A veces los periódicos publican sucesos tan inverosímiles y extraños que terminan por ser un testimonio preciso y lúcido del devenir del mundo. En la minúscula comunidad de Ayapan, en Tabasco, al sur de México, el ayapaneco, una de las más de trescientas variantes lingüísticas indígenas que aún sobreviven en el país, muy pronto desaparecerá irremediablemente porque sus dos únicos hablantes y vecinos, Manuel Segovia de 75 años e Isidro Velázquez de 69, no se hablan, desde hace años no se dirigen la palabra.
No conocemos las razones de su distanciamiento, pero las supongo tan baladíes y graves a la vez como las que separaron a Carlos Fuentes de Octavio Paz; como las que desde hace décadas han hecho el silencio entre Vargas Llosa y García Márquez, grandes amigos en su juventud, que persisten contumaces en su decisión de no hablarse; es curioso, porque en el arte de celebrar la lengua y las palabras, todos ellos son grandes maestros.
El resto de los habitantes de la comunidad indígena ha emigrado, quizá muy lejos, o ha preferido para sobrevivir sólo hablar en español. El ayapaneco se está extinguiendo. Borges sabía que una lengua es una forma de estar, sentir, nombrar el mundo. Miguel León Portilla ha escrito que cuando muere una lengua [...] la humanidad se empobrece. Esa tragedia de silencio y pérdida es una historia conocida que pasa con cierta frecuencia y seguirá sucediendo casi inadvertida en todo el mundo a lo largo del siglo.
Pienso en la desgracia de esos dos viejos necios que persisten en no hablarse. Le comento a un escritor amigo mío la que me parece la triste historia de Manuel Segovia e Isidro Velázquez y me dice con asombro que «parece un pasaje apócrifo de una novela de Dino Buzzati». Le comento a una editora amiga mía lo que también me parece una historia del absurdo y me dice con absoluta crudeza: «¿Y por qué habrían de hablarse? ¿Por qué tendrían que hacerlo?»
El resto de los habitantes de la comunidad indígena ha emigrado, quizá muy lejos, o ha preferido para sobrevivir sólo hablar en español. El ayapaneco se está extinguiendo. Borges sabía que una lengua es una forma de estar, sentir, nombrar el mundo. Miguel León Portilla ha escrito que cuando muere una lengua [...] la humanidad se empobrece. Esa tragedia de silencio y pérdida es una historia conocida que pasa con cierta frecuencia y seguirá sucediendo casi inadvertida en todo el mundo a lo largo del siglo.
Pienso en la desgracia de esos dos viejos necios que persisten en no hablarse. Le comento a un escritor amigo mío la que me parece la triste historia de Manuel Segovia e Isidro Velázquez y me dice con asombro que «parece un pasaje apócrifo de una novela de Dino Buzzati». Le comento a una editora amiga mía lo que también me parece una historia del absurdo y me dice con absoluta crudeza: «¿Y por qué habrían de hablarse? ¿Por qué tendrían que hacerlo?»
Tal vez ella tenga razón. ¿Por qué habrían de comunicarse dos vecinos, dos semejantes, dos hombres a los que no llamaré hermanos? Ser los únicos hablantes de una lengua al parecer no es una buena razón. Ellos son, no la metáfora (para ello harían falta las palabras) sino los protagonistas involuntarios de una farsa, la expresión perfecta de un estadio de la condición humana.
Pasamos la vida esperando una carta, una llamada, una palabra honesta, interesada. Medio mundo está esperando esa conversación que por fin acerque a los cónyuges, a padres e hijos, a los amantes, a los amigos, a los vecinos, a los adversarios. Pasamos la vida en busca de esas palabras que nos revelen y nos permitan acercarnos por fin al ser de otros.
Esos dos son los embajadores silentes y eméritos de una manera de estar, de ser y pensar en la era de las telecomunicaciones, en la que de verdad nadie habla con nadie, nadie conversa con nadie porque en el fondo nadie entiende a nadie, nadie escucha a nadie, nadie comprende a nadie. Tienen razón Manuel Segovia e Isidro Velázquez, hombres de nuestro tiempo: ¿por qué?, ¿para qué habrían de hablarse?