No sé si el Quijote que yo veo y percibo es exactamente igual al tuyo, ni si uno y otro ajustan del todo dentro del Quijote que sentía, expresaba y comunicaba Cervantes. De aquí que cada ente literario esté condenado a una vida eterna, siempre nueva y siempre naciente, mientras viva la humanidad, escribió Alfonso Reyes en “Apolo o de la literatura” (ensayo de mil novecientos cuarenta), mucho antes que egregios profesores franceses descubrieran que todos leemos de distinta manera.
Ahora yo me demuestro, gracias también a Heráclito, que no es posible leer dos veces el mismo texto: la escritura permanece, el lector cambia y no cesa de cambiar. El poema de anoche, palabra a palabra, ya no me dice lo mismo. Ya no soy el que fui ayer.
Desde que leí por primera vez El coronel no tiene quien le escriba, su contundencia e intensidad me parecieron el modelo de cierta literatura que me gusta mucho desde mi primera juventud. He vuelto a leer esa novela tres o cuatro veces a lo largo de los años, y si bien es cierto que en cada lectura pareciera que la trama ha cambiado un poco con respecto al recuerdo que tenía de ella, y que pareciera que destaca algún detalle antes inadvertido que enriquece un personaje, ahora leo y encuentro otro libro. García Márquez cuenta una historia que yo no había visto.
Es cierto que durante cincuenta y seis años el coronel no hizo otra cosa que esperar, como muchos años esperó el coronel Nicolás Márquez, abuelo del escritor, una carta que confirmara su grado y sus servicios para poder cobrar una pensión; que allí están las guerras civiles, la dictadura, el coronel Aureliano Buendía y Macondo, el trabajo político y clandestino, la geografía, la lluvia, la vida del pueblo, el servicio del correo, el gallo y los gallos, las peleas, la ilusión de la lotería de las apuestas, los otros personajes, la amabilidad del médico, el compadre rico y miserable, los amigos de Agustín, el hijo muerto del coronel.
Allí están la necesidad y la dignidad del coronel, su bondad, su timidez, su miseria y sus sueños, su espera contumaz que supera cualquier plazo razonable. Todo eso está en su lugar, pero ahora he visto a la esposa, esa mujer a la que el asma no ha minado su entereza, su fortaleza, su carácter. Ella es mucho más fuerte que el coronel. Ella es lúcida y tiene los pies en la tierra; él es ingenuo y débil.
Esta novela corta, ejemplar y admirable, es también la historia de la relación, dulce y áspera, conyugal, del coronel con su mujer: la ternura y el altruismo, el destino común que acerca pero no funde dos vidas, la lucha paso a paso, día tras día, la rivalidad y la costumbre, el pasado común, el hijo muerto, el hambre compartida, el compañerismo cotidiano.
La novela empieza cuando el coronel le da a su mujer una taza de café preparado con la última cucharadita del polvo que quedaba en el tarro, y termina con la rebeldía del coronel, con una explosión de cólera con su mujer. Esa relación conyugal, sus discusiones y desacuerdos, es la novela.
Mientras transcurre ese matrimonio, pasa la vida: viven el duelo del hijo muerto, se mueren de hambre, riñen. Ella soporta estoica su sino, pragmática, piensa en el futuro y quiere que su marido entre en razón; el coronel sueña despierto que su gallo ganará una pelea y espera, espera a lo largo de los años, una carta que nunca llega.