18 de abril de 2017

Vidas paralelas

Tal vez la Luna y una puesta de sol no puedan ser miradas de la misma manera por dos hombres. Y seguramente no hay dos que entiendan exactamente lo mismo por universo, justicia, belleza, arte o amor. Explicarse los misterios de la noche y el sentido de la vida son atributos de cada individuo de la especie, y las diferencias pueden ser notables. Ya lo advertía Alfonso Reyes: «No sé si el Quijote que yo veo y percibo es exactamente igual al tuyo, ni si uno y otro se ajustan del todo dentro del quijote que sentía, expresaba y comunicaba Cervantes.»

La experiencia vital de cada hombre es única e irrepetible, sin embargo, a veces las condiciones externas, las vicisitudes y el destino de dos personas guardan sorprendentes semejanzas. Entre más alejadas entre sí, más asombroso nos parece lo que tienen en común dos trayectorias vitales o, para decirlo con Plutarco, vidas paralelas.

Martín Ramírez (1895-1963) y Carlo Zinelli (1916-1974) tuvieron vidas semejantes, en las que algunos hechos esenciales son idénticos. Ambos trabajaron en el campo. Martín fue un agricultor de Jalisco que, como tantos otros, se fue de México a trabajar a los Estados Unidos. Carlo Zinelli, que provenía de una familia pobre, de los alrededores de Verona, fue pastor.

Ramírez cayó en una depresión profunda por las confusas noticias sobre la guerra cristera (destrucción del patrimonio, persecución y disolución de su familia). Zinelli fue soldado de Mussolini, estuvo entre las tropas italianas en España, donde sufrió un desequilibrio mental.

Ramírez, desempleado, durante la depresión del 29, vagaba por el norte de California en lamentable estado físico y mental. Fue arrestado y llevado a un hospital psiquiátrico; le diagnosticaron esquizofrenia aguda. Zinelli, al fin de la segunda guerra mundial, fue ingresado al manicomio de Verona; le diagnosticaron esquizofrenia incurable.

Ramírez comenzó a dibujar unos años después de estar en el psiquiátrico. Era completamente autodidacta; pronto el dibujo se convirtió en la actividad central de su vida. Se dedicaba, dice Víctor M. Espinosa, su biógrafo, a «fumar y a producir copiosas cantidades de arte». Zinelli, también autodidacta, empezó a dibujar en el psiquiátrico; «fumaba sin quitarse el cigarrillo de la boca», escribe Antonio Muñoz Molina.

Ramírez asistió en el psiquiátrico a un taller de cerámica, donde encontró estímulo para crear. Tarmo Pasto, pintor, profesor de arte y psicología se dio cuenta del talento de Ramírez y le procuró material: papel, lápices, colores. Un escultor danés, internado para desintoxicarse, descubrió el talento de Zinelli, que hacía dibujos en la cal de las paredes, y contribuyó a que se instalara en el manicomio un taller de arte. Ahí Zinelli encontró estímulo para dibujar, y cuadernos, lápices, colores, tinta y pinceles.

Ramírez era un solitario, casi no hablaba; nunca aprendió bien inglés y vivió aislado en el psiquiátrico, rodeado de gente que no entendía y que no lo entendía; vivía encerrado en un medio (una sociedad) que no comprendía. Dibujar y dibujar, hacerlo sin fin, era su manera de estar en el mundo. Zinelli, también fue un solitario, «se fue encerrando en un mutismo interrumpido por murmullos, repeticiones de palabras, fragmentos tarareados de música» que no paraba de dibujar.

Los dibujos de Ramírez tienen un lenguaje propio y variedad en la composición «a pesar de que todo gira obsesivamente en torno a los mismos temas: jinetes armados, trenes...». Los dibujos de Zinelli «incluyen rifles, locomotoras humeantes, uniformes azules de soldados... con un estilo sintético, con multiplicaciones y repeticiones, con la compulsión del trastorno...».

Martín Ramírez y Carlo Zinelli son considerados notables dibujantes autodidactas, cada uno con una propuesta estética firme, de gran originalidad, que descubrieron su talento y se entregaron a su arte en manicomios. Los dos se pasaron la mitad de su vida encerrados, y murieron en hospitales psiquiátricos.

Los dos dejaron una obra enorme: terminaban un dibujo y comenzaban otro, con impecable constancia. Zinelli hizo más de tres mil dibujos. De Ramírez no se sabe cuántas piezas se conservan, por la dispersión de su obra, y porque durante mucho tiempo el personal del hospital le recogía y destruía sus obras, pero a pesar de ello son varios cientos de dibujos, muchos en gran formato.

Los dibujos de Ramírez y Zinelli pueden ser considerados como arte outsider o arte marginal, si lo entendemos, como dice Gabriela García, como «creaciones que escapan a contracorriente, a la homogeneización del Arte. Sus protagonistas son personas, principalmente autodidactas, que experimentan una necesidad irrefrenable de crear».

Las creaciones de Martín Ramírez y Carlo Zinelli se montan en museos y galerías de muchos países (ambos han tenido su propia exposición en el American Folk Art Museum de Nueva York), y estimulado por sus leyendas, su fama crece y sus obras se cotizan en precios exorbitantes en el mercado mundial. 

10 de abril de 2017

Los coleccionistas

Siempre estarán insatisfechos. Ese es su sino y condición ideal. Tal vez su insatisfacción es la motivación mayor, el encanto del juego, de su pasatiempo y a veces de su pasión. ¿Qué coleccionista no pierde el sueño y la serenidad ante una pieza rara, única, que en ningún otro lado estaría mejor que en su colección?

No me refiero a los puntuales compradores de objetos de una clase que se encuentran en cualquier parte. No me refiero a una serie de gatos o búhos de cerámica o madera o de cualquier otro material que se hacinan en una repisa o una mesa.

Pienso en el coleccionista como un cazador que está siempre al acecho de la pieza que falta. Un buscador astuto como un felino hambriento que acecha a su presa. Alguien que anhela piezas que sabe tan difíciles de conseguir que pareciera no existieran. Un recolector selecto, que limita los alcances de su colección, que la orienta, la refina, y termina por hacer de ella una obra maestra.

Ese coleccionista necesita algo más que dinero. Hace falta una pasión implacable, como todas ellas, un conocimiento profundo adquirido por la experiencia y el estudio, por los viajes y el azar. Sabe que una colección no son todas las piezas posibles sino las mejores o representativas, las raras, los ejemplares únicos de un periodo histórico o un país.

Por supuesto que hay colecciones extensas de gran valor. La diversidad y el número las hacen estimables y pueden encerrar, por ello, un valor histórico y didáctico. Pero sin criterios fijos, sin límites estrictos, cualquier pieza cabe en una serie sin pies ni cabeza.

El coleccionista selecto, el que quiere una colección cerrada porque tal vez no habría más piezas para esa colección finita, limitada, y que completarla puede ser una misión imposible o el objetivo que le da sentido a una vida.

Un coleccionista es, en sentido recto, alguien que busca algo en la vida y no cesa de buscarlo. Conozco a un coleccionista que sabe que su colección nunca estará completa. Y como si fuera un rompecabezas al que le falta una pieza, todas las demás le dan contorno y sentido a la pieza que falta. Todas las demás remarcan y señalan su ausencia.

Confío en que el coleccionista no encuentre nunca lo que busca. Conseguir esa pieza es su mayor deseo, y verlo satisfecho sería como poner en su sitio ese trozo de cartón perdido en el rompecabezas; lo dejaría sin propósito. Una colección completa pierde sentido, como un álbum que tiene ya todas las estampas después de que la mirada satisfecha recorre sus páginas.

Esa colección puede ser admirable, y digna de un museo, pero ha perdido su encanto, su razón de ser, el supersticioso encanto de provocar insomnio y despertar emociones intensas.

Una colección mientras está en formación, incompleta, puede arrebatar a su creador hasta lo inverosímil. Por completarla, puede empeñar tiempo, esfuerzos y una fortuna. Luego, al completarla, si eso es posible, implacablemente, la colección pierde interés.

A la satisfacción de la obra concluida la desplaza una implacable sensación de vacío. ¿Qué puede hacer o desear un coleccionista si no entregarse al aburrimiento y el hastío cuando ha concluido su empresa y ha conseguido la última pieza?

5 de abril de 2017

El hombre que empolla huevos

Abraham Poincheval, francés, de cuarenta y cuatro años, es un profesional de las ocurrencias, las bromas y, de vez en cuando, los escándalos. Se siente muy orgulloso de sus pequeñas hazañas, que deben ser muy redituables, como pasar una semana en un agujero bajo una piedra de una tonelada de peso, otra semana en una plataforma a veinte metros de altura o dos semanas en el interior de un oso disecado. Sin embargo, Poincheval ha cruzado esa línea que separa el juicio de la sinrazón: se siente artista y su arte consiste en empollar hasta que eclosionen una decena de huevos de gallina.

En el Palacio de Tokio de París, centro de creación a orillas del Sena dedicado al arte moderno y contemporáneo, monsieur Poincheval se ha encerrado en una caja transparente en la que, dice: «estará en un contacto mucho más directo con el público.» Se ha provisto de agua, comida (espero que el menú no se componga de gusanitos y semillas) y de una silla con un hueco y un sistema para empollar los huevos veintitrés horas y media diarias durante 21 días. En la otra media hora de cada día dejará de sentirse gallina y saldrá de la caja.

Monsieur Poincheval confía en que ese ambiente será estable y propicio para su «primera representación con seres vivos», y nos explica las causas profundas de su empeño: «Un hombre incubando huevos me interesa porque plantea el tema de la metamorfosis y el género.» Ni más ni menos.

Que un hombre pretenda empollar huevos de gallina pasa como broma, como pasaje de una novela disparatada o como gag de una película, pero no como una obra de arte en sí misma. Es necesario decirlo una y otra vez: ese acto que de artístico no tiene nada es un intento vil de otra tomadura de pelo. Y quienes se acerquen al gallinero de monsieur Poincheval deberían saber que ver a un hombre pretender empollar huevos es un acto grotesco, absurdo, morboso, y que tal vez ya se han contagiado de esa extraña cepa de vesania aviar.

Si esto no es una gran boutade, en el nombre del Hombre y los más altos valores del humanismo crítico confío en que monsieur Poincheval recibirá la atención que merece. Antes que en una caja transparente a empollar huevos, debería encerrarse en un frenopático (sería su consagración, su obra maestra). Esperemos que la ciencia, en particular la medicina y la psiquiatría, puedan ayudarlo. Que así sea.

3 de abril de 2017

Una cena de negocios

En un restaurante pequeño, con discreto encanto, en el que cenaban parejas y familias, un hombre solo esperaba en la mesa de enfrente a la nuestra. Llegaron dos más a la mesa del solitario; eran socios, podrían haber sido hermanos.

El lugar y la comida, la cena, era irrelevante para ellos. Lo suyo era una cita de negocios. Los socios-hermanos, en lo sucesivo «los vendedores» querían convencer al otro, en lo sucesivo «el comprador», de que el acto más importante de su vida era a) invertir en la empresa de los vendedores, o b) comprar esa empresa.

Los vendedores, arrogantes, le hacían saber al comprador que le estaban haciendo un favor, y cualquiera que entendiera de negocios y con un mínimo sentido de la oportunidad aprovecharía la ganga que le ofrecían. El comprador se ofendió y le dijo que no lo trataran de tonto.

Ordenaron la cena casi sin mirar la carta, tensos y con una falsa cordialidad. Hablaban en voz muy alta, y era obvio para todos los otros comensales que esa que presenciábamos no era una reunión entre amigos. Era evidente que su presencia desentonaba con el ambiente del lugar.

Cada uno de los vendedores adoptó un papel. Uno sería el rudo (el malo) y el otro el bueno (el técnico). Uno agrediría y el otro conciliaría. Mientras comían daban información, hacían números fantásticos, calculaban utilidades de ensueño, hacían pronósticos inmejorables sobre el gran futuro de su empresa. Querían engatusar al comprador. Éste dijo al fin:

«Tu empresa no vale ni la mitad de lo que dices.»
«Lo que pasa es que eres muy estúpido y no te das cuenta del potencial, no sé por qué estoy tratando contigo», dijo el vendedor rudo.
«Porque quieres verme la cara», dijo el comprador.
«Yo estoy seguro de que va a descubrir el potencial del negocio; eso haría un verdadero empresario», replicó el vendedor técnico.
 «Si tu lo fueras, harías crecer tu negocio, que no vale nada», dijo el comprador.

Mientras comían, hablaron, discutieron precios y porcentajes. Se insultaron. El comprador, fuera de sí, soltó con escándalo los cubiertos y señaló con el dedo, amenazó al vendedor rudo; el vendedor técnico concilió una vez más, ofreció una disculpa. El capitán de meseros invitó a los señores a disfrutar el momento sin gritos ni exabruptos.

La cena acabó de pronto. Ante las irreconciliables posiciones, el comprador se hartó de los vendedores o de perder el tiempo y se levantó para irse. También se pelearon por pagar la cuenta: «Yo pago. No voy a deberte nada.» «Nosotros pagamos esta vez y tú la próxima, ¿te parece?» Los vendedores también se fueron enojados.

En cuando salieron, se hizo el silencio en el restaurante. Su presencia era en verdad molesta, incómoda. En mala hora se aceptaron y casi instituyeron los desayunos, almuerzos y cenas de negocios. ¿Por qué sentarse a la mesa -un acto que representa uno los grandes momentos y placeres para convivir con amigos y seres queridos-, para comer y beber con desconocidos, con rivales y enemigos?

En un tiempo en el que todo el mundo está siempre a dieta y los más días del año se cena cualquier cosa, de pie, frente al horno de microondas, ¿por qué confundir la buena mesa con los negocios y no dejar los pleitos para los despachos de los abogados?

Pensaba que la cena había perdido dignidad y se había desvirtuado de su sentido más profundo, y justo antes de comentar esa opinión en la mesa, recordé que siempre ha sido así: un momento para la política, los negocios, los ajustes de cuentas y lo terrible. No sé si Jesús fue el primero, pero él también trató asuntos graves y trascendentes a la hora de la cena. Anunció su fin, su muerte, y dijo delante del traidor que sería traicionado.

No creo que haya sido un momento feliz la Última Cena. Sería una pena hacer de la cena la hora de las malas noticias, las disputas y las negociaciones. Muy pocos momentos pueden ser más intensos y memorables que los de una cena, una copa de vino y una buena conversación en compañía de personas con las que vale la pena sentarse a la mesa a celebrar la familia, la amistad y el amor.