22 de julio de 2012

Aleixandre: como un río que nunca acaba de pasar


En 1998, con motivo del centenario del poeta, escribí un pequeño artículo para la revista La palabra y el hombre. Era un texto muy apresurado, que habla de un trabajo escolar perdido y que él mismo acabo por traspapelarse muchos años. Ahora ha aparecido en una carpeta. Lo publico aquí sin enmienda alguna (que buena falta le hace) como testimonio de una fidelidad poética, y para mirar, al menos en mi escritura y pensamiento, cómo pasa el tiempo.
EALl, julio 2012.
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Hace ya muchos años, para realizar una tarea escolar, un trabajo que apenas puedo calificar como ensayo, aunque no exento de pretensiones, sobre la poesía de Vicente Aleixandre, leí estudios eruditos, comentarios críticos y, también, la poesía de este poeta sevillano, que nació hace 100 años, al igual que García Lorca y Dámaso Alonso, justo a tiempo para inscribir su nombre, en ese formidable movimiento poético llamado Generación del 27, "el grupo de poetas", escribió Octavio Paz, "más rico y singular que haya tenido España desde el siglo XVIII". Durante años guardé ese trabajo, que aparecía de vez en cuando entre mis papeles, justo cuando no debería, y ahora que lo busco para dar sustento a estas líneas, no aparece por ningún lado.
Su desaparición me parece un acto de justicia poética: en realidad, más que perder un apunte de muy dudosa calidad sobre los vasos comunicantes del surrealismo en la poesía española, me he quedado con lo único que importa, unos cuantos versos que recreo y celebro con un pequeño esfuerzo de memoria, con una obra que me excita y me devuelve al inconmensurable océano de la mejor tradición poética de nuestra lengua, pero también por un instante, lo que dura un parpadeo poético, me reconcilia con el adolescente que fui (surrealista sin saberlo, buscador del amor loco, como casi todos los hombres de este mundo a esa hora de su vida) y que leyó desesperadamente esos libros eléctricos cuyos títulos son en sí mismos un acontecimiento, acto poético, un relámpago fulminante: Espadas como labios; o ese otro: La destrucción o el amor.
Aleixandre se ha convertido entre nosotros en una más de las víctimas de esta época, tan poco aficionada a la buena poesía, acaso por una especie de maldición que, como espada de Damocles (no como labios), pende sobre buena parte de los elegidos que obtienen el célebre premio sueco (para comprobarlo, sólo hay que revisar la lista), que consiste en un olvido rotundo, en una inmortalidad de diccionario y tal vez de gabinete que es en el fondo una de las tantas formas de la clandestinidad poética, no porque se desconozca su existencia, al contrario, sino porque ese desprecio hace de sus poemas uno de los mejores tesoros escondidos a la luz del día.
Pero Aleixandre no es el único, es cierto, sólo una más de las víctimas de un fenómeno contemporáneo que algún día acabará por ser paradigma de la estulticia. Aleixandre, en sus mejores momentos, tiene la reflexiva sabiduría poética de Cernuda, la imaginación libérrima de Alberti, el vuelo contundente de la verdad de Miguel Hernández, la belleza pura y musical y desbocada de García Lorca. En una palabra, tiene un sitio entre lo mejor de cada casa.
Javier Marías, que lo visitaba en la suya de Madrid, aprovechando esa generosidad y simpatía por los jóvenes que Aleixandre profesó toda su vida, en esa con el número tres de la calle de Welingtonia (que hoy lleva su nombre), cerca de la Moncloa, y que fue durante muchos años punto fijo de reunión y tertulia de la poesía española después de la guerra civil y una vez que la casa fue reconstruida de los daños sufridos durante los bombardeos, recuerda la "figura alta y pulcra, casi siempre vestido de corbata".
Era, dice Marías "un viejo de aspecto muy noble, con su calva escultórica y limpia y sus ojos muy azules y luminosos y vivos, su atildado bigote de otra época y su nariz tan decidida". Y lamenta que en su país no abunden los "personajes a la vez generosos, inteligentes y cálidos". A juzgar por las fotografías, nadie más alejado que Aleixandre de su propia poesía, de esos versos de sus primeros libros que Octavio Paz juzgó como: "erotismo del primer día del mundo, visión a un tiempo cruel y paradisíaca de la pasión" [...] "Explosión verbal del subsuelo psíquico".
Vicente Aleixandre tenía aspecto de lo que también era, un señor graduado en Derecho e Intendencia Mercantil, que conjugaba ambas disciplinas en la cátedra de Legislación Mercantil en la escuela de Comercio; de alguien que se ganaba la vida con un empleo burocrático en los Ferrocarriles Andaluces; de alguien que pasó enfermo buena parte de su vida: "siempre delicado de salud, siempre proclive a estar echado, nunca había salido mucho", dice Marías.
Pero ese hombre, que se presume escribía acostado en su sofá, que fue el anti-Rimbaud, lo opuesto al poeta adolescente, supo escribir versos sobre el amor y la amada tan altos y contenidos como los de Pedro Salinas, contundentes como sentencias absolutas, inolvidables al punto que la memoria ha escogido algunos para recordarlos siempre (no existe mayor homenaje ni gloria para un poeta) y decirlos cuando conviene, para citarlos aquí como el mejor recuerdo a un poeta que, como él mismo nombra al cuerpo de la amada, podemos decir que es su poesía: un río que nunca acaba de pasar.


Tú y yo en la boca sentimos nacer lo que no vive,
lo que es el beso indestructible cuando la boca son alas,
alas que nos ahogan mientras los ojos se cierran,
mientras la luz dorada está dentro de los párpados.
[...]
Este beso en tus labios como una lenta espina,
como un mar que voló hecho un espejo,
como el brillo de un ala,
es todavía unas manos, un repasar de tu crujiente pelo,
un crepitar de luz vengadora,
luz o espada mortal que sobre mi cuello amenaza,
pero que nunca podrá destruir la unidad de este mundo.