura me deparaba un creciente gozo, una certeza en la incertidumbre, la confirmación de un escepticismo que podría ser el lema y la bandera de un navío que no conoce su derrota. 


Luego vi un documental sobre su vida y sentí una enorme simpatía por ese hombre un tanto cínico que decía que no dormía y hablaba del sinsentido con lucidez. Luego leí con urgencia Ese maldito yo, y descubrí entre otras cosas a un autor de niebla y desasosiego, de tristezas sutiles y profundas. Por un instante vi su fragilidad: Todos estamos en el fondo de un infierno en el que cada instante es un milagro.

Ya no estoy en edad de entusiasmos intelectuales como los que sentí arrebatado por Cortázar y Camus, héroes absolutos de mi primera juventud, pero ahora me he sentido cerca de Cioran, de ese falso abandono y esa distancia hacia todas las cosas. Cioran me dice y me siento cerca de esa claridad, deslumbrante y cegadora: El que da un rodeo a la historia se desmorona violentamente en sí mismo.

La clave, me digo, la fuerza de esas sentencias como latigazos es el prodigio de sus palabras pulidas y trabajadas hasta la perfección absoluta en cada oración: el estilo es mucho más que una exigencia literaria, […] es un arte de vivir, una ética dandy, fundada en la elegancia, la mesura, la gracia, el silencio

Me doy cuenta de que si bien Cioran es un maestro absoluto en el oficio de recordarnos verdades esenciales que en el fondo no quisiéramos oír: Solo estuviste y solo estarás. A perpetuidad, aun en sus provocaciones me despierta una simpatía perfecta como una partita o una suite: Sin Bach la teología carecería de objeto, la Creación sería ficticia, la nada perentoria. Si alguien debe todo a Bach es, sin duda, Dios.

Cioran encontró por el camino de la razón y la renuncia, el ocio y la conversación con extraños en las calles de París, las sinrazones de este mundo y la maltrecha condición humana. Pero luego pareciera que se contradice, que encuentra una salida:

Uno puede dudar absolutamente de todo, afirmarse nihilista, y, sin embargo, enamorarse como los más grandes idiotas. Esta imposibilidad teórica de la pasión, que la vida real no deja de malograr, hace que la vida tenga un encanto verdadero, incuestionable, irresistible. Se sufre, uno se ríe de sus sufrimientos, pero esta contradicción fundamental es tal vez, en definitiva, lo que hace que la vida aún valga la pena de ser vivida.

Aún no sé si seguiré leyendo uno tras otro todos los libros de Cioran. Tal vez por ahora he tenido suficiente, pero no es un asunto de lecturas a la medianoche, es otra cosa. No sé si la decepción, la desesperanza y la lucidez sean contagiosas. Espero, en verdad, que no esté volviéndome un pesimista diletante con aspiraciones profesionales. En esta mañana en que escribo, pienso, acaso, que ya lo soy.

8 de abril de 2011

Una lengua se muere y los dos viejos que no se hablan

A veces los periódicos publican sucesos tan inverosímiles y extraños que terminan por ser un testimonio preciso y lúcido del devenir del mundo. En la minúscula comunidad de Ayapan, en Tabasco, al sur de México, el ayapaneco, una de las más de trescientas variantes lingüísticas indígenas que aún sobreviven en el país, muy pronto desaparecerá irremediablemente porque sus dos únicos hablantes y vecinos, Manuel Segovia de 75 años e Isidro Velázquez de 69, no se hablan, desde hace años no se dirigen la palabra. 


No conocemos las razones de su distanciamiento, pero las supongo tan baladíes y graves a la vez como las que separaron a Carlos Fuentes de Octavio Paz; como las que desde hace décadas han hecho el silencio entre Vargas Llosa y García Márquez, grandes amigos en su juventud, que persisten contumaces en su decisión de no hablarse; es curioso, porque en el arte de celebrar la lengua y las palabras, todos ellos son grandes maestros.

El resto de los habitantes de la comunidad indígena ha emigrado, quizá muy lejos, o ha preferido para sobrevivir sólo hablar en español. El ayapaneco se está extinguiendo. Borges sabía que una lengua es una forma de estar, sentir, nombrar el mundo. Miguel León Portilla ha escrito que cuando muere una lengua [...] la humanidad se empobrece. Esa tragedia de silencio y pérdida es una historia conocida que pasa con cierta frecuencia y seguirá sucediendo casi inadvertida en todo el mundo a lo largo del siglo.

Pienso en la desgracia de esos dos viejos necios que persisten en no hablarse. Le comento a un escritor amigo mío la que me parece la triste historia de Manuel Segovia e Isidro Velázquez y me dice con asombro que «parece un pasaje apócrifo de una novela de Dino Buzzati». Le comento a una editora amiga mía lo que también me parece una historia del absurdo y me dice con absoluta crudeza: «¿Y por qué habrían de hablarse? ¿Por qué tendrían que hacerlo?» 

Tal vez ella tenga razón. ¿Por qué habrían de comunicarse dos vecinos, dos semejantes, dos hombres a los que no llamaré hermanos? Ser los únicos hablantes de una lengua al parecer no es una buena razón. Ellos son, no la metáfora (para ello harían falta las palabras) sino los protagonistas involuntarios de una farsa, la expresión perfecta de un estadio de la condición humana.

Pasamos la vida esperando una carta, una llamada, una palabra honesta, interesada. Medio mundo está esperando esa conversación que por fin acerque a los cónyuges, a padres e hijos, a los amantes, a los amigos, a los vecinos, a los adversarios. Pasamos la vida en busca de esas palabras que nos revelen y nos permitan acercarnos por fin al ser de otros. 

Esos dos son los embajadores silentes y eméritos de una manera de estar, de ser y pensar en la era de las telecomunicaciones, en la que de verdad nadie habla con nadie, nadie conversa con nadie porque en el fondo nadie entiende a nadie, nadie escucha a nadie, nadie comprende a nadie. Tienen razón Manuel Segovia e Isidro Velázquez, hombres de nuestro tiempo: ¿por qué?, ¿para qué habrían de hablarse?