25 de julio de 2011

Wonder boys: de la literatura al cine

"Nadie le enseña nada a un escritor", le dice cansinamente, casi con resignación Michael Douglas en el papel del profesor Grady Tripp a su editor Terry Crabtree, interpretado por Robert Downey Jr., quien está muy necesitado de best sellers para salvar su empleo. "Uno sólo alienta a los buenos escritores, y también a los otros estudiantes, para que encuentren su camino".

El profesor Tripp, novelista metido en toda clase de líos, sabe lo que dice: dirige un taller de escritura creativa en una universidad, en el que Tobey Maguire hace el papel de James Leer, un joven que es una mezcla de Rimbaud y Jean Genet, un ángel y un demonio, un ladronzuelo y un niño bien algo desequilibrado, pero sobre todo un genio que le cambiará la vida al profesor.

Grady Tripp escribe una novela envuelto en una bata en estado lamentable, que evoca aquella célebre de Flaubert, entre calada y calada de marihuana, en su vieja máquina de escribir. La novela no funciona, el profesor ha perdido el talento, el rumbo y padece lo contrario a la famosa parálisis de la página en blanco: no deja de escribir, lleva cientos y cientos de páginas, aunque ya no sepa adónde va su novela. Además, por si fuera poco, su mujer lo ha abandonado, pero la esposa de su jefe espera un hijo suyo.

La imagen del vuelo efímero y final de las hojas blanquísimas en las que estaba escrita la novela del profesor Tripp (ya el cine nos había dado la imagen de ese dolorosamente bello espectáculo en una cinta de Woody Allen y vuelve a verse en la escena final de The Ghost Writer del nada honorable Roman Polanski) y que se pierden para siempre, arrastradas por el viento o en el fondo del agua, es una de las escenas clave del filme y un guiño de pesadilla para cualquier escritor.

Los demás elementos son también pura literatura: una chaqueta robada que perteneció nada menos que a Marilyn Monroe, un perro ciego que muerde llamado nada menos que Poe, un revólver que lo mata y el problema de siempre, ¿qué hacer con el cadáver? También está la escritura, la imaginación, los libros que a nadie le importan, la adicción a la palabra escrita, una alumna coqueta, el escritor de éxito y la envidia entre los colegas, el miserable ambiente universitario de whisky en mano y falsamente literario, la fanfarronería de los intelectuales, las canciones de Bob Dylan, la negociación feliz, el editor en desgracia y su travesti, un coche viejo, un fin de semana en Pittsburgh, tan festivo e intenso como nevado, definirán una cinta tan divertida y con tantos guiños literarios.

Por una vez el cine nos dio un escritor, sus problemas y sus trabajos, con un encanto que no siempre ofrece Hollywood. La imaginación literaria de Michael Chabon en su novela Wonder Boys y su afortunado paso al cine, con el mismo nombre, en esta vieja cinta de Curtis Hanson, han hecho verosímil y divertida, por una vez, la vida y la imagen tan literaria como cinematográfica de un escritor de película.

24 de julio de 2011

Paul Stephenson

Uno imagina un personaje y sus circunstancia, le da un nombre y un oficio, algunos rasgos y gestos, intuye su melancolía o su bravura, sus habilidades para jugar ajedrez o manejar un revólver. Un novelista imagina el sino de un personaje en el contexto de una novela, y ese proceso puede ser tan sencillo que a veces pareciera que se hace solo, sobre la marcha, mientras avanza la historia y se acumulan las páginas escritas; otras veces hace falta mucho tiempo, años, para que un personaje madure y pueda representar decorosamente el papel que su autor le ha reservado.

De Paul, yo sabía que sería profesor de matemáticas mucho antes de que tuviera nombre, y cuando conocí en Los Ángeles a una chica de apellido Stephenson, le pedí permiso para usarlo en una novela corta que me daba vueltas en la cabeza. Cuando el profesor tomó nombre y apellido, supe que vivía en Coyoacán, que era hijo único, que había tenido una adolescencia difícil y que había ido a buscar muy lejos a su padre ausente. Sin embargo, no lo sabía todo de su vida. Un personaje, como algunos parientes y ciertos amigos, a pesar de la convivencia intensa y la confianza guardan secretos y ciertos periodos o aspectos de su vida son tan oscuros como los de un desconocido.

De Paul Stephenson yo conocía su pasado y casi todo lo que pude averiguar de él lo escribí en Telemaquia. Yo soy incapaz de imaginar el futuro de un personaje, lo que será de su vida cuando termina la novela. Pero la vida real me daba noticias de un tal Paul Stephenson. Primero supe que había hecho una buena carrera en la policía metropolitana de Londres. Yo no sabía si ese Paul Stephenson sería el que yo conocía, pero si el padre de mi personaje fue un espía de la corona británica, un agente del MI-6, yo no veía por qué no, su hijo, podría llegar a ser jefe de Scotland Yard. Incluso encontraba cierta coherencia y similitudes en ambos oficios. En el fondo, me sentía orgulloso de haber creado a un personaje que había tenido, como se dice, éxito en la vida.

Pero ahora me ha dado un poco de pena ver que Sir Paul Stephenson ha tenido que dimitir a su cargo, salpicado por el escándalo de las escuchas telefónicas ilegales del periódico News of the World. El alcance de su vínculo con el diario y su responsabilidad en esos condenables actos ilícitos aún están por saberse. Se habla de contratos, favores, regalos, de tratos con un periodista del magnate Rupert Murdoch que tiene mucho que decirle a la policía. Su carta de renuncia es un tanto oscura: "Permítanme dejar muy claro que tanto yo como la gente que me conoce sabemos que mi integridad está intacta. Me gustaría haber hecho las cosas de otra manera, pero no voy a perder el sueño acerca de mi integridad personal".

Todo esto es muy extraño. Yo nunca hubiera imaginado un futuro así para él. Es sabido que la naturaleza imita al arte. En verdad no comprendo qué ha sucedido, pero no dejo de lamentar la situación. Yo espero en verdad que Paul Stephenson no pierda la integridad personal, ni el sueño, y espero también que yo tampoco lo pierda, tratando de comprender, buscando la verdad, pensando en él.

6 de julio de 2011

Carta a Francesca Woodman

Querida Francesca:

He recibido noticias que me inquietan un poco. Me desconcierta el curso que va tomando el creciente reconocimiento de tu obra, las miradas que se aproximan por morbo y oscuras intenciones.

Me he enterado que ya han hecho una película, un documental sobre ti. En una buena librería es posible encontrar por lo menos cinco libros sobre tu vida y obra. Luego, ¿qué seguirá? Te convertirán en una superestrella mediática. No puedo evitar pensar que lucrarán sin pudor con tus fotos y tu muerte prematura. Tú, que sólo tuviste una modesta exposición en una galería universitaria, ahora serás la artista de culto, siempre la malograda, el centro de atención de curiosos malsanos que no mirarían tus fotos si estuvieras aquí. Ahora galerías inglesas se interesan por tu trabajo, por no hablar de la exposición en el Museo de Arte Moderno de San Francisco. ¿Soñaste alguna vez, Francesca, con exhibir tus fotografías en el Guggenheim de Nueva York? Pues una selección de tus fotos, se verá ahí, en ese museo-escaparate de proyección planetaria.

Ah, Francesca, artista de la luz y el nitrato de plata, ¿por qué no pueden entender que tu vida y tu muerte no son tu obra, como esa inmensa colección de fotografías que guardan tus padres? ¿Qué van a hacer de ti? ¿Cómo hacerles entender que tus fotos valen por tu condición de artista, en sí mismas, no por tu salida apresurada de este mundo por una ventana de un piso muy alto de un edificio de Nueva York? Acabarán por vender una foto tuya, un cliché, por lo que hoy pagan en dólares los coleccionistas en las subastas por una litografía de Picasso.

Francesca, tú no sabes lo que es la fotografía digital, no tuviste tiempo de conocerla, y la verdad es que no sé si te gustaría. Aunque no lo creas, ya no es necesaria la película fotográfica, y tampoco es necesario el arte de revelar las fotos que tomaste. Sí, ya sé que el revelado es el último paso del proceso creativo del artista, el momento mágico de fijar en el papel la imagen que has fotografiado, pero la tecnología avanza inclemente y ya ni siquiera el papel es necesario. Sí, entiendo que es difícil de entender, pero ahora la gente mira las fotos en las pantallas de sus juguetes electrónicos.

Francesca, te imagino en la Toscana, muy joven, aprendiendo a fotografiar, a ser artista, es decir, tú misma. Miro tus fotos y me pregunto cosas tontas, simples. ¿Verdad que en Italia pasaste tus mejores años? ¿Cómo pronunciabas el italiano? ¿Preferías el espagueti Alfredo que a la boloñesa? ¿Cuál era tu rincón favorito en Florencia? ¿Cuál era tu pintor favorito? ¿Te gustaba la música?

¿Qué sucedió Francesca? ¿Fue una crisis emocional? ¿Una decepción amorosa? ¿Tuviste una experiencia demasiado dura con sustancias tóxicas? Ahora tu arte será por siempre la expresión de una artista adolescente con una mirada única, singular. No tiene sentido imaginar lo demás, la que hubieras sido con el tiempo, al acercarte a eso que llaman madurez. No importa, en verdad no importa, Francesca, porque tus fotos no se parecen a las de ningún otro fotógrafo.

Supongo que te buscabas a través de tu lente, querías encontrarte, por eso eres la gran protagonista de tus fotos. En tus autorretratos encuentro soledad, mensajes cifrados en esos muros, en los objetos, en los cuerpos femeninos, con cierta luz y algunos efectos que sólo tú sabías fijar. Sí, hacías fotos para comprender el mundo, y seguramente el mundo no te comprendió. Es una pena.

Ay, Francesca, la vida se parece mucho al arte de la fotografía: es una sucesión de instantes, de momentos únicos que se fugan vertiginosos. Los mejores, como las buenas imágenes, se fijan en la memoria y en el alma y a ellos volvemos con frecuencia, no por nostalgia, como quien mira una foto vieja, simplemente para seguir viviendo.

Atentamente,

EALl