Saúl
Yurkievich no sólo fue uno de los amigos más queridos de Julio Cortázar, también fue su
albacea literario y, por mucho, su mejor crítico. Muy pocos como él han sabido
sumergirse en la obra y al volver de ella, como si emergieran de
Han sido muchos los críticos entusiastas y perspicaces de la obra de Cortázar, pero no todos han visto el vínculo esencial entre vida y literatura que anima esa
escritura, y si un crítico no ilumina el camino del lector al señalarle los
múltiples sentidos y significados de un texto, su oficio no me interesa ni
tiene razón de ser.
Héctor
Schmucler fue uno de esos pocos lectores privilegiados que comprendieron
cabalmente Rayuela desde el principio. En 1965, apenas dos
años después de la publicación de la novela-poema, escribió "Rayuela: juicio a la literatura", un largo artículo para Pasado y Presente, una revista argentina, célebre y referente de la intelectualidad hispanoamericana de aquellos años.
Rayuela: juicio a la literatura (Fondo de Cultura Económica, 2014) es el nombre del volumen que recupera un artículo en verdad esencial y una nueva vuelta a la obra, "La innovación cortazariana". Sin duda, es un acierto la recuperación de estos textos, que se acompañan de una breve introducción y un epílogo.
"Rayuela: juicio a la literatura" ha cumplido cincuenta años y su voz sigue intacta. Sus argumentos y razones son contundentes, su fuerza impecable, y su asombro se desdobla en un impulso urgente por volver a la novela. Schmucler, lector temprano, fue uno de los primeros en comprender la dimensión del hecho textual que sucedía ante sus ojos y desde entonces en su vida, los múltiples planos de la obra: «la novela en su conjunto es una metáfora de mil sentidos» porque «la escritura de Cortázar coagualaba una demorada promesa, reordenaba nuestra experiencia del mundo».
No son pocos los lectores y críticos que dicen que Rayuela ha envejecido, incluso que ha envejecido mal. En realidad, los que envejecen son los lectores: los libros se mantienen intactos en sus palabras, su estructura. Pero admitamos que una obra con los años deja de mover las fibras más sensibles de un lector y aun de una generación, que deja de sacudirlo y excitarlo, que ya no le ofrece respuestas ni belleza, que ha dejado de ser una puerta por la que entra lo imaginario y deslumbra la belleza.
En el caso de Rayuela ese envejecimiento sólo es posible en los planos más superficiales y anecdóticos, no su búsqueda de lo otro, en su salto metafísico, en su impulso vital para romper el absurdo. Pocos, muy pocos libros siguen moviendo a los lectores más jóvenes de cada generación desde hace cincuenta años. Schmucler nos ofrece también un testimonio de cómo fue leída Rayuela por esos lectores de la primera hora: «algo nuevo, largamente esperado, había acontecido en nuestras vidas».
La obra de Cortázar ha generado una bibliografía inmensa, una montaña de reseñas, artículos, ensayos y libros que podría, reunida, conformar en sí misma una biblioteca. El Fondo Julio Cortázar de
No parece una desmesura publicitaria el texto de la contracubierta: Schmucler hizo una lectura de la novela y un texto excepcional sobre ella: «cuando todos andaban frotándose los ojos sin saber muy bien qué hacer con ese artefacto literario, con apariencia de explosivo, que tenían entre las manos.»
18 de noviembre de 2015
Rayuela: juicio a la literatura
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Saúl Yurkiévich
15 de noviembre de 2015
Recurrencias
Es algo que
ocurre todo el tiempo, con tanta frecuencia y constancia que, como en la Patafísica , tal como lo
vislumbró Jarry, sería motivo de escándalo si dejara de suceder. Pero la
suspensión en el cumplimiento de ciertas leyes es tan improbable que más vale
no esperar una excepción. Es mejor no esperar nada. Es mejor no esperar.
Sucede en
todas partes, en todo momento, pero no por eso cesa el asombro, el
desconcierto, el pequeño duelo por la pérdida de un objeto que de pronto se nos
ha vuelto valioso o incluso un tesoro. Lo cuenta Ricardo Piglia en su diario (Los diarios de Emilio Renzi, Anagrama),
pero sé muy bien, vaya si lo sé, que también lo han lamentado otros.
Dice Piglia
en la entrada del martes 17 de enero de 1967: «Una historia. Había visto la edición de La Pléiade de las novelas de
Flaubert a media tarde. Decidí no comprarla, me pareció demasiado cara, aunque
tenía el dinero; seguí haciendo las cosas que tenía pendientes. Estuve un rato
en el Tortoni y ahí sentí que tenía que tener de cualquier modo ese libro.
Volví a Hachette, pero ya lo habían vendido… Increíble. Voy a pasar la vida
pensando en ese libro que no quise comprar, va a durar más que el recuerdo de
todos los libros que tengo en la biblioteca.»
La
sentencia de Piglia es exacta. Y surge la sospecha, casi una certeza:
si de pronto no se hubiera despertado en uno el súbito deseo, tan poderoso y
urgente, imperativo, de volver por el libro, éste seguiría en el sosegado
reposo de la librería sin que nadie le prestara atención. Yo recuerdo el título
de los libros, la edición, las librerías, las circunstancias en que no los
compré, y su recuerdo perdura.
Cuando iba
a la preparatoria y mi gusto por los libros manifestaba síntomas preocupantes,
con un amigo que tal vez estaba más alterado que yo, aprendí a esconder los
libros raros o ejemplares únicos dentro del propio estante de la librería, lo
poníamos atrás, con el lomo hacia el fondo para que no pudiera ser
identificado, en un lugar que no le correspondía alfabéticamente para que no lo
encontraran, con la esperanza de que se mantuvieran allí mientras volvíamos por
ellos.
Alguien me
ha dicho que el comprador de ese libro que decidimos no hacerlo nuestro es dos
veces su “legítimo poseedor”. No sólo lo compró, sino también,
y sobre todo, porque no dudó: supo apreciarlo, darse cuenta de su valor (no
hablo del precio) y se lo llevó a casa. Argumento impecable.
Sería
estupendo que este fenómeno sucediera sólo con los libros. Pero me temo que no
es así. En una extrapolación temeraria, podría contar que conozco a uno que vio
a la chica, la conoció, pasó de largo y cuando comprendió cuánto la quería a su
lado y al fin volvió a buscarla, ella ya se había ido.
Sí, es una recurrencia odiosa, lamentable, dolorosa, y no es ningún consuelo
saber que le ha sucedido a muchos, aquí y allá, todo el tiempo.
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