15 de noviembre de 2015

Recurrencias

Es algo que ocurre todo el tiempo, con tanta frecuencia y constancia que, como en la Patafísica, tal como lo vislumbró Jarry, sería motivo de escándalo si dejara de suceder. Pero la suspensión en el cumplimiento de ciertas leyes es tan improbable que más vale no esperar una excepción. Es mejor no esperar nada. Es mejor no esperar.

Sucede en todas partes, en todo momento, pero no por eso cesa el asombro, el desconcierto, el pequeño duelo por la pérdida de un objeto que de pronto se nos ha vuelto valioso o incluso un tesoro. Lo cuenta Ricardo Piglia en su diario (Los diarios de Emilio Renzi, Anagrama), pero sé muy bien, vaya si lo sé, que también lo han lamentado otros.

Dice Piglia en la entrada del martes 17 de enero de 1967: «Una historia. Había visto la edición de La Pléiade de las novelas de Flaubert a media tarde. Decidí no comprarla, me pareció demasiado cara, aunque tenía el dinero; seguí haciendo las cosas que tenía pendientes. Estuve un rato en el Tortoni y ahí sentí que tenía que tener de cualquier modo ese libro. Volví a Hachette, pero ya lo habían vendido… Increíble. Voy a pasar la vida pensando en ese libro que no quise comprar, va a durar más que el recuerdo de todos los libros que tengo en la biblioteca.»

La sentencia de Piglia es exacta. Y surge la sospecha, casi una certeza: si de pronto no se hubiera despertado en uno el súbito deseo, tan poderoso y urgente, imperativo, de volver por el libro, éste seguiría en el sosegado reposo de la librería sin que nadie le prestara atención. Yo recuerdo el título de los libros, la edición, las librerías, las circunstancias en que no los compré, y su recuerdo perdura.

Cuando iba a la preparatoria y mi gusto por los libros manifestaba síntomas preocupantes, con un amigo que tal vez estaba más alterado que yo, aprendí a esconder los libros raros o ejemplares únicos dentro del propio estante de la librería, lo poníamos atrás, con el lomo hacia el fondo para que no pudiera ser identificado, en un lugar que no le correspondía alfabéticamente para que no lo encontraran, con la esperanza de que se mantuvieran allí mientras volvíamos por ellos.

Alguien me ha dicho que el comprador de ese libro que decidimos no hacerlo nuestro es dos veces su “legítimo poseedor”. No sólo lo compró, sino también, y sobre todo, porque no dudó: supo apreciarlo, darse cuenta de su valor (no hablo del precio) y se lo llevó a casa. Argumento impecable.

Sería estupendo que este fenómeno sucediera sólo con los libros. Pero me temo que no es así. En una extrapolación temeraria, podría contar que conozco a uno que vio a la chica, la conoció, pasó de largo y cuando comprendió cuánto la quería a su lado y al fin volvió a buscarla, ella ya se había ido. Sí, es una recurrencia odiosa, lamentable, dolorosa, y no es ningún consuelo saber que le ha sucedido a muchos, aquí y allá, todo el tiempo.