22 de mayo de 2018

Una buena taza de café

Tomar una buena taza de café en la mañana debería ser uno de los derechos humanos. De San Petersburgo a Santiago de Chile, de Pekín a Lisboa, millones y millones de personas, tal vez la mayoría, al despertar buscan, con el pan de cada día, su dosis de cafeína, ya sea con café, té, té verde, yerba mate, refrescos de cola, bebidas energizantes o un chocolate.

Recuerdo un extenso reportaje sobre el café en National Geographic. Es el segundo o tercer producto con mayor demanda en el mundo, y sentarse a beber una taza de café es uno de los pocos puntos de total acuerdo que podría haber entre rivales y enemigos, antagonistas políticos, ideológicos, religiosos.

El gusto por beber café ha dado lugar a sitios que llevan su nombre, y los cafés o cafeterías son sitios vinculados a otros placeres, como la conversación, la lectura, el ajedrez. Tomamos café para mantenernos alerta, para soportar las largas jornadas, para trabajar o estudiar de noche. La primera invitación de un cortejo suele ser a tomar un café.

El derecho a un café temprano en la oficina debería estar en los contratos laborales. Y también la calidad del café y la forma de prepararlo (un buen café hecho por un barista competente con granos de café de calidad en una máquina italiana es una de las formas del paraíso en la Tierra). La cafetera que ofrecen cada mañana en la oficina me remite a un verso de César Vallejo: aceite funéreo, el café.

El brebaje de esa cafetera, flojo, de color indefinido y sabor lamentable podría arrojar resultados insospechados en un análisis químico. Es tan malo que es preferible, si no hay otra opción, un café soluble.

La literatura, ciertos pasajes, se anidan en la memoria o se empozan en el alma. Mientras me empeño en sacar con una cucharita de plástica los últimos granos del frasco, recordé al protagonista de El coronel no tiene quien lo escriba, que, cuenta García Márquez: «con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.» El coronel le ofrece a su mujer el café y le miente, le dice que él ya bebió su taza en la cocina; los hechos, raspar así el tarro y mentir resultan en una de las imágenes más poderosas sobre la miseria absoluta.

Mientras voy en busca de agua caliente para mi café soluble, recordé otro pasaje de la literatura sobre el café, que también aparece en una escena de pobreza y miseria, material y moral. En El perseguidor, de Julio Cortázar, cuenta Bruno, el narrador, que ha ido a visitar a Johnny, un saxofonista genial que ha perdido el saxofón, a la paupérrima habitación de hotel en la que está alojado: «Entonces Dédée me ha dicho que iba a preparar unos nescafés. Me ha alegrado saber que por lo menos tienen una lata de nescafé. Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta de que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco.»

El café de la oficina es infame, pero mi situación no tiene punto de comparación con la del coronel o la de Johnny.  Me siento reconfortado, después de todo mi taza de nescafé no está mal. No está mal, pero la insatisfacción nos mueve y estimula. En cuanto pueda saldré a la calle por un expreso doble.

8 de mayo de 2018

La tarde del domingo

«Somos lo que hacemos el domingo», dice una sentencia que circula por las redes sociales. No sé de quién la frase, pero es una variante de otras muchas: somos lo que comemos, somos lo que amamos, somos lo que leemos, somos lo que decimos.

Somos lo que hacemos en la vida, pero las actividades dominicales son en particular interesantes porque se asocian al tiempo libre, a los más vivos interesantes y hobbys, ya que socialmente es cada vez  menos dominicus, el día del Señor.

Algunos prefieren dormir un poco más, y levantarse un poco más tarde es un placer que sólo ofrecen los domingos. Luego, un desayuno lento en casa, dejando ir la mañana con cuidada indolencia, leyendo el periódico, en espera de las horas vespertinas.

Otros, en cambio, saltan de la cama de madrugada con espíritu olímpico a hacer ejercicio. Acuden a los gimnasios, los parques y aun en las calles trotan y corren tras la fuente de la salud y acaso sin confesarlo del vigor de la eterna juventud. Otros se instalan en una pereza profunda, que les impide no sólo salir de casa, sino con frecuencia vestirse, y acaban por pedir por teléfono que les lleven la comida.  Ensimismados, se protegen del ruido y la velocidad y la violencia y el hartazgo del mundo.

Otros salen vestidos de domingo, es decir con sus  mejores galas (en un tiempo en que la ropa para hacer deporte se lleva incluso a los velorios) a pasear por la ciudad, y los amigos de la buena mesa, según el presupuesto de cada quien, hacen cola en los mercados, fondas, restaurantes y hoteles de lujo para darse un desayuno o un almuerzo o un brunch que suele ser una comilona digna de Pantagruel.

Hacia el mediodía, viandantes pueblan las calles, los museos reciben más visitantes que nunca, ciclistas recorren las grandes avenidas de la ciudad, y los padres con hijos pequeños se mueren de tedio en una obra te teatro infantil o se rompen la espalda detrás del triciclo en camellones y parques.

Los aficionados van al estadio, o se reúnen con amigos y parientes para ver por televisión el partido de futbol (o futbol americano, es increíble el gran número de seguidores de este deporte en México), afición que fomenta el maridaje perfecto con la noble tradición de la buena botana y unas cervezas.

Algunos, claro, acuden a misa desde muy temprano y a lo largo de la mañana, casi siempre hasta las doce o antes de la comida, según los gustos, en los que influye la simpatía por el cura y el tono o elocuencia de su sermón, si hay canto y muchachos o monjas rasgando guitarras o quién asiste a cierta hora.

La comida en familia, en casa o fuera de ella, sigue siendo la gran actividad dominical. En algunas familias, el rito semanal obligado; la única ocasión en la semana en que es posible reunir a toda la familia, concepto extendido que puede alcanzar varias decenas de personas. Reunirse a comer con los amigos es una variante que gana adeptos día con día, y cada vez es más común convivir alrededor del asador, que casi siempre está a cargo, con sexismo implacable, de los varones de la tribu.

Las tardes de los domingos solían ser de corrida de toros, de cine o teatro, y si algo queda de ello cada vez son más de centro comercial (estos inmensos templos, quintaesencia de nuestro tiempo, suelen tener salas de cine, teatros, pistas de patinaje en hielo, pero no plazas de toros).

Los jóvenes van a los centros y plazas comerciales con un entusiasmo asombroso. Ahí, al parecer están más a salvo que en las calles, y además de pasear entre tiendas y comprar poco, se reúnen con la novia o el novio, con amigos, pasan horas frente a las máquinas de videojuego y otras máquinas y otros juegos, toman café y helados, van al cine y dan vueltas sin fin.

Las visitas a parientes y amigos ya es una costumbre rara. Las tardes del domingo, si la comida no derivo en una moderada borrachera, suelen estar dedicadas al juego, la conversación, el descanso y sobre todo la televisión. Ver películas en la televisión los domingos es un imperativo social, expresión del descanso y del confort, casi un deber ciudadano; la calidad de la película es con frecuencia un detalle irrelevante.

Pero conforme pasan las horas vespertinas, cuando se acerca la sobretarde del domingo, emerge poco a poco, conforme mengua la luz del día, una inquietud, un creciente malestar, una sensación de vacío y ausencia. Luego se torna una sutil amenaza: se acaba el día, mañana será lunes.

Entonces, más temprano o más tarde, con un rayo de realidad, uno recordará algún asunto grave que atender, que es urgente hacer un pago, que es impostergable hablar con alguien. Se acerca la noche del domingo, es preciso preparase para enfrentar la siguiente semana.

El noche del domingo es un tiempo de espera, de un vacío profundo, que si no estuviera tan desgastada la palabra diría existencial. O tal vez es el mejor momento de la semana para usarla y preguntarse: «Quién soy», «Qué hago», «Es esta la vida que quiero vivir.»

El malestar crece por momentos, aunque siga la conversación de sobremesa o la película o la lectura  desde el sofá de la casa; se torna en una tristeza sin motivo aparente, o una melancolía que angustia y aprieta con el paso de las horas, según los temperamentos. Ese malestar está contenido en el ethos, en la forma de vida de la comunidad que no siempre atinamos a expresar, reconocer y compartir.

La noche del domingo puede ser la hora de la nostalgia, del desear estar en otra parte, en otro lugar, en otro momento, con otras personas, con frecuencia en un pasado idealizado por la imaginación y que nunca existió. Es el momento en que regresan ciertos fantasmas y quimeras, de asuntos inconclusos, que no acaban de marcharse.

No es una pesadilla con los ojos abiertos, es un trance de soledad no exento de amargura, de inquietudes, de preguntas sin respuesta. Es un tiempo fuera del tiempo social y laboral del que tomamos conciencia que se agota, que se acaban las horas antes de volver con crudeza a la realidad más dura del lunes muy de mañana. El domingo es como una tregua, y miramos con angustia cómo se agota esa burbuja hogareña, protectora y familiar, de ocio y placer.

La tarde y la noche del domingo son, para muchas personas, las horas más crudas y crueles de la semana. Con frecuencia es el momento propicio para ciertas ideas desafortunadas y decisiones radicales. Las tardes y las noches de los domingos suelen ser las horas en que más personas mueren en los hospitales, de soledad y tristeza, y también son significativos los aumentos en las estadísticas de muerte por arma de fuego y la tasa de suicidios. «Tengo miedo del domingo maldito que me liquida», escribió Clarice Lispector. La tarde del domingo, y su noche, se pueden tornar, en un parpadeo, de la hora más íntima y relajada en un momento no sólo amargo y duro sino temible y fatal.