Una mañana, hace muchos años, recibí la gracia de ver la Pietà
o la Piedad de Miguel Ángel en la Basílica de San Pedro. La había
visto en fotografías desde niño, decenas de veces, y siempre le atribuí con
ingenuidad y una certeza absoluta, que no podría explicar satisfactoriamente a
un crítico de arte, que esa escultura de mármol era la cumbre de lo que lo que
un hombre, todos los hombres, podría hacer con sus herramientas y sus manos en
una pieza de mármol.
Esa mañana, en Roma, confirmé lo que siempre había sabido, y
en esa fascinación no había un elemento religioso y mucho menos, valga,
piadoso, sino el asombro ante la belleza, la pura y rotunda capacidad de recibir
o generar emociones y reflexiones a partir de la contemplación de una obra de
arte. He vuelto a ver la Piedad varias veces y mi opinión no ha
cambiado. No pretendo compararla con otras esculturas, ni del propio Miguel
Ángel ni de otros artistas. Nada tengo que oponer a quien se incline por el Moisés
o el David, pero en ella encontré un modelo de perfección que lejos de
desvanecerse se ha afianzado con el tiempo.
Ahora, he visto una fotografía de la Piedad del
escultor Jan Fabre que reproduce la composición de Miguel Ángel, pero no es
una simple imitación, las diferencias son notables: la virgen no tiene rostro,
o mejor dicho, tiene el de la muerte, es una calavera que sostiene a su hijo,
vestido con ropas de hoy, cuyo rostro es el del propio Fabre, el autor.
Sucede que hay ciertas expresiones del arte que no gozo ni
disfruto. La obra de Fabre puede ser una provocación y el motivo de un
escándalo (al parecer ya lo hubo, en la Bienal de Arte de Venecia), pero a mí
me deja frío, con un poco de pena ajena, con el contratiempo de haber
encontrado algo entre grotesco y ridículo. No me asusta ni me ofende, me da otra
confirmación del río revuelto que se vive hoy en el mundo del arte. Más que de arte estoy hablando de mí mismo. Sí, mis
coordenadas estéticas son otras, busco la intensidad y lo absoluto.
Con esta decepción no hay nada que hacer. Acaso sí, componer
la tarde con un café con azúcar, escuchar una ópera barroca, leer un soneto de
Petrarca y acompañar para la cena un plato de pasta al dente con una
copa de vino. Está claro que el arte cambia, y el gusto y los horizontes
artísticos responden a cada momento de la Historia.
No pretendo que hoy se haga
arte como en el Renacimiento, pero con tantas obras y autores me queda
un regusto a estafa, a gran mascarada, a orgía financiera, a broma monumental. Vivo
mis días, abro los ojos y voy por el mundo buscando la belleza y la obra que me
arrebate. Sé bien que no será esta la última vez que me sienta lejos, distante
y ajeno a las expresiones y autores del llamado arte contemporáneo.
24 de julio de 2012
La Piedad
23 de julio de 2012
De la envidia y un ejemplar perdido
He sido testigo lejano y
circunstancial del fin de una amistad por envidia entre dos escritores que
aprecio y que entre ellos fueron muy cercanos en otros tiempos, en su primera
juventud. Uno de ellos publicó hace unos años una novela notable. El otro recibió
como una afrenta y una traición el hecho imperdonable de que su amigo haya
escrito y publicado una buena novela. El envidioso, por supuesto, no tenía una,
ni buena ni mala. Entonces no encontró mejor salida a su frustración que hablar
mal, con injusticia y torpeza de la novela. Nada ganó con ello y perdió un
amigo.
22 de julio de 2012
Aleixandre: como un río que nunca acaba de pasar
21 de julio de 2012
El sonido de la soledad
Una tarde, todavía con el sol muy alto, bajo
una luz muy clara, a esa hora en que las familias siguen reunidas en la comida
dominical y las calles están menos transitadas, el autobús en el que viajaba se
detuvo en un semáforo. Necesité unos instantes para identificar de dónde venían
aquellos sonidos largos, rítmicos, constantes.
En la esquina vi a un hombre
equipado para una caminata, llevaba una pequeña mochila en la espalda, camisa
de manga larga, una gorra, botas altas con suelas de goma, gafas oscuras y un
bastón para ciegos. Erguido, digno, tocaba su silbato en busca de quien le
ayudara a cruzar la avenida, una muy hermosa, con camellón y muchos árboles. Apenas
había tráfico, pero no había nadie en la calle, ni un solo viandante a la
vista.
Ese hombre era la imagen más nítida de la soledad, en el cruce de una
gran ciudad, necesitado de ayuda, de un gesto solidario, insufriblemente
vulnerable. El silbato emitía pitidos que bien podrían haber sido una llamada
de auxilio en código Morse, pero sólo eran sonidos monótonos y desgarradores que se oían nítidos
a pesar del ruido del motor del autobús.
El autobús de turismo en el que viajaba no
tenía ventanas que pudieran bajarse y ningún otro pasajero parecía darse cuenta
de lo que sucedía en la calle. ¿Cómo decirle que cruzara la calle, que al menos
podría sin peligro llegar al camellón? La luz roja del semáforo, la que el
hombre no podía ver, duraba una eternidad, llegué a pensar que no cambiaría
nunca.
El hombre aguardaba, recto, digno, tocando su silbato sin tregua, en
busca de una ayuda que no llegaría porque no había nadie en la calle. Los
sonidos del silbato me parecían cada vez más largos, más agudos, más desesperados.
La luz del semáforo no cambiaba, tal vez no cambiaría nunca, lo que me hubiera
permitido bajar y ayudarlo a cruzar la avenida. No lo hice y en cambio
comprendí que en un lugar deshabitado, en un desierto, uno está solo,
rotundamente solo, pero la soledad absoluta sólo puede darse entre los
hombres, en cualquier parte, en la esquina de una ciudad.
Cuando al fin cambió
la luz del semáforo y el autobús se puso en marcha y siguió su camino, cuando
ya no podía ver a ese hombre en aquella esquina, yo seguí oyendo el llamado
urgente del silbato. Si guardo silencio me parece que todavía lo oigo.
20 de julio de 2012
Sade y la escritura
Mostrar su pasión por la escritura, la
voluntad de liberarse, de vivir por escrito, de vivir mientras escribe, de
crearse un mundo de palabras que fuera como una bofetada a esa sociedad y
régimen (napoleónico) que le habían condenado a un encierro por locura, una que
brillaba por su ausencia, es uno de los méritos de Quills (Letras
prohibidas: la leyenda del Marqués de Sade), la película de hace unos años
de Philip Kaufman cuya propuesta sigue intacta porque el personaje crece con el
tiempo.
Lúcido, perverso, malintencionado, provocador, cínico, sagaz, el "divino marqués" encontró en la escritura una forma eficaz y exitosa, apasionada, de ejercer eso que se llama libertad. La literatura del Marqués de Sade se antoja hoy, antes que sádica, moralista, aun de signo negativo, pero con una enorme carga artística manifiesta y lograda por la poderosa e imbatible voluntad de la escritura.
15 de julio de 2012
Beatlemanía
Fue en un teatro, al sur de la ciudad, en una de esas tardes lluviosas de verano. Un grupo musical llamado Morsa interpreta con fortuna y acierto las canciones que congregan a la grey que abarrota el teatro, pues tiene el sonido de la música de los padres fundadores. (Acaso les vendrían bien a esos chicos unas lecciones para mejorar un poco su pronunciación y dicción en inglés, pero nada más.)
En cuanto comenzó lo que uno podría haber pensado que sería un concierto, se reveló como un encuentro, una celebración. Caballeros de edad provecta acompañados de sus hijos y nietos, y sobre todo venerables ancianas que pueden estar celebrando sus bodas de oro con esa música, esa manera de estar en el mundo y, en más de un caso conocido, de enamoramiento sin fin de alguno de aquellos cuatro que salieron de un sospechoso club del Puerto de Liverpool hace justo cincuenta años para poner a cantar y alegrarles la vida a sus fieles extendidos por toda la Tierra.
En el teatro vi niños con gafas de fantasía redondas, como las que al parecer usaba el líder del cuarteto; una niña de ocho años que conozco bien, sentada a mi izquierda, se transformó al punto de volvérseme una desconocida que se revolvía en su asiento, movía los brazos y la cabeza, aplaudía y cantaba con conocimiento de causa. Un niño de diez años iba vestido como un tal Sargento Pimiento, personaje central en las celebraciones y que al parecer ha fundado su banda, algo así como un Club de los Corazones Solitarios.
Beatlemanía ese es el nombre científico del mal que les aqueja, pero los fanáticos, los que lo padecen, la consideran una alegría, una dicha. Se sabe que es musical y emocionalmente transmisible y puede ser muy contagioso, pues no respeta edades, ni religiones, ni clases o grupos, tampoco nacionalidades, razas o lenguas. Se sabe que en su patología extrema es un padecimiento tan gozoso como incurable.
Jóvenes y viejos sonríen, se abrazan, se sienten felices y dichosos con esas canciones, con el espíritu de esa música que han escuchado una y otra vez y no les cansa, al contrario, les incita a seguir el ritmo con las palmas, a conmoverse hasta las lágrimas. Se emocionan de verás, se sienten vivos y en armonía en el Universo cuando cantan “Here Comes the Sun”, y creen con fe ciega en sus palabras cuando repiten “All You Need is Love”, y revelan lo más profundo de la beatlemanía en una canción que expresa un adagio que entonan con devoción: “Let it Be”, que bien podría ser la más acabada expresión de su filosofía.
Después de dos horas de música, el grupo Morsa se despide, los fanáticos, irremediablemente felices, dichosamente exhaustos, después de aplaudir y refrendar su admiración sin fin a los padres fundadores de su secta, salen del teatro bajo una lluvia tenue, se alejan con una sonrisa franca, se marchan por las calles de la ciudad como si cada uno tomara su rumbo.
Puede ser sólo una leyenda urbana que corre como un secreto a voces. Se dice que todos ellos esperan el día en que, como por encantamiento, vivirán en comunidad, felices y cantando, en un submarino amarillo. Se sospecha que algunos de ellos ya se han instalado a bordo.