28 de junio de 2020

A través del espejo, una librería

A través del espejo, guiño aparte a Lewis Carroll, es una librería de viejo en la avenida Álvaro Obregón, en la colonia Roma de la Ciudad de México. Acaba de anunciar que cerrará. La desaparición de otra librería debería de movernos tanto como la desaparición de otra especie. Pero al parecer somos (como sociedad) indiferentes a ambas pérdidas irremediables.

Conozco bien A través del espejo. Es de las librerías más grandes; espaciosa, limpia, iluminada y ordenada no sólo de la colonia Roma, sino de la ciudad. (Hay librerías de viejo que son una fiesta del caos, el desorden, el polvo y el amontonamiento; en algunas es casi imposible buscar con cierto orden.)

Al parecer no hubo manera de que sobreviviera a la pandemia del coronavirus; no hay manera de sobrevivir a la especulación inmobiliaria. Ya Italo Calvino se ocupó literariamente del asunto. Sitiada por restaurantes y bares, negocios mucho más rentables, ¿por qué, con simple lógica mercantilista, los propietarios del inmueble cobrarían un alquiler menor a una librería? El nuevo aumento en el alquiler ha sido la puntilla.

Las librerías viejo, en la Colonia Roma, en el Centro de la ciudad, y en unos cuantos puntos muy localizados aquí y allá en la ciudad, son pequeños oasis, los contados sitios en los que es posible encontrar los libros que ya pueden ocupar un lugar en las librerías de novedades, siempre necesitadas de espacio para los libros nuevos que no cesan de llegar. Las librerías de viejo son dos veces nobles: por ofrecer libros, y por acoger aquellos que no están en su mejor momento de venta, ni son lecturas escolares obligatorias, y esperan con paciencia admirable, a veces durante años, a su lector.

A través del espejo es una librería administrada por Selva, una mujer que sabe de libros. Que nació en una familia de libreros y sabe muy bien lo que vale un libro (no me refiero al precio comercial) y lo que ofrece en su negocio. En su librería se encuentran, todavía, joyas y tesoros para bibliófilos, los que padecen el dulce mal de valorar los libros como objetos y que ofrece enormes satisfacciones vanidosas y egotistas al que lo padece.

No sé cuántos ejemplares habré comprado ahí. A veces porque no se encontraban en otra parte, a veces por economía. Me basta una mirada muy superficial a mis estantes para encontrar (hay una memoria libresca, es decir, para recordar la compra y adquisición de los libros: ¿alguien se ha ocupado de escribir sobre ella?) seis o siete libros, siempre en buen estado, que compré en la librería.

En periodos escolares, pasaba frente a ella con prisa (y alivio para mi bolsillo) cada día. A veces me detenía en su vitrina, me asomaba a sus vistosas exhibiciones de libros acomodados con gracia e intención. Era imposible adentrarse unos minutos y no encontrar algo que alegrara el alma, un ejemplar que nos parecía un regalo, un hallazgo que no podíamos dejar pasar. Como en tantos otros aspectos de la vida, en las librerías de viejo se trata de un ejemplar único, una ocasión que no se puede desperdiciar.

La librería A través del espejo va a cerrar. Es un signo de los tiempos. No puedo dejar de lamentarlo. No me gustan los mal llamados libros electrónicos (simplemente no son libros). Soy un sentimental, pero también estoy convencido de que vez que se cierra una librería clausuramos un poco más el mundo en el que crecí, el de los libros de papel y tinta, y da un paso adelante el mundo virtual, digital, electrónico y a distancia, cuya completa y definitiva e irreversible instauración no quisiera presenciar.

Adiós, A través del espejo. Gracias, y adiós.

24 de junio de 2020

Amadeus en bicicleta: novela de Rolando Villazón

Rolando Villazón cultiva sus talentos artísticos desde una sensibilidad versátil, libre y juguetona. Es un error considerarlo sólo un cantante. Artista de múltiples maneras, de pronto salta de la casilla del tenor y se instala en otros territorios. Esas incursiones en otras disciplinas no son comunes y casi nunca son bienvenidas por la crítica y el gran público.

Si un artista se sale de la casilla asignada su acción es tomada como una excentricidad, un capricho, una divagación pasajera. Ese segundo oficio no debe de tomarse en cuenta, pareciera ser la consigna, y menos aún el artista que se mueve como un caballo y en la siguiente jugada como un alfil.

La trayectoria de Rolando como cantante ha sido notable y espectacular, y es reconocido en el mundo entero como uno de los grandes tenores de su generación; el aplauso rendido de los más diversos públicos durante muchos años, sobre todo en Europa, y el número de sus grabaciones y millones de discos vendidos dan cuenta de su éxito. Es una estrella del mundo de la ópera, un poco a su pesar.

Pero Rolando es también un dotado clown (tiene un concepto muy alto del oficio de payaso, incluso todo una postura filosófica bien argumentada, y con su nariz roja y peluca visita a niños enfermos en los hospitales y actúa para ellos; es obvio que gratuitamente). También es un actor dotado fuera de la escena operística y un presentador de televisión, un simpático conductor de programas de radio y un dibujante de caricaturas (muchas de él mismo: un rasgo de inteligencia y sentido del humor) con soltura, y un director de escena de ópera que hace un montaje cada año.

Y si todo esto fuera poco, recientemente ha mostrado su capacidad de organización, administración y liderazgo para llevar a buen término el festival de la Semana Mozart en Salzburgo. No son pocos talentos, y en verdad no me sorprendería que destacara en alguna otra actividad. Tiene el envidiable don de hacer bien todo lo que emprende, pero de los oficios conocidos aún falta otro, que, a juzgar por la circulación y recepción de su obra pareciera secreto: Rolando es también un escritor, uno de los novelistas más singulares de hoy porque su obra, me aventuro, no se parece a nada de lo que se escribe en lengua española en los dos lados del Atlántico.

Su primera novela, Malabares (Espasa, Madrid, 2013; Jonglerie en la edición francesa, y Kunststücke en la alemana), es una declaración de principios a través de las historias paralelas y divergentes de sus protagonistas, dos payasos, y sorprende por su densidad narrativa, la complejidad de su trama, por su imaginación y la impecable soltura de su prosa y dominio del arte de narrar, pero sobre todo por su entusiasta devoción por el juego.

Desde Malabares Rolando nos muestra las coordenadas de su escritura: el juego entendido como una actividad trascendente. El punto de referencias y referente es Cortázar, y no es fácil encontrara en nuestro ámbito a otro autor que se haya ocupado del Juego (así, con alta inicial), con fervor, como lo hace Rolando. El punto de partida es Cervantes y don Quijote.

El homo ludens de Huizinga encuentra una expresión en este universo novelesco, siempre que se entienda el juego como la actividad más alta y profunda. El juego es sagrado, y nada, salvo el pan, más necesario en la vida del hombre. El juego es la vida, como lo saben los niños. El juego, la ficción, la simulación, el teatro, el cine, la televisión, la ópera son, con frecuencia, otras formas de manifestar esa voluntad lúdica sin la cual no seríamos la especie que somos. Para ser plenamente hombres y mujeres tenemos que jugar.

Rolando ha sido consistente en su propuesta literaria. Paladas de sombra contra la oscuridad, la segunda novela, no ha sido publicada en español; por fortuna la salva de la triste condición de absolutamente inédita una edición alemana (Lebenskünstler) de 2017. Es lamentable que la obra de Rolando aún no pueda ser leída en su lengua original, y que sea desconocida por los lectores de México, el resto de Hispanoamérica y España.

A veces los misterios del mundillo editorial son insondables, pero tengo la impresión de que la literatura de Rolando es tan distinta (la palabra original ya es en sí un tropiezo) y va firmada por un cantante tan famoso que levanta sospechas y dudas entre editores y lectores. La celebridad del tenor atenta contra la publicación de la obra del novelista. «Quién quiere leer la novela de un cantante de ópera», dijo Rolando en una reciente entrevista. Tiene razón.

Y crece la sospecha de que muy pocos lectores creerían que un artista excelso del canto, célebre y reconocido, famoso, para emplear esa palabra que tanto lo incomoda, pueda ser también un buen escritor. Una cosa o la otra, pareciera ser la opinión más extendida. Caballo o alfil. Nada más sospechoso que un artista que cultiva con fortuna dos artes muy distintas.

Los músicos, en particular los cantantes, no suelen leer libros y mucho menos los escriben. Los dos o tres nombres que alguien encuentre entre los músicos tras una búsqueda exhaustiva, son excepciones. Después de convivir durante años con ellos en un teatro de ópera, puedo afirmar que el único músico lector que he conocido es Rolando. Sólo tengo noticia de otro músico, entre nosotros, que escriba, pero no novelas.

A principios de los años noventa, Rolando era un joven estudiante de canto dispuesto a comerse el mundo. Recuerdo una de sus primeras audiciones en Bellas Artes (para aspirar a un papel, tal vez el modesto Parpignol de La bohème) por su bonhomía y su sonrisa, su actitud, su confianza no en su futuro sino en la vida, y, sobre todo, porque cuando puso sus partituras sobre el piano colocó encima, con todo cuidado, una antología de los cuentos de Julio Cortázar.

Si ya había una simpatía, en ese momento se fraguó una complicidad. Descubrí que Rolando es un lector voraz, atento y lúcido, con excelente gusto literario, que lee sin cesar más allá de lo debido en las noches, en los trenes, aviones, estaciones y aeropuertos. No existe un escritor de calidad que no haya leído al menos una pequeña biblioteca. El bagaje cultural y libresco de Rolando es enorme, y lee con soltura en varias lenguas.

Empezó a escribir desde muy joven, y parecía que lo hacía para sí, en cuadernos, con una escritura casi secreta, sin pretensiones, por eso nos sorprendió con Malabares: novela compleja y de muy complicada ejecución, una obra limpia que no ha recibido la atención que merece. Paladas de sombra contra la oscuridad es la novela del juego por el juego, de diversos juegos que se entrelazan y las vidas de esos jugadores.

Su tercera novela, Amadeus en bicicleta, acaba de ser publicada en Alemania como Amadeus auf dem Fahrrad (Rowohlt, 2020), y no hay a la vista edición en español. El rechazo de obras es una práctica común y necesaria de las editoriales, pero haber sido publicado por primera vez en otra lengua y no en la propia es una situación atípica. Y también una pena que merecería una reflexión.

Haber sido publicado y leído con aceptable fortuna en otras lenguas, antes que en la propia, en la que la obra ha sido escrita, es desconcertante. Confío en que esta situación algún día sea sólo una anécdota. Confío en que esta extraña situación será reparada con el tiempo, aunque me pregunto, no sin desconsuelo, si el descomunal peso del cantante habrá sepultado el porvenir del escritor.

Amadeus en bicicleta es una suma de los motivos literarios y, en un sentido más amplio, de las razones y motivos estéticos y sociales que estimulan la literatura de Rolando. El lugar de la novela es Salzburgo. La ciudad natal de Mozart es más que el escenario. Pero no sólo la ciudad de los turistas y los aficionados que asisten al célebre Festival, también la íntima de un artista extranjero y marginado que habla con las estatuas y duerme en las calles.

Vian Bauer, el protagonista de la novela, llega a Salzburgo como punto final o tierra prometida en un largo viaje que revela a la vez la condición de la obra de formación o aprendizaje (Bildungsroman), pero también de reflexión crítica de la ópera como arte y fenómeno cultural y social. No en balde un personaje llama a los cantantes «pajarracos». No creo que haya sido narrada con tanta verdad y poesía la durísima condición, la absoluta vulnerabilidad e indefensión de un joven cantante.

He asistido con pesar a las audiciones de decenas de aspirantes que nunca serán cantantes. Sí, es así en casi cualquier actividad. El camino de un cantante es arduo, con una extraña mezcla de talento, facultades, aprendizaje, actitud y un indefinible algo más que con frecuencia llamamos suerte.

Vian Bauer, ebrio de poesía y música y literatura, es un enjambre asombroso de virtudes y debilidades. Es neurótico, paranoico, ingenuo, fantasioso y entrañablemente adorable. Es un lector que no cesa de fantasear, un loco del canto y la poesía (los poemas y los colores lo calman, lo protegen de los cuervos internos que lo persiguen). Pero sobre todo es el guardián del juego, el gran jugador, el hombre-juego que descubrirá que los ordinarios juegos de azar de un casino no son lo suyo; el juego, el verdadero Juego, es otra cosa.

Pero antes que nada Vian es un personaje encantador e inolvidable. Le basta, como en el poema de Machado, una mosca, mejor: un caracol, para entretenerse y encontrarle sentido a la existencia. Sus juegos en casa, en la calle, en las estatuas y monumentos de Salzburgo muestran que el mundo es un lugar para jugar; no un parque temático, no un disneylandia donde el juego es mecánico, está hecho y reglamentado, sino un lugar donde hay que encontrar el juego que revelan sillas, estatuas, escaleras o elementos que saltan a la vista en el momento.

El juego, como la vida, se hace a cada instante. El juego, el verdadero, es siempre infantil, simple, tonto y espontáneo. El juego vale por el hecho de jugarlo. Nadie lo ha entendido mejor que Vian, un niño obligado a hacerse hombre, un jugador que quiere seguir jugando. Vian cree que el arte, el más serio de los juegos, puede salvar al mundo.

La novela es un canto de libertad, un largo paseo por Salzburgo, incluida una guía dónde dormir a la intemperie si no se tiene una habitación para pasar la noche, pero también un homenaje a Mozart. Vaya si lo es. Es una búsqueda y un diálogo y un encuentro. Buscar a Mozart en Salzburgo puede ser tan estéril o frustrante como en el soneto de Quevedo buscar a Roma en Roma. La ingrata Salzburgo que no se enteró en realidad quién fue el mejor de sus hijos. Pero ahí están la casa natal, el museo, los instrumentos de Amadeus que han sobrevivido…

Pero la borrachera «mozartiana» del gran Festival, los chocolates, juguetes, motivos y todo lo que pueda ser llamado y vendido con el nombre de Mozart en el demencial delirio sin límites de la mercadotecnia poco tiene que ver con la música del genio, que sin embargo nunca ha sido tan apreciada y celebrada tanto como ahí mismo, en una enorme y preocupante contradicción.


La novela es un encuentro, un diálogo y una fiesta mozartiana. Es esta, como un género nuevo, una novela mozartiana. Un juego mozartiano. Todo remite a él. Todo encuentra una correspondencia. La vida de Mozart, en realidad sus cartas, como fuente de conocimiento, oráculo y guía de vida. Es también una mirada al mundo de la ópera desde la puesta en escena de Don Giovanni, en la que aparecerán los egos y los divos, los contratiempos, los conflictos, las diferencias entre la dirección musical y la de escena. No creo que se haya contado antes, desde dentro, desde el escenario, las tensiones del montaje de una ópera.

La novela es también la historia de un enorme conflicto padre/hijo que deja el lío de Kafka con su papá para niños de preescolar; una triste historia de desamor; y la rivalidad del protagonista con Jaques, el diablo, personaje imponente e inquietante. Otros personajes inolvidables son Julia, la chica arcoíris; Perec, el librero; y Herr Wolfgang, el jardinero, que encarna la beatitud o la locura.

Amadeus en bicicleta es una reflexión sobre el arte y el fracaso artístico, y encuentro al menos cinco largas escenas, logradísimas, en las que Rolando alcanza el punto más alto de su escritura. Pienso en la primera vez que asiste a Bayreuth, la rebeldía de Julia, el paseo en bicicleta, el debut de Vian en Salzburgo y los diálogos con Perec.

Rolando toma riesgos, y los supera. Ha escrito una novela en la que Vian aspira a fundir su bagaje cultural con la vida, y obligado a tomar decisiones, ese hombre joven se niega a serlo si el precio es dejar de ser del todo un niño. En esta novela sobre el juego, el arte como un juego y la vida misma como el gran juego (a veces terrible), están presentes también la desesperanza, la orfandad, los reveses de la vida, el hado que a veces no entiende lo que buscamos y niega los más altos anhelos.

Amadeus en bicicleta es una novela gozosa, sorprendente y divertida, que derrocha sentido del humor y cuyos sentidos se multiplican y se escapan para volver a aparecer, enriquecidos, una y otra vez. Podría leerse como una teoría del Juego, o de la vida. Con ella Rolando nos invita a jugar. Dice Vian: «Si quieres sentir una gota de esa libertad que sopla en el alma de los genios, lo que has de hacer es inventar tus propios juegos».

Adenda: Amadeus en bicicleta fue publicada en España por Galaxia Gutenberg (nota de abril de 2021). 

19 de junio de 2020

Los libros por leer

Hacer listas tiene su encanto. Encierra un misterio, una ilusión, un deseo. Pareciera una práctica obvia y simple, pero psicoanalistas y filósofos y semióticos se ocupan de ellas, de lo que revelan, la personalidad de quien se ocupa de hacerlas y sus posibles implicaciones y significados. Umberto Eco les ha dedicado un libro.

Hacer una lista puede ser el más burdo ejercicio antisocrático, pues Sócrates no sólo no las hacía sino que desdeñaba la escritura misma porque atenta contra la memoria. Yo hago listas contra el olvido. Sin ellas, algo faltará. Si voy de compras sin una lista que he completado a lo largo de muchos días, algo faltará en el guiso, en la mesa. Puedo volver a casa sin el artículo o producto por el que salí a la calle (me ha sucedido).

Pero las listas también cumplen otra función. Creo que es una manera de ordenar la vida y el mundo. Es decir,  son una forma de luchar contra el caos. Las listas ofrecen la promesa del consuelo de regular las acciones y los deberes. De ordenar las acciones a emprender, de cumplir con las tareas impuestas o necesarias en un día.

Cumplir con todas las acciones de una lista es mucho más complicado que hacerla, pero una vez realizada ofrece el consuelo de conocer qué debemos hacer. Y la satisfacción infantil de tachar las palabras de la lista, o de ponerles una vistosa palomita al lado una vez ejecutada la acción, algo tiene de liberación y estímulo.

Yo hago listas de lo que debo hacer en el día (con frecuencia no cumplo con la meta propuesta), de las compras en el súper o la frutería, pero también de los libros por leer. Es un forma de lucha contra el tiempo y el olvido. Quisiera leer muchos más libros de los que podré disfrutar, y la lista, que hoy tiene ciento diecinueve títulos, es a la vez un consuelo y la evidencia del fracaso en mi intento de convertirme en un lector total.

Y no es que me limite a aspirar a leer ese número de libros, más bien son los que considero de lectura urgente y necesaria. Está claro que necesitaría años para cumplir con esa cifra que no deja de aumentar.

Esa lista es una guía, un camino y con frecuencia me descarrilo porque me distraigo con otras lecturas no planeadas por razones tan diversas que sería muy largo enumerar. Y no refiero a las lecturas obligadas por razones laborales, sino a los libros que deseo leer para mi alegría y placer, en el ejercicio de lo que Michel Crépu llamó con lucidez «el vicio impune».

Me parece que mi lista de libros por leer es a partes iguales un consuelo y una fuente de desasosiego (sin contar las relecturas). Me hace ilusión y me consuela pensar en tanta alegría y buenos libros por leer, y a la vez me inquieta y angustia que nunca cumpliré la meta. La lista se modifica, y será imposible agotarla. El día que no haya libros por leer, que no me entusiasmen, es una de las formas del fin.

Supongo que ante la incapacidad de leer todo lo que quiero tendré que ser más selectivo todavía, y una buena dosis de resignación me vendría bien. Si no puedo leer aquel libro, recuerda que leíste este otro, puedo decirme. En casa tengo (por fortuna, aunque también es una pena), más libro de los que podré leer. No hay remedio. Además, por alguna extraña razón, cada vez leo más despacio. 

Elias Canetti sabía que no volvería a frecuentar muchos de los libros de su biblioteca, pero los conservaba todos porque sabía que, en un momento inesperado, necesitaría alguno. No consultaría a muchos de ellos, pero no sabía cuál le sería indispensable, al menos necesario. Desde el librero nos acompañan, esa es su primera función.  

Y cuando pensaba que todo estaba en su sitio, y los libros en los estantes, encuentro una cita de Roberto Calasso que, como toda su obra, trastoca e ilumina lo que toca. Dice que es esencial, lo que equivale a necesario o urgente, comprar libros aunque no los leamos de inmediato. Pasarán años tal vez, pero llegará el momento en que sea necesario leer ese libro que aguardó el roce de nuestras manos y nuestra mirada por tantos años, y remata su lección con maestría absoluta: «Qué extraña sensación cuando se abre ese libro: la sospecha de haber anticipado, sin saberlo, la propia vida.»