Fui al despacho de un hombre del que nada sabía, salvo su nombre y su cargo. Me habló de su admiración por Don Quijote. Orgulloso me mostró sus tesoros, un cuadro enorme y lamentable, una pequeña escultura sobre su escritorio, un grabado en otra pared, y en una mesa lateral una escultura y sobre todo un ejemplar enorme del Quijote, una edición ordinaria de mediados del siglo pasado ilustrada con los grabados de Doré.
Ese hombre tenía una fijación por el hidalgo manchego, que era su fuente de inspiración, su ejemplo, su fortaleza. Había fundado una empresa y la había conservado y hecho crecer durante veinticinco años. Lo había logrado a fuerza de perseguir su sueño sin desfallecer jamás.
Yo no sabía que Don Quijote conociera y mucho menos que enseñara el camino del éxito empresarial, pero sospecho que es posible encontrar razones y fortaleza donde cada quien quiera buscarlas. Pero estoy seguro, después de hablar unos minutos con aquel hombre, de que no había leído la novela. Nada sabía de Clavileño, ni del bálsamo de Fierabrás, ni de Dorotea, ni de los duques, ni de la pastora Marcela, ni del caballero de los Espejos, ni de ningún otro personaje o lance; era evidente que no había leído ni una página.
Su imagen de Don Quijote era la de un personaje de musical, de cómic, de una pésima película, que nada o casi nada tiene que ver con el que creó Cervantes. Un mundo zafio enfermo de envidia le llamaba locura y sin razón a la grandeza de un caballero que luchaba sin cesar por alcanzar su ideal.
Muchas personas conservan en sus despachos y en sus casas enciclopedias, colecciones más o menos lujosas de clásicos, de premios nobel, de las grandes civilizaciones que nadie ha abierto y no leerán jamás. Al parecer piensan que basta tenerlos ahí, al alcance de la vista, como el más noble y prestigioso de los adornos, para que iluminen a su poseedor.
Los libros gozan de un gran prestigio, pero tienen el enorme inconveniente de que es necesario leerlos para gozar de ellos, para aprender, para estimular la imaginación y el pensamiento. Casi nadie se atrevería a negar su utilidad pública, sus enormes virtudes como medio para guardar y transmitir información, para ganar fama, prestigio, poder, pero según los indicadores de lectura son muy pocos los que los frecuentan.
Es por lo menos curioso que alguien se rija por ideas y creencias fijas atribuidas a un libro que ni siquiera ha hojeado; que alguien se sienta motivado y aun tenga fe en páginas que no ha conocido.
El hombre inspirado por el Quijote sin haberlo leído no es un caso aislado. Muchas personas que hacen gala de sus firmes convicciones religiosas tienen en sus casas ejemplares de la Biblia que nunca han leído y quizá no lo hagan nunca. Aun para ellos, la palabra impresa dice la verdad. Aunque permanezcan intactos, es absoluto el prestigio de los libros.
12 de marzo de 2015
El prestigio de los libros
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