«Somos lo que hacemos el domingo», dice una sentencia que circula por las redes sociales. No sé de quién la frase, pero es una variante de otras muchas: somos lo que comemos, somos lo que amamos, somos lo que leemos, somos lo que decimos.
Somos lo que hacemos en la vida, pero las actividades dominicales son en particular interesantes porque se asocian al tiempo libre, a los más vivos interesantes y hobbys, ya que socialmente es cada vez menos dominicus, el día del Señor.
Algunos prefieren dormir un poco más, y levantarse un poco más tarde es un placer que sólo ofrecen los domingos. Luego, un desayuno lento en casa, dejando ir la mañana con cuidada indolencia, leyendo el periódico, en espera de las horas vespertinas.
Otros, en cambio, saltan de la cama de madrugada con espíritu olímpico a hacer ejercicio. Acuden a los gimnasios, los parques y aun en las calles trotan y corren tras la fuente de la salud y acaso sin confesarlo del vigor de la eterna juventud. Otros se instalan en una pereza profunda, que les impide no sólo salir de casa, sino con frecuencia vestirse, y acaban por pedir por teléfono que les lleven la comida. Ensimismados, se protegen del ruido y la velocidad y la violencia y el hartazgo del mundo.
Otros salen vestidos de domingo, es decir con sus mejores galas (en un tiempo en que la ropa para hacer deporte se lleva incluso a los velorios) a pasear por la ciudad, y los amigos de la buena mesa, según el presupuesto de cada quien, hacen cola en los mercados, fondas, restaurantes y hoteles de lujo para darse un desayuno o un almuerzo o un brunch que suele ser una comilona digna de Pantagruel.
Hacia el mediodía, viandantes pueblan las calles, los museos reciben más visitantes que nunca, ciclistas recorren las grandes avenidas de la ciudad, y los padres con hijos pequeños se mueren de tedio en una obra te teatro infantil o se rompen la espalda detrás del triciclo en camellones y parques.
Los aficionados van al estadio, o se reúnen con amigos y parientes para ver por televisión el partido de futbol (o futbol americano, es increíble el gran número de seguidores de este deporte en México), afición que fomenta el maridaje perfecto con la noble tradición de la buena botana y unas cervezas.
Algunos, claro, acuden a misa desde muy temprano y a lo largo de la mañana, casi siempre hasta las doce o antes de la comida, según los gustos, en los que influye la simpatía por el cura y el tono o elocuencia de su sermón, si hay canto y muchachos o monjas rasgando guitarras o quién asiste a cierta hora.
La comida en familia, en casa o fuera de ella, sigue siendo la gran actividad dominical. En algunas familias, el rito semanal obligado; la única ocasión en la semana en que es posible reunir a toda la familia, concepto extendido que puede alcanzar varias decenas de personas. Reunirse a comer con los amigos es una variante que gana adeptos día con día, y cada vez es más común convivir alrededor del asador, que casi siempre está a cargo, con sexismo implacable, de los varones de la tribu.
Las tardes de los domingos solían ser de corrida de toros, de cine o teatro, y si algo queda de ello cada vez son más de centro comercial (estos inmensos templos, quintaesencia de nuestro tiempo, suelen tener salas de cine, teatros, pistas de patinaje en hielo, pero no plazas de toros).
Los jóvenes van a los centros y plazas comerciales con un entusiasmo asombroso. Ahí, al parecer están más a salvo que en las calles, y además de pasear entre tiendas y comprar poco, se reúnen con la novia o el novio, con amigos, pasan horas frente a las máquinas de videojuego y otras máquinas y otros juegos, toman café y helados, van al cine y dan vueltas sin fin.
Las visitas a parientes y amigos ya es una costumbre rara. Las tardes del domingo, si la comida no derivo en una moderada borrachera, suelen estar dedicadas al juego, la conversación, el descanso y sobre todo la televisión. Ver películas en la televisión los domingos es un imperativo social, expresión del descanso y del confort, casi un deber ciudadano; la calidad de la película es con frecuencia un detalle irrelevante.
Pero conforme pasan las horas vespertinas, cuando se acerca la sobretarde del domingo, emerge poco a poco, conforme mengua la luz del día, una inquietud, un creciente malestar, una sensación de vacío y ausencia. Luego se torna una sutil amenaza: se acaba el día, mañana será lunes.
Entonces, más temprano o más tarde, con un rayo de realidad, uno recordará algún asunto grave que atender, que es urgente hacer un pago, que es impostergable hablar con alguien. Se acerca la noche del domingo, es preciso preparase para enfrentar la siguiente semana.
El noche del domingo es un tiempo de espera, de un vacío profundo, que si no estuviera tan desgastada la palabra diría existencial. O tal vez es el mejor momento de la semana para usarla y preguntarse: «Quién soy», «Qué hago», «Es esta la vida que quiero vivir.»
El malestar crece por momentos, aunque siga la conversación de sobremesa o la película o la lectura desde el sofá de la casa; se torna en una tristeza sin motivo aparente, o una melancolía que angustia y aprieta con el paso de las horas, según los temperamentos. Ese malestar está contenido en el ethos, en la forma de vida de la comunidad que no siempre atinamos a expresar, reconocer y compartir.
La noche del domingo puede ser la hora de la nostalgia, del desear estar en otra parte, en otro lugar, en otro momento, con otras personas, con frecuencia en un pasado idealizado por la imaginación y que nunca existió. Es el momento en que regresan ciertos fantasmas y quimeras, de asuntos inconclusos, que no acaban de marcharse.
No es una pesadilla con los ojos abiertos, es un trance de soledad no exento de amargura, de inquietudes, de preguntas sin respuesta. Es un tiempo fuera del tiempo social y laboral del que tomamos conciencia que se agota, que se acaban las horas antes de volver con crudeza a la realidad más dura del lunes muy de mañana. El domingo es como una tregua, y miramos con angustia cómo se agota esa burbuja hogareña, protectora y familiar, de ocio y placer.
La tarde y la noche del domingo son, para muchas personas, las horas más crudas y crueles de la semana. Con frecuencia es el momento propicio para ciertas ideas desafortunadas y decisiones radicales. Las tardes y las noches de los domingos suelen ser las horas en que más personas mueren en los hospitales, de soledad y tristeza, y también son significativos los aumentos en las estadísticas de muerte por arma de fuego y la tasa de suicidios. «Tengo miedo del domingo maldito que me liquida», escribió Clarice Lispector. La tarde del domingo, y su noche, se pueden tornar, en un parpadeo, de la hora más íntima y relajada en un momento no sólo amargo y duro sino temible y fatal.
8 de mayo de 2018
La tarde del domingo
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