24 de julio de 2012

La Piedad

Una mañana, hace muchos años, recibí la gracia de ver la Pietà o la Piedad de Miguel Ángel en la Basílica de San Pedro. La había visto en fotografías desde niño, decenas de veces, y siempre le atribuí con ingenuidad y una certeza absoluta, que no podría explicar satisfactoriamente a un crítico de arte, que esa escultura de mármol era la cumbre de lo que lo que un hombre, todos los hombres, podría hacer con sus herramientas y sus manos en una pieza de mármol.

Esa mañana, en Roma, confirmé lo que siempre había sabido, y en esa fascinación no había un elemento religioso y mucho menos, valga, piadoso, sino el asombro ante la belleza, la pura y rotunda capacidad de recibir o generar emociones y reflexiones a partir de la contemplación de una obra de arte. He vuelto a ver la Piedad varias veces y mi opinión no ha cambiado. No pretendo compararla con otras esculturas, ni del propio Miguel Ángel ni de otros artistas. Nada tengo que oponer a quien se incline por el Moisés o el David, pero en ella encontré un modelo de perfección que lejos de desvanecerse se ha afianzado con el tiempo.

Ahora, he visto una fotografía de la Piedad del escultor Jan Fabre que reproduce la composición de Miguel Ángel, pero no es una simple imitación, las diferencias son notables: la virgen no tiene rostro, o mejor dicho, tiene el de la muerte, es una calavera que sostiene a su hijo, vestido con ropas de hoy, cuyo rostro es el del propio Fabre, el autor.

Sucede que hay ciertas expresiones del arte que no gozo ni disfruto. La obra de Fabre puede ser una provocación y el motivo de un escándalo (al parecer ya lo hubo, en la Bienal de Arte de Venecia), pero a mí me deja frío, con un poco de pena ajena, con el contratiempo de haber encontrado algo entre grotesco y ridículo. No me asusta ni me ofende, me da otra confirmación del río revuelto que se vive hoy en el mundo del arte. Más que de arte estoy hablando de mí mismo. Sí, mis coordenadas estéticas son otras, busco la intensidad y lo absoluto.  

Con esta decepción no hay nada que hacer. Acaso sí, componer la tarde con un café con azúcar, escuchar una ópera barroca, leer un soneto de Petrarca y acompañar para la cena un plato de pasta al dente con una copa de vino. Está claro que el arte cambia, y el gusto y los horizontes artísticos responden a cada momento de la Historia. 

No pretendo que hoy se haga arte como en el Renacimiento, pero con tantas obras y autores me queda un regusto a estafa, a gran mascarada, a orgía financiera, a broma monumental. Vivo mis días, abro los ojos y voy por el mundo buscando la belleza y la obra que me arrebate. Sé bien que no será esta la última vez que me sienta lejos, distante y ajeno a las expresiones y autores del llamado arte contemporáneo. 

23 de julio de 2012

De la envidia y un ejemplar perdido

He sido testigo lejano y circunstancial del fin de una amistad por envidia entre dos escritores que aprecio y que entre ellos fueron muy cercanos en otros tiempos, en su primera juventud. Uno de ellos publicó hace unos años una novela notable. El otro recibió como una afrenta y una traición el hecho imperdonable de que su amigo haya escrito y publicado una buena novela. El envidioso, por supuesto, no tenía una, ni buena ni mala. Entonces no encontró mejor salida a su frustración que hablar mal, con injusticia y torpeza de la novela. Nada ganó con ello y perdió un amigo.


Un día, en su casa, el que no pudo tolerar el éxito de su amigo, me regaló su ejemplar dedicado de aquella novela. En realidad no fue un obsequio, sino otra vuelta de tuerca de su envidia. Rescaté el ejemplar y me lo llevé a mi casa. La dedicatoria más o menos decía: Para […] con un afecto ya desaparecido, en memoria de otros tiempos.

Me era un poco incómodo tener aquel libro. Lo puse en un estante junto al mío, que tiene una dedicatoria para mí y las huellas en sus páginas de mi entusiasta lectura. 

Pasaron los años y hace poco le presté aquel ejemplar a un compañero de oficina, un nuevo amigo, alguien que considera mis juicios y  recomendaciones literarias. No era el primer ejemplar que le daba en préstamo, pero sí el primero que no me devuelve.

Una mañana, en cuanto vio una oportunidad de hablar conmigo, descorazonado, me ha dicho que dejó la novela en un taxi y me ha dado una larga explicación y no entiende cómo pudo pasarle algo así, pues lo cuidaba con celo y estaba embebido en la lectura de ese libro que le estaba gustando mucho. Estaba en verdad apenado.

Le dije que no tenía importancia. Pero admito que la perdida fue un alivio. Había conservado durante años un ejemplar que no me correspondía, y su legítimo propietario, por puño y letra del autor, lo despreció. Entre más lo pienso más me gusta más la idea de que ese libro, viajando en un taxi, encuentre un sitio en el que no evoque ni despierte envidias ni resentimientos.

Para cerrar con el final feliz que suelen y deben tener todas las buenas comedias, sólo falta conseguirle un ejemplar a mi compañero de oficina, lo que no será tan sencillo pues el libro está agotado. Yo le hubiera regalado aquel libro de buena gana, satisfecho de que estuviera en manos de un lector que apreciaba, además, aquellas palabras y la firma del autor.

Ahora mi amigo no puede concluir la lectura de la novela, pero no quiero darle mi ejemplar, no suelo atesorar los libros, no soy un bibliófilo, pero algunos tienen un valor particular. Este ejemplar está subrayado, con comentarios a los márgenes y tiene unas palabras amables que un novelista de talento, con el que disfruto conversar de vez en cuando, escribió para mí. Buscaré otro ejemplar en las librerías de viejo y se regalaré con una dedicatoria que dé cuenta, sin envidias, de esta pequeña historia.

22 de julio de 2012

Aleixandre: como un río que nunca acaba de pasar


En 1998, con motivo del centenario del poeta, escribí un pequeño artículo para la revista La palabra y el hombre. Era un texto muy apresurado, que habla de un trabajo escolar perdido y que él mismo acabo por traspapelarse muchos años. Ahora ha aparecido en una carpeta. Lo publico aquí sin enmienda alguna (que buena falta le hace) como testimonio de una fidelidad poética, y para mirar, al menos en mi escritura y pensamiento, cómo pasa el tiempo.
EALl, julio 2012.
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Hace ya muchos años, para realizar una tarea escolar, un trabajo que apenas puedo calificar como ensayo, aunque no exento de pretensiones, sobre la poesía de Vicente Aleixandre, leí estudios eruditos, comentarios críticos y, también, la poesía de este poeta sevillano, que nació hace 100 años, al igual que García Lorca y Dámaso Alonso, justo a tiempo para inscribir su nombre, en ese formidable movimiento poético llamado Generación del 27, "el grupo de poetas", escribió Octavio Paz, "más rico y singular que haya tenido España desde el siglo XVIII". Durante años guardé ese trabajo, que aparecía de vez en cuando entre mis papeles, justo cuando no debería, y ahora que lo busco para dar sustento a estas líneas, no aparece por ningún lado.
Su desaparición me parece un acto de justicia poética: en realidad, más que perder un apunte de muy dudosa calidad sobre los vasos comunicantes del surrealismo en la poesía española, me he quedado con lo único que importa, unos cuantos versos que recreo y celebro con un pequeño esfuerzo de memoria, con una obra que me excita y me devuelve al inconmensurable océano de la mejor tradición poética de nuestra lengua, pero también por un instante, lo que dura un parpadeo poético, me reconcilia con el adolescente que fui (surrealista sin saberlo, buscador del amor loco, como casi todos los hombres de este mundo a esa hora de su vida) y que leyó desesperadamente esos libros eléctricos cuyos títulos son en sí mismos un acontecimiento, acto poético, un relámpago fulminante: Espadas como labios; o ese otro: La destrucción o el amor.
Aleixandre se ha convertido entre nosotros en una más de las víctimas de esta época, tan poco aficionada a la buena poesía, acaso por una especie de maldición que, como espada de Damocles (no como labios), pende sobre buena parte de los elegidos que obtienen el célebre premio sueco (para comprobarlo, sólo hay que revisar la lista), que consiste en un olvido rotundo, en una inmortalidad de diccionario y tal vez de gabinete que es en el fondo una de las tantas formas de la clandestinidad poética, no porque se desconozca su existencia, al contrario, sino porque ese desprecio hace de sus poemas uno de los mejores tesoros escondidos a la luz del día.
Pero Aleixandre no es el único, es cierto, sólo una más de las víctimas de un fenómeno contemporáneo que algún día acabará por ser paradigma de la estulticia. Aleixandre, en sus mejores momentos, tiene la reflexiva sabiduría poética de Cernuda, la imaginación libérrima de Alberti, el vuelo contundente de la verdad de Miguel Hernández, la belleza pura y musical y desbocada de García Lorca. En una palabra, tiene un sitio entre lo mejor de cada casa.
Javier Marías, que lo visitaba en la suya de Madrid, aprovechando esa generosidad y simpatía por los jóvenes que Aleixandre profesó toda su vida, en esa con el número tres de la calle de Welingtonia (que hoy lleva su nombre), cerca de la Moncloa, y que fue durante muchos años punto fijo de reunión y tertulia de la poesía española después de la guerra civil y una vez que la casa fue reconstruida de los daños sufridos durante los bombardeos, recuerda la "figura alta y pulcra, casi siempre vestido de corbata".
Era, dice Marías "un viejo de aspecto muy noble, con su calva escultórica y limpia y sus ojos muy azules y luminosos y vivos, su atildado bigote de otra época y su nariz tan decidida". Y lamenta que en su país no abunden los "personajes a la vez generosos, inteligentes y cálidos". A juzgar por las fotografías, nadie más alejado que Aleixandre de su propia poesía, de esos versos de sus primeros libros que Octavio Paz juzgó como: "erotismo del primer día del mundo, visión a un tiempo cruel y paradisíaca de la pasión" [...] "Explosión verbal del subsuelo psíquico".
Vicente Aleixandre tenía aspecto de lo que también era, un señor graduado en Derecho e Intendencia Mercantil, que conjugaba ambas disciplinas en la cátedra de Legislación Mercantil en la escuela de Comercio; de alguien que se ganaba la vida con un empleo burocrático en los Ferrocarriles Andaluces; de alguien que pasó enfermo buena parte de su vida: "siempre delicado de salud, siempre proclive a estar echado, nunca había salido mucho", dice Marías.
Pero ese hombre, que se presume escribía acostado en su sofá, que fue el anti-Rimbaud, lo opuesto al poeta adolescente, supo escribir versos sobre el amor y la amada tan altos y contenidos como los de Pedro Salinas, contundentes como sentencias absolutas, inolvidables al punto que la memoria ha escogido algunos para recordarlos siempre (no existe mayor homenaje ni gloria para un poeta) y decirlos cuando conviene, para citarlos aquí como el mejor recuerdo a un poeta que, como él mismo nombra al cuerpo de la amada, podemos decir que es su poesía: un río que nunca acaba de pasar.


Tú y yo en la boca sentimos nacer lo que no vive,
lo que es el beso indestructible cuando la boca son alas,
alas que nos ahogan mientras los ojos se cierran,
mientras la luz dorada está dentro de los párpados.
[...]
Este beso en tus labios como una lenta espina,
como un mar que voló hecho un espejo,
como el brillo de un ala,
es todavía unas manos, un repasar de tu crujiente pelo,
un crepitar de luz vengadora,
luz o espada mortal que sobre mi cuello amenaza,
pero que nunca podrá destruir la unidad de este mundo.


21 de julio de 2012

El sonido de la soledad

Una tarde, todavía con el sol muy alto, bajo una luz muy clara, a esa hora en que las familias siguen reunidas en la comida dominical y las calles están menos transitadas, el autobús en el que viajaba se detuvo en un semáforo. Necesité unos instantes para identificar de dónde venían aquellos sonidos largos, rítmicos, constantes.

En la esquina vi a un hombre equipado para una caminata, llevaba una pequeña mochila en la espalda, camisa de manga larga, una gorra, botas altas con suelas de goma, gafas oscuras y un bastón para ciegos. Erguido, digno, tocaba su silbato en busca de quien le ayudara a cruzar la avenida, una muy hermosa, con camellón y muchos árboles. Apenas había tráfico, pero no había nadie en la calle, ni un solo viandante a la vista.

Ese hombre era la imagen más nítida de la soledad, en el cruce de una gran ciudad, necesitado de ayuda, de un gesto solidario, insufriblemente vulnerable. El silbato emitía pitidos que bien podrían haber sido una llamada de auxilio en código Morse, pero sólo eran sonidos  monótonos y desgarradores que se oían nítidos a pesar del ruido del motor del autobús.

El autobús de turismo en el que viajaba no tenía ventanas que pudieran bajarse y ningún otro pasajero parecía darse cuenta de lo que sucedía en la calle. ¿Cómo decirle que cruzara la calle, que al menos podría sin peligro llegar al camellón? La luz roja del semáforo, la que el hombre no podía ver, duraba una eternidad, llegué a pensar que no cambiaría nunca.

El hombre aguardaba, recto, digno, tocando su silbato sin tregua, en busca de una ayuda que no llegaría porque no había nadie en la calle. Los sonidos del silbato me parecían cada vez más largos, más agudos, más desesperados.

La luz del semáforo no cambiaba, tal vez no cambiaría nunca, lo que me hubiera permitido bajar y ayudarlo a cruzar la avenida. No lo hice y en cambio comprendí que en un lugar deshabitado, en un desierto, uno está solo, rotundamente solo, pero la soledad absoluta sólo puede darse entre los hombres, en cualquier parte, en la esquina de una ciudad.

Cuando al fin cambió la luz del semáforo y el autobús se puso en marcha y siguió su camino, cuando ya no podía ver a ese hombre en aquella esquina, yo seguí oyendo el llamado urgente del silbato. Si guardo silencio me parece que todavía lo oigo.

20 de julio de 2012

Sade y la escritura

Mostrar su pasión por la escritura, la voluntad de liberarse, de vivir por escrito, de vivir mientras escribe, de crearse un mundo de palabras que fuera como una bofetada a esa sociedad y régimen (napoleónico) que le habían condenado a un encierro por locura, una que brillaba por su ausencia, es uno de los méritos de Quills (Letras prohibidas: la leyenda del Marqués de Sade), la película de hace unos años de Philip Kaufman cuya propuesta sigue intacta porque el personaje crece con el tiempo.


Lúcido, perverso, malintencionado, provocador, cínico, sagaz, el "divino marqués" encontró en la escritura una forma eficaz y exitosa, apasionada, de ejercer eso que se llama libertad. La literatura del Marqués de Sade se antoja hoy, antes que sádica, moralista, aun de signo negativo, pero con una enorme carga artística manifiesta y lograda por la poderosa e imbatible voluntad de la escritura. 

15 de julio de 2012

Beatlemanía

Fue en un teatro, al sur de la ciudad, en una de esas tardes lluviosas de verano. Un grupo musical llamado Morsa interpreta con fortuna y acierto las canciones que congregan a la grey que abarrota el teatro, pues tiene el sonido de la música de los padres fundadores. (Acaso les vendrían bien a esos chicos unas lecciones para mejorar un poco su pronunciación y dicción en inglés, pero nada más.)

En cuanto comenzó lo que uno podría haber pensado que sería un concierto, se reveló como un encuentro, una celebración. Caballeros de edad provecta acompañados de sus hijos y nietos, y sobre todo venerables ancianas que pueden estar celebrando sus bodas de oro con esa música, esa manera de estar en el mundo y, en más de un caso conocido, de enamoramiento sin fin de alguno de aquellos cuatro que salieron de un sospechoso club del Puerto de Liverpool hace justo cincuenta años para poner a cantar y alegrarles la vida a sus fieles extendidos por toda la Tierra.

En el teatro vi niños con gafas de fantasía redondas, como las que al parecer usaba el líder del cuarteto; una niña de ocho años que conozco bien, sentada a mi izquierda, se transformó al punto de volvérseme una desconocida que se revolvía en su asiento, movía los brazos y la cabeza, aplaudía y cantaba con conocimiento de causa. Un niño de diez años iba vestido como un tal Sargento Pimiento, personaje central en las celebraciones y que al parecer ha fundado su banda, algo así como un Club de los Corazones Solitarios.

Beatlemanía ese es el nombre científico del mal que les aqueja, pero los fanáticos, los que lo padecen, la consideran una alegría, una dicha. Se sabe que es musical y emocionalmente transmisible y puede ser muy contagioso, pues no respeta edades, ni religiones, ni clases o grupos, tampoco nacionalidades, razas o lenguas. Se sabe que en su patología extrema es un padecimiento tan gozoso como incurable.

Jóvenes y viejos sonríen, se abrazan, se sienten felices y dichosos con esas canciones, con el espíritu de esa música que han escuchado una y otra vez y no les cansa, al contrario, les incita a seguir el ritmo con las palmas, a conmoverse hasta las lágrimas. Se emocionan de verás, se sienten vivos y en armonía en el Universo cuando cantan “Here Comes the Sun”, y creen con fe ciega en sus palabras cuando repiten “All You Need is Love”, y revelan lo más profundo de la beatlemanía en una canción que expresa un adagio que entonan con devoción: “Let it Be”, que bien podría ser la más acabada expresión de su filosofía.

Después de dos horas de música, el grupo Morsa se despide, los fanáticos, irremediablemente felices, dichosamente exhaustos, después de aplaudir y refrendar su admiración sin fin a los padres fundadores de su secta, salen del teatro bajo una lluvia tenue, se alejan con una sonrisa franca, se marchan por las calles de la ciudad como si cada uno tomara su rumbo.

Puede ser sólo una leyenda urbana que corre como un secreto a voces. Se dice que todos ellos esperan el día en que, como por encantamiento, vivirán en comunidad, felices y cantando, en un submarino amarillo. Se sospecha que algunos de ellos ya se han instalado a bordo.