He sido testigo lejano y
circunstancial del fin de una amistad por envidia entre dos escritores que
aprecio y que entre ellos fueron muy cercanos en otros tiempos, en su primera
juventud. Uno de ellos publicó hace unos años una novela notable. El otro recibió
como una afrenta y una traición el hecho imperdonable de que su amigo haya
escrito y publicado una buena novela. El envidioso, por supuesto, no tenía una,
ni buena ni mala. Entonces no encontró mejor salida a su frustración que hablar
mal, con injusticia y torpeza de la novela. Nada ganó con ello y perdió un
amigo.
Un día, en su casa, el que
no pudo tolerar el éxito de su amigo, me regaló su ejemplar dedicado de aquella
novela. En realidad no fue un obsequio, sino otra vuelta de tuerca de su
envidia. Rescaté el ejemplar y me lo llevé a mi casa. La dedicatoria más o
menos decía: Para […] con un afecto ya desaparecido, en memoria de otros
tiempos.
Me era un poco incómodo
tener aquel libro. Lo puse en un estante junto al mío, que tiene una
dedicatoria para mí y las huellas en sus páginas de mi entusiasta lectura.
Pasaron los años y hace
poco le presté aquel ejemplar a un compañero de oficina, un nuevo amigo,
alguien que considera mis juicios y recomendaciones literarias. No era el primer
ejemplar que le daba en préstamo, pero sí el primero que no me devuelve.
Una mañana, en cuanto vio una oportunidad de
hablar conmigo, descorazonado, me ha dicho que dejó la novela en un taxi y me
ha dado una larga explicación y no entiende cómo pudo pasarle algo así, pues lo
cuidaba con celo y estaba embebido en la lectura de ese libro que le estaba
gustando mucho. Estaba en verdad apenado.
Le dije que no tenía
importancia. Pero admito que la perdida fue un alivio. Había conservado durante
años un ejemplar que no me correspondía, y su legítimo propietario, por puño y
letra del autor, lo despreció. Entre más lo pienso más me gusta más la idea de
que ese libro, viajando en un taxi, encuentre un sitio en el que no evoque ni
despierte envidias ni resentimientos.
Para cerrar con el final
feliz que suelen y deben tener todas las buenas comedias, sólo falta
conseguirle un ejemplar a mi compañero de oficina, lo que no será tan sencillo
pues el libro está agotado. Yo le hubiera regalado aquel libro de buena gana, satisfecho
de que estuviera en manos de un lector que apreciaba, además, aquellas palabras
y la firma del autor.
Ahora mi amigo no puede
concluir la lectura de la novela, pero no quiero darle mi ejemplar, no suelo
atesorar los libros, no soy un bibliófilo, pero algunos tienen un valor particular. Este ejemplar está subrayado, con comentarios
a los márgenes y tiene unas palabras amables que un novelista de talento, con
el que disfruto conversar de vez en cuando, escribió para mí. Buscaré otro
ejemplar en las librerías de viejo y se regalaré con una dedicatoria que dé
cuenta, sin envidias, de esta pequeña historia.