3 de abril de 2017

Una cena de negocios

En un restaurante pequeño, con discreto encanto, en el que cenaban parejas y familias, un hombre solo esperaba en la mesa de enfrente a la nuestra. Llegaron dos más a la mesa del solitario; eran socios, podrían haber sido hermanos.

El lugar y la comida, la cena, era irrelevante para ellos. Lo suyo era una cita de negocios. Los socios-hermanos, en lo sucesivo «los vendedores» querían convencer al otro, en lo sucesivo «el comprador», de que el acto más importante de su vida era a) invertir en la empresa de los vendedores, o b) comprar esa empresa.

Los vendedores, arrogantes, le hacían saber al comprador que le estaban haciendo un favor, y cualquiera que entendiera de negocios y con un mínimo sentido de la oportunidad aprovecharía la ganga que le ofrecían. El comprador se ofendió y le dijo que no lo trataran de tonto.

Ordenaron la cena casi sin mirar la carta, tensos y con una falsa cordialidad. Hablaban en voz muy alta, y era obvio para todos los otros comensales que esa que presenciábamos no era una reunión entre amigos. Era evidente que su presencia desentonaba con el ambiente del lugar.

Cada uno de los vendedores adoptó un papel. Uno sería el rudo (el malo) y el otro el bueno (el técnico). Uno agrediría y el otro conciliaría. Mientras comían daban información, hacían números fantásticos, calculaban utilidades de ensueño, hacían pronósticos inmejorables sobre el gran futuro de su empresa. Querían engatusar al comprador. Éste dijo al fin:

«Tu empresa no vale ni la mitad de lo que dices.»
«Lo que pasa es que eres muy estúpido y no te das cuenta del potencial, no sé por qué estoy tratando contigo», dijo el vendedor rudo.
«Porque quieres verme la cara», dijo el comprador.
«Yo estoy seguro de que va a descubrir el potencial del negocio; eso haría un verdadero empresario», replicó el vendedor técnico.
 «Si tu lo fueras, harías crecer tu negocio, que no vale nada», dijo el comprador.

Mientras comían, hablaron, discutieron precios y porcentajes. Se insultaron. El comprador, fuera de sí, soltó con escándalo los cubiertos y señaló con el dedo, amenazó al vendedor rudo; el vendedor técnico concilió una vez más, ofreció una disculpa. El capitán de meseros invitó a los señores a disfrutar el momento sin gritos ni exabruptos.

La cena acabó de pronto. Ante las irreconciliables posiciones, el comprador se hartó de los vendedores o de perder el tiempo y se levantó para irse. También se pelearon por pagar la cuenta: «Yo pago. No voy a deberte nada.» «Nosotros pagamos esta vez y tú la próxima, ¿te parece?» Los vendedores también se fueron enojados.

En cuando salieron, se hizo el silencio en el restaurante. Su presencia era en verdad molesta, incómoda. En mala hora se aceptaron y casi instituyeron los desayunos, almuerzos y cenas de negocios. ¿Por qué sentarse a la mesa -un acto que representa uno los grandes momentos y placeres para convivir con amigos y seres queridos-, para comer y beber con desconocidos, con rivales y enemigos?

En un tiempo en el que todo el mundo está siempre a dieta y los más días del año se cena cualquier cosa, de pie, frente al horno de microondas, ¿por qué confundir la buena mesa con los negocios y no dejar los pleitos para los despachos de los abogados?

Pensaba que la cena había perdido dignidad y se había desvirtuado de su sentido más profundo, y justo antes de comentar esa opinión en la mesa, recordé que siempre ha sido así: un momento para la política, los negocios, los ajustes de cuentas y lo terrible. No sé si Jesús fue el primero, pero él también trató asuntos graves y trascendentes a la hora de la cena. Anunció su fin, su muerte, y dijo delante del traidor que sería traicionado.

No creo que haya sido un momento feliz la Última Cena. Sería una pena hacer de la cena la hora de las malas noticias, las disputas y las negociaciones. Muy pocos momentos pueden ser más intensos y memorables que los de una cena, una copa de vino y una buena conversación en compañía de personas con las que vale la pena sentarse a la mesa a celebrar la familia, la amistad y el amor.