23 de julio de 2018

Un beso para erigir un sueño

Ahora, en este presente continuo y fuera del tiempo que recreo cada vez que repito el milagro de que Louis Armstrong cante como un presagio “A kiss to build a dream on”, del viejo disco se desprenden palabras como guiños que no me son del todo ajenos, anhelos recurrentes que persisten y confundo con las formas de tu ausencia.

Esa etérea presencia tuya, ese no estar y revelarte en la música, en las cosas, esa ilusión perfecta, hace del tiempo un espacio inmóvil fuera de la canción. La trompeta heráldica y la promesa nunca formulada de erigir un sueño que no era tal adquieren su sentido al hablarte en la distancia. Son la expresión de algo que no existía, que jamás ha existido entre nosotros (ese vano tú y yo), en el tiempo relativo de los relojes y los calendarios.

Repito la canción y me gusta más todavía, se despliega en la noche y me entrega uno a uno sus misterios cada vez que Armstrong pide un beso para erigir un sueño. El beso no es el detonante porque descubro que el sueño ya existía en silencio y sin saberlo. La intuición de lo que eres y te atribuyo hicieron de un beso fundacional el principio de algo que viene de lejos, que madura entre nosotros de pronto como un vino viejo recién servido.

Las palabras que ahora dicen lo que debimos haber sabido, lo que siempre temimos porque no había promesa ni futuro y sí el temor de que ese beso no sirviera para erigir un sueño. Deseo puro, destilado de una abstracción ideal del tú y yo que jamás pasó ni tomó forma en nosotros porque sabíamos que sólo hubiera sido la tristeza y la caída absoluta, el desvanecimiento del sueño prometido que bien podría ser la mixtura de la amistad y el cariño o la ilusión del llamado del amor.

Pero ahora, cuatro días después de beber contigo una copa de Chianti, aquello que parecía emerger aún se niega a sí mismo. Mi mano que rozaba tus labios derrumbó cinco años de espera. Un beso se multiplica y transforma en cuatro días de ausencia la marcha del tiempo. Ahora el sueño tiene tu silueta y no la de sombras que no tomaron luz en ti o en la otra tú que sueño e imagino.

Cuatro días han absorbido cinco años. A eso que llamo tu ausencia la confundo con la que no eres; reconstruyo tu risa y tu manera de mirarme, a las que he definido como la alegría y la melancolía. Cinco años de distancia son insoportables por la indecisión que no erigió un sueño, pero cuatro días después de alcanzados duele más la ausencia de tus labios empapados en vino.

Es esta la peor manera de vivirte. ¿Cuál es el recuerdo tuyo más antiguo que tengo? Se confunden los tiempos verbales que no pueden explicar que te encontré hace cinco años y hoy te reconozco, o que bebimos vino hace cuatro días y lo disfruto ahora, o que desde hace cinco años te estoy besando esta noche. Te descubro donde estés: en la canción, en el vino, en la ausencia, en la memoria, en el tiempo, en la persistencia del regusto en mi boca de un beso tuyo para erigir un sueño.


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Nota:  Cada texto está fechado, aunque no lleve la cifra del año. La historia, el tema, los personajes, el lenguaje, las expresiones y giros, la tecnología revelan pistas para deducir cuándo fue escrito. Basta pensar que aquí se habla del "viejo disco", y aunque se tratara de un CD y no de un LP de vinilo, ya es suficiente para datarlo hace media vida. Algunos excesos, un poco andar en círculos y cierta confusión me dicen que este texto tiene tal vez veinticinco años. Lo recordaba, y sé que lo guardé con la idea de reescribirlo algún día. Ahora que ha sido exhumado de una carpeta arrumbada veo que, salvo limpiarlo, no tiene sentido volver a hacerlo. Entonces lo publico aquí o lo condeno al limbo informático, nombre electrónico y elegante del cesto de los papeles, que es el mejor amigo de un escritor según cuenta Robert Graves. Disculpe usted, amable lector, que haya elegido la primera opción.

22 de julio de 2018

Tomados de las manos

Entré al café a tomar notas para un relato. Tenía cuarenta y cinco minutos antes de la hora del taller de lectura. Pedí un expreso y fui a sentarme a la única mesa libre. Elegí la silla en la que tendría más luz. Enfrente de mí, al fondo, a unos tres o cuatro metros, junto al ventanal, en un encuadre perfecto, al centro, sin obstáculos, estaba la pareja.

Ella, a la derecha, mostrándome el lado izquierdo de su perfil griego. Muy delgada, de rasgos finos sin llegar del todo a bonita, con una trenzas delgadas que se enlazaban en la nuca sobre el cabello a los hombros. Llevaba ropa deportiva, oscura. Él, a mi izquierda, frente a ella, llevaba el cabello muy corto y una barba muy cuidada, a la moda, pantalones claros y una camiseta. Eran muy jóvenes, acababan de dejar atrás la adolescencia.

Eran una pareja de jóvenes adultos, al principio de sus veinte años. No llevaban mochilas ni bolsos ni tabletas ni computadoras; tampoco usaron sus teléfonos. Los imaginé estudiantes universitarios. Nada había de particular en ellos, pero pronto supe que era su primera cita. Se veían en las aulas y los pasillos, tal vez eran compañeros de clase y se sentaban juntos; aunque quizá no estudiaban la misma carrera pero se conocían, seguro tenían amigos en común.

Yo no escuchaba ni una palabra de lo que decían, pero su conversación fluía, uno y otro tomaban la palabra, se reían. Sin saberlo medían el terreno. Aún había una distancia, aguardaban con las espaldas en los respaldos de las sillas, como si no hubiera llegado su hora o no supieran qué esperar. Estaban en el filo de un plano superior de su relación.

En su mesa sólo había un vaso con naranjada y un capuchino. Ella se estiraba las mangas y se cubría con ellas las manos. Subía los pies a la silla y se abrazaba las rodillas con ambas manos, encerrándose en sí misma. No era un gesto elegante. Luego las soltaba, se llevaba las mangas (con las manos ocultas) a la cara, se revolvía en la silla. Él no se movía, pero movía mucho las manos al hablar.

Mi mirada iba de la pareja al cuaderno. En la mesa de enfrente y en la página en blanco estaba por suceder algo. En la mesa, un amanecer; en el cuaderno, la crónica de eso que emergía. Todo comienzo es distinto, y ellos no sabían por dónde avanzar.

La conversación, supongo, dejó de ser anecdótica y poblada de nombres y lugares comunes. Tal vez empezaban a hablarse en verdad, a decirse al fin lo que tenían que decir. Sus movimientos fueron más pausados, se miraban atentos, se concentraban en ellos mismos.

Ella dio un sorbo a su capuchino y lo puso en la orilla de la mesa, junto a la ventana. Él hizo lo mismo con su naranjada. Ella adelantó la silla, se acercó a la mesa, puso los brazos en la mesa, las manos seguían ocultas en las mangas.

Él acercó sus manos a la mesa y las dejó en reposo, muy quietas. Ella retiró las manos, y las movía a los lados, las llevaba a su pelo, y volvían a posarse en la mesa. Él mantenía las suyas inmóviles.

La conversación era cada vez más íntima, más seria. Ya no tomaban sus bebidas, ya no se distraían. Estaban solos en el mundo, y se bastaban a sí mismos. Estaban construyendo el tú y yo. Pero todavía faltaba un poco más. Esas palabras justas y necesarias como un puente que habría que cruzar con las miradas, las manos, las bocas.

Ella sacó las manos de las mangas tímidamente, como si salieran dos conejitos blancos de su madriguera. Y se quedaron muy quietas, no lejos del centro de la mesa. Mientras ellos hablaban, y tenían mucho que decirse, las manos de él, lentas como dos caracoles después de la lluvia, emprendieron el gran viaje al centro de la mesa. Era un empresa enorme y arriesgada: tal vez sería les posible acariciar suavemente a los conejitos.

Las manos caracoles hicieron el viaje, las manos conejitos aguardaban. Las palabras y las miradas lo eran todo en el aire, en los oídos, en los ojos y la imaginación. La respiración agitada o un corazón acelerado podría delatarlos, por ello estaban muy quietos y atentos, mientras las manos se acercaban. Tal vez los conejitos se acercaron un poco más al centro de la mesa; los caracoles seguían su penosa marcha, sabían que tendrían una recompensa maravillosa.

La conversación seguía, cada vez más intensa, más íntima, más tú y yo. Es arduo y complicado construir un nosotros. Ya no había marcha atrás, los delataban sus miradas, un leve rubor, la risa nerviosa. En el microuniverso de una mesa estaban solos (en el café había dos docenas de parroquianos; detrás del ventanal, el mundo). Un suceso común, no por ello menos maravilloso, íntimo y secreto sucedía ante nosotros.

Entonces, con timidez, las manos caracoles se hicieron de valor y rozaron a las manos conejitos blancos que no se movieron, resistieron estoicos el llamado del amor. Las manos caracoles acariciaron suavemente las manos conejitos como si lo hicieran no en el dorso sino el lomo. 

Las miradas estaban fijas en el centro de la mesa. Las manos caracoles tomaron las manos conejitos, que aceptaron gustosas y respondieron tomando a su vez para sí a las manos caracoles. Las manos se acariciaban y conocían por primera vez. Celebraban con alegría la magia su encuentro.

Miré el reloj. Habían pasado cincuenta minutos. Cerré el cuaderno con la página en blanco y me fui. Había sido el testigo privilegiado del nacimiento de algo trascendente para ellos. Los dejé ahí, conversando, mirándose sin cesar, por primera vez tomados de las manos que ya no se soltaron. No es difícil imaginar lo que muy pronto sucedería entre ellos. 

16 de julio de 2018

Una definición de literatura

Pere Gimferrer ofrece en su «Prólogo» a Arte poética: Seis conferencias, de Borges, una definición de la esencia de la literatura que vale la pena comentar. Tal vez no deseaba proponer una definición, al menos no pretendía hacer una que aceptaría una enciclopedia, y tampoco una que satisfaciera los rigores de la academia.

Me sentiría decepcionado si los especialistas no refutaran esta notable aportación por ambigua, etérea, pretenciosa, inconsistente, indemostrable o subjetiva. Gimferrer, poeta, ofrece una definición viva de la esencia de la literatura desde la literatura misma:

«aquello que hace que una determinada combinación de palabras o de sintagmas adquiera la entidad de un objeto verbal irrefutable, sin cuya existencia, no traducible en rigor a otro idioma que aquel en que se formula, sabríamos menos de lo que sabemos sobre nosotros mismos y sobre el mundo».

Estupenda en verdad y, sobre todo, estimulante. Como en un encantamento, tan inexplicable como un sortilegio, las palabras (o sintagmas: algunos poetas también son gramáticos), una determinada combinación de ellas, adquieren luz, conocimiento que nos expresa, nos contiene, nos revela, y nos permite ver el mundo y las vida con más claridad que los manuales y las ciencias. Es así, y cuando esa determinada combinación (algo tendrá que ver la belleza) dice su verdad, está hablando la esencia de la literatura.

Esta definición mínima de Pere Gimferrer engarza con aquella célebre sentencia que el siempre recordado Italo Calvino dejó en la «Introducción» a Seis propuestas para el próximo milenio: «Mi fe en el futuro de la literatura consiste en saber que hay cosas que sólo la literatura, con sus medios específicos, puede dar». Sí, aquel objeto verbal irrefutable dice cosas que sólo la literatura puede expresar (ya se ha hablado y escrito de ella como una fuente de conocimiento).

Con un guiño a Cortázar, se me ocurre que, como un modelo para armar, se podrían fundir las dos oraciones, hacer una nueva combinación de ellas para erigir un objeto verbal irrefutable. El resultado es tan esclarecedor, tan cierto y obvio, que salta a la vista de cualquier lector de literatura.