12 de febrero de 2011

El último vuelo

Antoine de Saint-Exupéry cuenta, en un pequeño libro, admirable e intenso, las proezas de aquellos impertérritos pilotos que cruzaban la noche oscura de la pampa en unos aviones de una fragilidad inverosímil en los años veinte del siglo pasado, estimulados en su valor y arrojo por un sentido imperturbable del deber, azuzado a su vez por la figura severa de Rivière, el jefe, que hace evidente con su liderazgo y autoridad, como dice André Gide, una verdad paradójica de una importancia psicológica considerable: el hombre no encuentra la felicidad en la libertad, sino en la aceptación de un deber.

El lector de Vuelo nocturno tiene acceso a una de las imágenes más puras de la soledad, la de un piloto en su cabina, acompañado apenas por el rugido del motor de su avión que cruza la noche, atento a la voz del radio que como un faro le abre camino entre las nubes. Saint-Exupéry sabía bien de lo que escribía, piloto él mismo, conoció la sensación sin límite de libertad y las tribulaciones de la vida de los pilotos, sin excluir los contratiempos, las averías y un accidente que bien pudo ser mortal.

Pero el valor no intimida al destino y la desaparición del piloto Fabien en Vuelo nocturno sería al fin una crónica literaria por adelantado de la propia desaparición de Saint-Exupéry, no exenta de heroísmo y una dosis literaria de romanticismo y aventura, en un vuelo de reconocimiento de Córcega a Francia durante la segunda Guerra Mundial, al parecer abatido por un Focke-Wulfe alemán.

Nunca más se supo de él. Durante años se escribieron y publicaron testimonios, biografías y versiones sobre su misterioso fin. Luego, las crónicas de los periódicos, tras más de medio siglo de un silencio fértil a la especulación y la leyenda, dijeron que habían encontrado en la bahía de Marsella restos de su avión y aun objetos personales.

Es posible que así sea, pero ahora que he vuelto a esas páginas, pienso que me gustaría que esas noticias fueran falsas, quiero creer que Saint-Exupéry no cayó al Mediterráneo, sino que aquella mañana del 31 de julio de mil novecientos cuarenta y cuatro emprendió su último vuelo, tal como lo saben todos los niños y los hombres que son niños cuando leen El Principito, al asteroide B-612 en un viaje sin retorno.