Es algo que
ocurre todo el tiempo, con tanta frecuencia y constancia que, como en la Patafísica , tal como lo
vislumbró Jarry, sería motivo de escándalo si dejara de suceder. Pero la
suspensión en el cumplimiento de ciertas leyes es tan improbable que más vale
no esperar una excepción. Es mejor no esperar nada. Es mejor no esperar.
Sucede en
todas partes, en todo momento, pero no por eso cesa el asombro, el
desconcierto, el pequeño duelo por la pérdida de un objeto que de pronto se nos
ha vuelto valioso o incluso un tesoro. Lo cuenta Ricardo Piglia en su diario (Los diarios de Emilio Renzi, Anagrama),
pero sé muy bien, vaya si lo sé, que también lo han lamentado otros.
Dice Piglia
en la entrada del martes 17 de enero de 1967: «Una historia. Había visto la edición de La Pléiade de las novelas de
Flaubert a media tarde. Decidí no comprarla, me pareció demasiado cara, aunque
tenía el dinero; seguí haciendo las cosas que tenía pendientes. Estuve un rato
en el Tortoni y ahí sentí que tenía que tener de cualquier modo ese libro.
Volví a Hachette, pero ya lo habían vendido… Increíble. Voy a pasar la vida
pensando en ese libro que no quise comprar, va a durar más que el recuerdo de
todos los libros que tengo en la biblioteca.»
La
sentencia de Piglia es exacta. Y surge la sospecha, casi una certeza:
si de pronto no se hubiera despertado en uno el súbito deseo, tan poderoso y
urgente, imperativo, de volver por el libro, éste seguiría en el sosegado
reposo de la librería sin que nadie le prestara atención. Yo recuerdo el título
de los libros, la edición, las librerías, las circunstancias en que no los
compré, y su recuerdo perdura.
Cuando iba
a la preparatoria y mi gusto por los libros manifestaba síntomas preocupantes,
con un amigo que tal vez estaba más alterado que yo, aprendí a esconder los
libros raros o ejemplares únicos dentro del propio estante de la librería, lo
poníamos atrás, con el lomo hacia el fondo para que no pudiera ser
identificado, en un lugar que no le correspondía alfabéticamente para que no lo
encontraran, con la esperanza de que se mantuvieran allí mientras volvíamos por
ellos.
Alguien me
ha dicho que el comprador de ese libro que decidimos no hacerlo nuestro es dos
veces su “legítimo poseedor”. No sólo lo compró, sino también,
y sobre todo, porque no dudó: supo apreciarlo, darse cuenta de su valor (no
hablo del precio) y se lo llevó a casa. Argumento impecable.
Sería
estupendo que este fenómeno sucediera sólo con los libros. Pero me temo que no
es así. En una extrapolación temeraria, podría contar que conozco a uno que vio
a la chica, la conoció, pasó de largo y cuando comprendió cuánto la quería a su
lado y al fin volvió a buscarla, ella ya se había ido.
Sí, es una recurrencia odiosa, lamentable, dolorosa, y no es ningún consuelo
saber que le ha sucedido a muchos, aquí y allá, todo el tiempo.