23 de febrero de 2020

La noche de George Steiner

En un artículo de prensa que es una necrología, un testimonio y un adiós, Antonio Saborit recuerda que George Steiner visitó la ciudad de México en 1998 y dictó dos conferencias magistrales. La primera de ellas en el Palacio de Bellas Artes, la noche del lunes 16 de marzo:

«A nadie importó que Steiner tuviera la resolución y el vigor de alguien por lo menos diez años menor, aunque sin duda eso contribuyó a grabarme el momento en el que en la sala principal de Bellas Artes se refirió a su más valiosa herramienta de trabajo, la memoria, a la manera en la que cada mañana la ejercitaba. Ahí mismo declaró que se quitaría la vida cuando notara que su memoria empezaba a flaquear.»

Yo también estuve ahí, y el artículo me ha devuelto a esa noche; Saborit también me ha dado la medida del tiempo, porque yo no podría decir hace cuánto sucedió, mi incapacidad para medir y calcular el tiempo podría ser un grave caso de estudio o un verdadero motivo de preocupación.

No hubiera podido saber si esa conferencia fue hace diez, quince o treinta años. De pronto descubro que sucesos que siguen muy vivos en mí pasaron hace muchos años, y otros hechos de hace unos meses me parecen perdidos en el pasado remoto.

Aquella conferencia, la única vez que vi y escuché a George Steiner, sucedió hace veintidós años. Con certeza absoluta puedo decir que a partir de esa noche comencé a leer sus libros, y sé que no he terminado. Lo mismo me sucede con Cervantes, Camus y Cortázar, autores que por razones que no necesito explicar ni conocer vuelvo a ellos porque son parte de mi vida.

La primera sorpresa de la noche fue la sede, la sala de espectáculos del Palacio de Bellas Artes. He frecuentado el palacio no sólo como espectador o visitante (por casi diez años trabajé en él), y hasta esa noche había visto entre sus muros de mármol a lo largo de mi vida funciones de la orquesta sinfónica, de ópera y ballet, conciertos de muy diversa naturaleza, lecturas de poesía, homenajes, entrega de premios, festivales de la canción, inauguración de congresos de sociología, asambleas sindicales de trabajadores del Instituto Nacional de Bellas Artes, pero nunca una conferencia.

Recuerdo que hubo un sistema de traducción simultánea, y que desde donde lo veía, el segundo piso de la galería, George Steiner, que hablaba en inglés, ganaba presencia y contundencia, con magisterio, y que decía cosas que en nada se parecían a las que decían los autores que yo leía o escuchaba.

Steiner iluminaba los nombres y temas que mencionaba, los fijaba con juicios y oraciones precisos y audaces. Así deben de haber sido sus lecciones, así son sus libros: plenos de sorpresas, de giros sorprendentes, de meandros y temeridades y  casi siempre imprevisibles.

Recuerdo que estaba asistido por su hija, que llevaba una pluma en la inmóvil mano derecha, y que me enseñó para siempre que la cultura y la belleza no son accesorias a la vida sino dos de sus mayores atributos. La erudición y la claridad de pensamiento eran asombrosas.

Era un profesor, un erudito, un intelectual de altos vueltos. En realidad, era un lector atento y privilegiado, capaz de enriquecer los textos (o la música) que comentaba o explicar hechos culturales que analizaba con lucidez; su capacidad de interpretación era notable.

George Steiner era uno de los grandes críticos de la cultura de nuestros días. Y ahora, tras su partida, el recuerdo de aquella noche en el Palacio de Bellas Artes se torna cada vez más vulnerable a los caprichos de la imaginación.

Antes que recordar sus palabras y conceptos, terminaré por pensar, antes que en sus palabras de aquella noche, en el gusto de haberlo escuchado, en el privilegio de haber asistido a esa conferencia que se pierde en el tiempo y se mezcla con la alegría, siempre estimulante, de frecuentar sus libros. Apenas comprendo, tantos años después, la importancia para mi condición de lector de la conferencia del lunes 16 de marzo de 1998.

8 de febrero de 2020

El libro de Aurora

Aurora Bernárdez es célebre por sus traducciones y su relación con Julio Cortázar. Para Vargas Llosa estaba claro que Aurora era una escritora:

«Que Julio escribiera y Aurora sólo tradujera (en su caso ese sólo quiere decir todo lo contrario de lo que parece claro está) es algo que yo siempre supuse provisional, un transitorio sacrificio de Aurora para que, en la familia, hubiera de momento nada más que un escritor.»  («La trompeta de Deyá», Mario Vargas Llosa, El País, 28 de julio de 1991.)

Vargas Llosa volvió a comentar sobre la escritura desconocida o secreta de Aurora en otro artículo:

«Yo estuve siempre seguro que Aurora no sólo traducía —lo hacía maravillosamente, del inglés, el francés y el italiano, como atestiguan sus versiones de Faulkner, Durrell, Calvino, Flaubert— sino también escribía, pero que se abstenía de publicar por una decisión heroica: para que hubiera un solo escritor en la familia.» («La muerte de Aurora», Mario Vargas Llosa. El País, 16 de noviembre de 2014.)

Y ahí mismo cuenta que la última vez que la vio, un día de verano de 2013, le preguntó a Aurora por sus escritos:

«¿Por fin te vas a animar a publicar lo que seguramente tienes escrito?», le pregunté. Su respuesta fue evasiva y, sin embargo, estimulante. «Necesito cinco años», me dijo, con su vieja sonrisita un poco burlona de costumbre. «Para terminar una biografía de Julio Cortázar.» «¿Lo dijo en serio? ¿Habría comenzado a escribirla? Ojalá fuera así.»

Un traductor es también un escritor. Esa breve lista de autores es apenas una muestra. En realidad, Aurora tradujo, por lo menos, obras de Jean Anouilh, Simone de Beauvoir, Paul Bowles, Ray Bradbury, Italo Calvino, Albert Camus, Lawrence Durrell, William Faulkner, Gustave Flaubert, Vladimir Nabokov y Jean-Paul Sartre. Una selección muy impresionante, y algunas de esas traducciones conservan su frescura y son referente en español de algunos de esos autores.

Vargas Llosa no estaba equivocado, Aurora sí escribía, pero a parecer lo hizo muy poco, dejó mucho menos de lo que nos gustaría, y se echa de menos esa biografía, que hubiera sido un documento clave para descifrar los procesos creativos y la realización de la escritura de Cortázar.

El libro de Aurora (Alfaguara; Buenos Aires, 2017) es una selección de textos de muy diversa naturaleza que se encontraron, al morir Aurora, en cuadernos y agendas en un armario. El libro tiene poemas, relatos, cuentos, comentarios críticos sobre pintura, trozos de diarios, pequeños apuntes, fragmentos de escritura; el libro cierra con una extensa entrevista audiovisual con Philippe Fénelon, amigo de Aurora, compositor y cineasta, que también se encargó de la edición del libro.

Los escritos de Aurora son paralelos a los de Cortázar. Es posible encontrar giros cortazarianos (o aurorescos), algunas correspondencias y vasos comunicantes. El poema «Nocturno» puede leerse como una respuesta a «Después de las fiestas», y «Madame Nicole» evoca «Los buenos servicios».

Se siente la presencia de Cortázar en esa escritura paralela. El mismo gusto por la gran cultura, la misma erudición, la misma educación, semejanzas nítidas en la mirada. No le falta razón a Vargas Llosa: Si esta selección de textos diseminados en cuadernos es representativa de su escritura, Aurora nos quedó a deber una obra, más extensa y profunda. Y eso siempre es una pena. Aurora dice que su no-escritura es un problema que venía desde la infancia, y luego: «...me caso con Julio Cortázar. Tampoco podía entrar en competencia con él. Lo digo de una manera elemental y hasta cómica, porque no se trataba de competir, pero no podía.»

La entrevista no tiene desperdicio. Le pregunta Fénelon sobre su encuentro con Julio Cortázar, el día que lo conoció en un café, la confitería Richmond de la calle Florida:

—¿De qué hablaron entonces?
—De literatura, ¿de qué íbamos a hablar?

El libro de Aurora encierra un pequeño misterio, una duda sobre la autoría de una cita. Dice Aurora en la página 192:

«Dos almas (espíritus) se disputan el portaalma de Julio Cortázar. Una arroja un chorro continuo de imágenes impulsadas por un torbellino de lo arbitrario y lo improbable; la otra levanta construcciones geométricas obsesivas que mantienen el equilibrio sobre la cuerda floja.»

No sé si es el mejor elogio, al menos no es el más claro. Eso de que dos almas se disputen el portaalmas (en ningún otro lado he visto esa palabra), una especie de maleta o contenedor para llevar el alma es un concepto muy extraño, supongo que para comprender la cita hacen falta estudios profundos de metafísica.

Pero el misterio no ese, sino que la cita ha sido atribuida a Italo Calvino, en una versión que sólo se distingue de la otra en la falta, entre paréntesis, de la palabra «espíritus», el portaalma está en plural y se añade un artículo la:

«Dos almas se disputan el portaalmas de Julio Cortázar. La una arroja un chorro continuo de imágenes impulsadas por el torbellino de lo arbitrario y lo improbable; la otra levanta construcciones geométricas obsesivas que se mantienen en equilibrio sobre la cuerda floja.»

Esta cita, bajo el nombre de Italo Calvino aparece en la contracubierta de los tomos publicados de las Obras Completas de Cortázar en Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, y en la Red aparece en muchísimos documentos, sin la referencia a la carta, el artículo o el libro en el que Calvino la escribió.

¿La oración es de Aurora y la usó Calvino, con o sin su permiso? ¿La oración es de Calvino, y Aurora la anotó sin el crédito al escritor italiano en uno de sus cuadernos? ¿Alguien se confundió y le atribuyó a Calvino algo que no era suyo?

Aurora era amiga de Chichita (Esther Singer), esposa de Italo Calvino, se veían con frecuencia, todos vivían en París. Chichita pertenecía al Club de las Piantadas, según Cortázar. Y Aurora tenía además una intensa relación profesional con Calvino: tradujo al menos diez de sus libros. Sería absurdo pensar en un plagio, me inclino por una confusión, un malentendido.

No sé de dónde proviene la cita, pero supongo que la respuesta está en la obra de Calvino, de donde la habrá tomado Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores. Por lo pronto, no la he encontrado.