31 de marzo de 2015

Un año y un siglo

Hoy se cumple un año del centenario del nacimiento de Octavio Paz. Un año es una medida razonablemente humana del tiempo. Una eternidad en la infancia; una fecha que vuelve veloz en el calendario. El tiempo era uno de los temas del poeta. La fugacidad, la permanencia, la condición efímera del hombre en la Tierra.

Están tan cerca en la memoria los debates, los artículos y actos, los festejos, las reflexiones, las lecturas con motivo del centenario. Ahora hace un siglo más un año. Hace poco, hace nada,   recordábamos en su justo sentido los versos: soy hombre: duro poco / y es enorme la noche.

El tiempo es un potro desbocado, que no se agota ni se cansa, se fuga y se pierde, a lo lejos, en su marcha. ¿Es esto una metáfora? Sólo nos queda abrir bien los ojos, en el parpadeo luminoso, vital, que nos da esa noche enorme. Octavio Paz, su vida, sus luchas, su poesía, su pensamiento, el paso de un año desde su centenario es también una medida del tiempo.

¿Es real el tiempo? Sólo si sabemos que pasa y se fuga, y recordamos que estamos solos, pero cuando estoy solo no estoy solo: estoy conmigo. La poesía, a veces, es un bálsamo. Recuerdo el centenario con la solidez de esa moneda acuñada para la ocasión. El tiempo nos arrasa, nos rebasa, nos devasta. De pronto, nos damos cuenta de que ha pasado, desde el siglo, un año.

Trato en vano con la memoria de detener el tiempo. En aquel potro se fuga la realidad en un instante. No hay consuelo. Somos hombres, duramos poco, estamos solos y es enorme la noche. ¿Es esto la realidad? No lo sé. Escribió el poeta:  Quizá la realidad también es una metáfora. Acaso una que también desgasta el tiempo.

30 de marzo de 2015

Luis Rius, poeta

Nació en España, pero llegó a México muy pronto, a sus nueve años, cuando acabó la guerra civil. Aquí vivió, se educó y trabajó (doctor en Letras por la Universidad Nacional, de la que fue profesor, entre otras). Aquí escribió una poesía solitaria que no acabó de encajar del todo en ninguna de las dos vertientes.

Tal vez por ello Luis Rius, poeta de dos tierras, es mal conocido en España, y aquí casi lo hemos olvidado. Casi nadie lo recuerda ni lo cita ni lo lee, aunque el Fondo de Cultura Económica reunió su obra en el volumen Verso y prosa hace unos años.

Publicó cuatro poemarios, Canciones de vela, Canciones de ausencia, Canciones de amor y de sombra, Canciones a Pilar Rioja, y una selección, Cuestión de amor y otros poemas, en la que incluyó algunos poemas inéditos, que terminó de preparar poco antes de morir, en la ciudad de México, en 1984.

Tengo a la poesía de Rius, con el regusto vivo de mis primeras lecturas, por una de las más límpidas y claras de la lengua, de una transparencia impecable. También, al menos en apariencia, una de las más sencillas, y sería mejor decir humildes, aunque los dos adjetivos llaman al equívoco y el malentendido. En sus poemas, todo es íntimo, casi un susurro, rico en sutilezas, con un pie en la tradición de la gran poesía española y el otro en la singularidad de su mirada.

Luis Rius tenía dos temas, y luego salía de caza e incursionaba otros cotos. El primero fue la tristeza y el destierro. Por algo llamo a una de las partes centrales de su selección de poesía reunida: Arte de extranjería. Tenía a España más en el deseo y la imaginación, en la historia y la palabra que en la memoria, y cuando volvió a su tierra se dio cuenta de que ya le faltaba la tierra americana.

El otro tema era el amor. Le encantaba las manifestaciones populares de la cultura española. Así, se enamoró de Pilar Rioja, una bailadora notable de flamenco, que tuvo fama y reconocimiento. El poeta puso en ella su corazón, sus ojos, su asombro y su entendimiento. Verla bailar fue para él un acto mágico y trascendente. Luis Rius veía en la danza de esa mujer el misterio de la belleza en movimiento. Se casó con ella.

Yo era muy joven cuando los saludé una noche, en una fiesta, después de una función. Debe de haber sido a principios de los ochenta. Ella iba de bailadora célebre, él de poeta admirado. Ha pasado mucho tiempo, pero algunos momentos, como algunos poemas, permanecen. Ahora recuerdo a Luis Rius, poeta, con estos versos dedicados a Pilar, tan suyos en su anhelo, tan limpios en su vuelo:

Si yo pudiera hacer a mis palabras
girar como los giros de tus cuerpo,
curvarse como el vuelo de tus brazos
y quebrarse al compás de tu cintura,
se moriría de amor ese silencio
de la sonrisa que sonríen tus labios
y gemiría tu sangre largamente
al escucharlas, como la mía gime
cuando al bailar me hieres y me sonríes.

13 de marzo de 2015

Entre Henry Miller y los millennials

Henry Miller, que era un gran mentiroso, un embustero encantador, además de un buen escritor, pornógrafo y la conciencia libertaria de su generación, cuenta en alguno de sus libros que uno de sus amigos tenía el don de vivir casi sin dinero, que podía vivir un año con la cantidad que otros gastaban en un mes.

Miller, que tampoco tenía jamás ni un dólar en el bolsillo, sentía que era un despilfarrador al lado de aquel modelo de austeridad espartana. El amigo del novelista apenas consumía, no se daba lujos y evitaba cualquier gasto, aunque no fuera superfluo siempre que fuera posible.

Uno los aspectos de los Estados Unidos que sacaba de quicio a Miller (la sociedad estadounidense vive la pesadilla del aire acondicionado, decía) era el consumo desmedido, el desperdicio, el gasto sin medida, la posesión inútil, la búsqueda de la felicidad a través de la acumulación de riqueza. No le faltaba razón.

En un cuaderno tengo un apunte para un cuento. Un hombre decide hacer su vida más sencilla, en busca de lo elemental y lo imprescindible de la vida. El primer paso de su plan, tal vez el más difícil de lograr, consiste en convertirse en un ser libre, completamente libre, con las menos ataduras y apegos posibles.

Comprende que el camino no es irse a una isla desierta, a una cabaña perdida en un espeso bosque ni ingresar a un monasterio de clausura. No quiere dejar su ciudad, no alejarse de su familia y sus amigos. Tampoco quiere desechar nada por sí mismo. Sólo quiere menos ataduras, comprar menos y vivir mejor.

Decide vender su coche y usar el transporte público y, en medida de lo posible caminar por la ciudad, hacerse un viandante. También considera necesario para sus fines guardar las tarjetas de crédito en un sobre sellado y olvidarlo en el fondo de un cajón. Apagará de una vez por todas el televisor salvo para ver cine y, por último, se olvidará del dispositivo inteligente que lleva siempre en el bolsillo (lo guardará apagado o sin batería en el mismo cajón en el que sepulta las tarjetas). Sin celular, dice, volveré a mirar el cielo.

¿Es posible vivir así? Ese es el nudo del cuento, pero si no fuera posible tal vez hemos perdido el rumbo por completo. Cambiará, por supuesto, la vida de ese hombre. Imaginar la vida sin esos cuatro pilares de la cultura y la civilización de nuestros días es un ejercicio que se antoja tan arduo de llevar a cabo como necesario para saber si, al dejarlos a un lado, alguien puede sentirse más libre.

En los Estados Unidos, el país de Henry Miller, el del consumo sin medida como quintaesencia de la alegría y el bienestar (algunos pensarán que de la felicidad) los sociólogos y otros analistas han encontrado las señas de identidad de una nueva generación, y en un mundo globalizado y cada vez más interdependiente, tarde o temprano lo que pasa allá sucede aquí.

Los llamados millennials son jóvenes entre los dieciocho y los treinta años que han modificado sus formas de vida y hábitos de consumo con respecto a otras generaciones. Pronto los millennials, a veces llamados generación y, serán una mayoría abrumadora de la fuerza laboral del mundo.

Estos chicos se empeñan como gato boca arriba en ser adolescentes hasta los cuarenta años. Pertenecen a la generación más educada de la historia de la humanidad y padecerán la peste del desempleo. No son racistas, son tolerantes y usan juguetes digitales de alta tecnología desde que nacieron. Y si bien les han tocado tiempos de alto desempleo, recesión y desastres financieros tienen un estilo de vida, características y hábitos de consumo muy definidos.

Compran menos coches y casas (no piensan pasarse la vida pagando una hipoteca) que las generaciones anteriores, desconfían y huyen de los bancos como del diablo. Y aunque ganen menos dinero, prefieren trabajar en empresas que no sean gigantes de rapiña y usura, y si pueden ser verdes o limpias o socialmente responsables, mejor.

Por supuesto, viven atrapados en las redes sociales. Tienen un teléfono inteligente que no sueltan ni apagan ni para dormir, y Facebook es su mejor vínculo con el mundo exterior. Compran desde su iPad o su computadora o su teléfono celular, se casan más tarde que nunca y no se identifican con ningún partido político.

Sus manías y fobias, sus hábitos de consumo, los definen como generación. Dice una consultora británica que si Apple abriera un banco tendría millones de clientes desde el primer día, y eso que la de los millennials es una de las generaciones financieramente más conservadoras de la historia, la que menos confianza tiene en los instrumentos económicos, en el dinero. Aunque también es cierto que gastan mucho, mucho más de lo que lo hacían sus padres y sus abuelos.

 Aunque en Estados Unidos viven ya abrumados por las deudas de sus becas universitarias, tienen marcas fetiche, favoritas, y son exigentes e impacientes. Compran por Internet, comparan precios, y les encantan que les entreguen sus compras a domicilio en veinticuatro horas.

Se guían por las recomendaciones de las redes sociales y desconfían de la propaganda gubernamental y de la publicidad. Sus hábitos de consumo son distintos a los de cualquier otra generación. Además se pasarán más de media vida en tenis y camiseta y comerán más frutas y verduras que sus padres, abuelos y bisabuelos juntos.

También los millennails son el grupo de jóvenes adultos más endeudado de la historia de los Estados Unidos, y ese hecho se reproducirá en muchos otros países. ¿Qué pensaría Henry Miller de ellos y su circunstancia? ¿Qué diría del personaje del cuento? 

12 de marzo de 2015

Amigos perdidos

Con el paso de los años es imposible no tener ya un registro personal de los amigos que han partido. Algunos empiezan muy tarde a inscribir el primer nombre en ese recuento, pero luego inexorablemente éste crecerá, acaso tanto que no será imposible perder la cuenta y faltar a la memoria de alguno.

Pero también hay otra lista, la de los amigos que hemos perdido en vida, de los que nos hemos distanciado, por errores y mezquindades, traiciones y equívocos, malentendidos y envidias, por nuevas parejas y separaciones, por matrimonios y divorcios, por la distancia y el silencio.

En el camino de la vida los hombres cambian tanto que puede llegar el día en el que no es posible encontrar y reconocer en la persona que tenemos delante al amigo que conocimos hace muchos años.

Yo he perdido algunos amigos. Y no es un consuelo saber que le sucede a todo el mundo. A veces las razones son tan infantiles que parecieran una mala broma. No es posible que un gesto desatento, que un juicio equivocado desemboque en la ruptura.

He perdido amigos, y lo lamento. Y echo de menos sobre todo a aquellos a los que pude haber lastimado, a los que decidieron que era mejor dejar de verme. En el caso contrario, cuando yo he decidido no frecuentarlos, procuro olvidar las causas y recordar los que nos unió en el pasado.

Todos los días convivimos con compañeros de alguna actividad, en la escuela o en el trabajo, con colegas, y a veces surge la amistad.  La vida nos acerca y nos aleja de gente de la que nos sentimos muy cerca por un tiempo, que puede extenderse por muchos años. Y un día, algo sucede, algo se rompe, y se abre una cima insuperable.

La amistad es tan valiosa y gratuita, tan nítida y estimulante como el amor. Y no menos misteriosa, y no menos frágil. Sin detenerme en los motivos y razones, hoy pienso en mis amigos perdidos. 

Las fotos de Juan Rulfo

En el vestíbulo de un edificio encontré una breve exposición de fotos de Juan Rulfo. No la esperaba, y aunque tenía prisa me detuve un momento a mirarlas, a recordar que fue un gran fotógrafo. Al llegar a casa, muchas horas después, tenía muy viva la impresión de aquellas imágenes y busqué el libro con sus fotografías. Si Rulfo no hubiera escrito, bastarían sus fotos para seguir considerándolo, en esa situación imposible, un gran artista.

Pero en esa nueva visita a sus trabajos, con el libro abierto en la mesa del comedor, dejé de pensar en él como un artista que cultivara dos disciplinas y lo vi como un artista con dos habilidades; un artista con la misma actitud y la misma mirada, ya se aproximara con la palabra o con una cámara.

Las oraciones de Rulfo son tan claras y nítidas como sus fotografías. Y sus fotos se recortan con la fuerza y la precisión de sus cuentos, la contundencia de sus ambientes. Nada sobra en sus imágenes, y tampoco nada falta, en sus fotografías y en su literatura hay una lección impecable de austeridad y belleza.

Las fotos de Rulfo, en un juego intenso de blanco y negro, revelan la soledad, el olvido, el tiempo del campo mexicano, de pueblos y caseríos, de paisajes, en los que pareciera que sólo falta alguno de sus propios personajes para cobrar vida. El mundo visto a través de la lente de Rulfo tiene los atributos de su literatura y es rotundamente rulfiano.

Las palabras y las imágenes no literarias de Rulfo tienen mucho en común. Hay algo que comparten en la mirada y la economía de recursos, en la expresión lacónica y en el encuadre impecable de cada toma, de cada oración.

Pareciera que hay una sintaxis que va de sus oraciones a sus fotos, una gramática común que impera en sus fotos y sus escritos. La belleza, sustentada en esa aparente sencillez, en la claridad y precisión, es a un tiempo visual y textual. Rulfo escribía cuando fotografiaba, y cuando hacia una foto escribía una historia.

El prestigio de los libros

Fui al despacho de un hombre del que nada sabía, salvo su nombre y su cargo. Me habló de su admiración por Don Quijote. Orgulloso me mostró sus tesoros, un cuadro enorme y lamentable, una pequeña escultura sobre su escritorio, un grabado en otra pared, y en una mesa lateral una escultura y sobre todo un ejemplar enorme del Quijote, una edición ordinaria de mediados del siglo pasado ilustrada con los grabados de Doré.

Ese hombre tenía una fijación por el hidalgo manchego, que era su fuente de inspiración, su ejemplo, su fortaleza. Había fundado una empresa y la había conservado y hecho crecer durante veinticinco años. Lo había logrado a fuerza de perseguir su sueño sin desfallecer jamás.

Yo no sabía que Don Quijote conociera y mucho menos que enseñara el camino del éxito empresarial, pero sospecho que es posible encontrar razones y fortaleza donde cada quien quiera buscarlas. Pero estoy seguro, después de hablar unos minutos con aquel hombre, de que no había leído la novela. Nada sabía de Clavileño, ni del bálsamo de Fierabrás, ni de Dorotea, ni de los duques, ni de la pastora Marcela, ni del caballero de los Espejos, ni de ningún otro personaje o lance; era evidente que no había leído ni una página.

Su imagen de Don Quijote era la de un personaje de musical, de cómic, de una pésima película, que nada o casi nada tiene que ver con el que creó Cervantes. Un mundo zafio enfermo de envidia le llamaba locura y sin razón a la grandeza de un caballero que luchaba sin cesar por alcanzar su ideal.

Muchas personas conservan en sus despachos y en sus casas enciclopedias, colecciones más o menos lujosas de clásicos, de premios nobel, de las grandes civilizaciones que nadie ha abierto y no leerán jamás. Al parecer piensan que basta tenerlos ahí, al alcance de la vista, como el más noble y prestigioso de los adornos, para que iluminen a su poseedor.

Los libros gozan de un gran prestigio, pero tienen el enorme inconveniente de que es necesario leerlos para gozar de ellos, para aprender, para estimular la imaginación y el pensamiento. Casi nadie se atrevería a negar su utilidad pública, sus enormes virtudes como medio para guardar y transmitir información, para ganar fama, prestigio, poder, pero según los indicadores de lectura son muy pocos los que los frecuentan.

Es por lo menos curioso que alguien se rija por ideas y creencias fijas atribuidas a un libro que ni siquiera ha hojeado; que alguien se sienta motivado y aun tenga fe en páginas que no ha conocido.

El hombre inspirado por el Quijote sin haberlo leído no es un caso aislado. Muchas personas que hacen gala de sus firmes convicciones religiosas tienen en sus casas ejemplares de la Biblia que nunca han leído y quizá no lo hagan nunca. Aun para ellos, la palabra impresa dice la verdad. Aunque permanezcan intactos, es absoluto el prestigio de los libros.